11 agosto, 2010

LA BICICLETA SIN FRENOS


Entonces descubrió la historia, pero fue incapaz de escribirla.

Y dejó la postal en el lugar en el que había habitado durante los últimos años.

Colocó un disco en el reproductor y la música de jazz llenó la habitación de melodías conocidas.

Anduvo, pasos pequeños.

Algunas ideas galopaban rápidas por su mente.

Y, como fieles peregrinos, los miedos y temblores le saludaron con sus mejores galas... una noche más.

Recogió un grueso volumen del suelo y lo colocó en el desvencijado armario, en su balda superior.

Los niños de la postal habían colocado una bicicleta sin frenos en el lateral izquierdo del puente.

El sillín y la rueda trasera eran apenas unas líneas que se adivinaban en la esquina de la fotografía.

Las piedras que conformaban la construcción se antojaban antiquísimas, ancestrales, amplias conocedoras de los reductos del pánico...

Quizá fue eso lo que le atrajo de la instantánea la primera vez que la observó, mientras recorría las tiendas de recuerdos y regalos de la céntrica calle comercial del municipio medieval.

Quizá fuera eso... aunque ni las notas del saxofón le ayudaban a alcanzar una conclusión con solvencia suficiente.

De repente, y de un modo poco menos que inexplicable, se encontró ante una fotografía enmarcada.

La mujer le miraba fijamente, con una amplia y sincera sonrisa, desde lo alto de un acantilado azotado por la brisa.

El tiempo entró en un universo íntimo, ajeno a las medidas humana y comúnmente aceptadas.

Y su pensamiento retornó a la bicicleta sin frenos, apoyada, en precario equilibrio, en el lateral del puente.

Vislumbró, a la perfección, lo que deseaba escribir.

Sin embargo, se refugió en la mirada sonriente que le castigaba desde un lugar lejano llamado pasado.

Evitó dirigir sus ojos a la postal, para no recordar los sueños vividos a lomos de una bicicleta sin frenos.

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