29 diciembre, 2010

USTED


No le conozco.

Jamás he visto sus ojos enfrentados a los míos.

Y, sin embargo, en la distancia saboreo la incertidumbre de sus pensamientos como si fuera mía.


No he compartido mesa y mantel a su lado.

Jamás pudimos brindar, a la salud de algún deseo futuro, con un caldo suficientemente mencionable.

Y, en todo caso, he visitado los mismos páramos de desilusión que, a buen seguro, ahora acogen sus pasos.


No he descubierto sus palabras más delicadas.

En ningún momento, quizá fuera de aquellas frases que se perdían en una noche de inicio primaveral, he escuchado el tono de su voz al filo del precipicio.

Y, de manera real, me apiado del pesar de sus dolores, que entiendo universales o bastante cercanos como para asolarme.


Usted, que como el vigilante desconfiado, no permite más de una hora sin rodear el perímetro de vigilancia que tiene asignado.


No quiero reflejarle en una letra mayúscula (como aquella vez primera).

He aplaudido, en la soledad de las madrugadas insomnes, su táctica y estrategia (que no evocan ningún lirismo uruguayo).

Y, por alguna mágica razón de honestidad y honor, he decidido perderme en un desierto de interrogantes estúpidos.


Usted, sí, usted... al menos, permítame presentarle mi más sinceros y considerados respetos.

Aunque pudiera creerme lunático o errante, mi castigo no influirá en su futura felicidad.

Y, sin embargo, en esta insomne madrugada en la que le escribo, me reconfortaría pensar que, al igual que yo, divaga entre miedos e incertidumbres... de amor.


Usted, mi íntimo enemigo.

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