06 diciembre, 2010

LA ESTELA


Llegó a aquella cama pensando en las huellas que su estela había ido dibujando en el recuerdo de otras mujeres.

Sintió una pequeña punzada en el corazón antes de besarla, pero desoyó los consejos de una lejana pitonisa... aunque se presentaban ante él de las más pintorescas maneras.

Entonces, solo entonces, se dejó llevar. Quiso escuchar la más perfecta sinfonía de los cuerpos entrelazados. Ansió perderse en esa geografía insospechada que le abría las posibilidades más reveladoras.

Y vivió una realidad paralela dentro de ese magnífico momento.

Desbocó sus manos.

Inquietó el hábito tranquilo de sus labios.

Accionó las pulsaciones de sus fatigadas piernas.

Y exhaló un suspiro intrigante.

En la paz efímera de ese después, se enfrentó a sus ojos.

Se le antojaron la antesala de un paraíso de vegetación selvática, de clima suave y parajes idílicos.

Pensó la frase que su boca, aún, no se atrevía a pronunciar.

La observó durante tres segundos.

Frágil en su bella desnudez.

Eterna en la atalaya de silencio y hermetismo.

Y sus palabras alabaron un futuro que jamás compartirían.

Ella le asestó una puñalada.

Con la frialdad de la sonrisa más elegante.

Con la quietud y el arrojo de los vencedores.

Y él naufragó en palabras y tinieblas.

Separó sus dedos hacia las sábanas, y, maldiciendo, volvió a acariciarle el sexo.

Mientras la mañana se diluía en la tarde.

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