11 agosto, 2010

EL VIENTO


Cuando todo acabó, escuchó el inconfundible sonido de los muelles del colchón de su cama vacía.

Vacía de ella.

Se sintió exhausto, vencido, rendido ante la evidencia de que le había sido descubierto un terreno fértil y de colores y sensaciones inenarrables.

Y, no tan sorprendentemente, vacío de ella.

Cerró el libro con un estruendo que desagradó a su vecino, más dispuesto a dormir durante esa madrugada.

Lo situó, con cariño, en la mesilla de noche, no sin antes releer aquella dedicatoria... firmada con dos iniciales prestadas (y reveladoras).

Y el vacío (de ella) se le presentó como la línea infranqueable del más hondo y bestial precipicio.

Por la ventana, en el fuego de la calurosa noche veraniega de la meseta castellana, penetraba una leve corriente de aire (rectius, viento).

Sin gana, sonrió, y pensó en la bondad (albiceleste) del aire, de los aires... y volvió a añorar la corrección del viento.

Vacío de ella.

En una posición de ruptura interior y exangüe.

Buscó un lugar abierto en la madrugada desde el que enviar un mensaje a esa mágica destinataria de palabras medidas, de dolorosas y terribles sensaciones.

Pero los lugares estaban cerrados y las calles vacías.

También vacíos de ella.

Pero repletas de reproches y de aire... de viento.

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