12 diciembre, 2010

LAS ARAÑAS


En el techo de mi habitación se perpetuaron dos arañas.

Ellas habían sido las fieles guardadoras de ciertos secretos y desvelos.

Hasta ayer, nunca habían hablado.

Pensaba que se mantenían al margen, entretejiendo sus cuidadas telas.

Al comienzo fue una débil palabra, escogida en la conversación que mantenían.

Soledad.

Pensé que debía de ser la familia de vecinos.

Pero, evidentemente, no eran ellos.

Descendieron.

Me miraron con calma, deteniéndose en mis ojos.

Volvieron a ascender.

Deduje que dijeron algo similar a ensimismamiento.

Me adiviné hablando solo.

Y creí entender que mi último discurso era imposible, imposible... jalonado con preguntas retóricas ¿por qué? ¿por qué?

Del fondo de la casa escapaban los alaridos de un cantante de rock.

Las arañas se miraban.

Acompañé los gritos.

La habitación era una jaula de cristal.

Evadirse no se situaba en el debate del espacio.

En otro lugar de la ciudad una mujer se entregaba a otros brazos.

Los animales volvieron a acercárseme.

Me atrajeron con sus patas.

Me envolvieron en la tela.

Y me dejé ir, continuando mi plegaria de berridos.

En la pared del cabecero de la cama, sonaban puñetazos.

Las arañas silbaban.

Sentía calor.

Y repetía.

Imposible, imposible...

Aunque, quizá no tan sorprendentemente, ya no me inquietaban las respuestas, ni las causas...

Aferré mi cuerpo al techo y miré hacia el suelo.

Vociferaba con desesperación.

Los animales me observaban, perplejos.

Los golpes cesaron.

La música se detuvo.

Y me adiviné de bruces en las losetas.

De mi nariz brotaba un continuo y filo hilo de sangre.

Instintivamente, miré hacia arriba.

Pero, evidentemente, ellas no estaban allí.

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