29 agosto, 2010

EL FALSIFICADOR



A. era un ladrón.



Pero era un delincuente romántico.



Quizá el último de ellos.



Trabajaba por las noches, a la luz de las velas, en una pequeña imprenta situada en el sótano de su casa, una insignificante construcción colonial casi en las afueras de la ciudad.



A. confeccionaba pasaportes para espías y su labor era una cuestión de ideología y creencia más que de ánimo lucrativo.



Desde el colegio, A. principió a demostrar una especial y exacerbada calidad para reproducir imágenes del natural y ése fue el verdadero comienzo de su carrera criminal.



A. era un hombre tímido, callado, de los que pasan desapercibidos entre las multitudes... e, incluso, en las soledades.



Su último trabajo resultó ser un auténtico desastre.



Y no porque las falsificaciones fueran malas.



Al contrario.



En la aduana enemiga, el perfeccionismo de las filigranas les hizo dudar.



Retuvieron al espía, comprobaron los documentos y entendieron que una labor tan depurada solo podía ser obra humana y no de las aventajadas máquinas que se utilizaban para producir los pasaportes.



La falsedad del documento condujo al ajusticiamiento del espía.



Dos noches más tarde, los agentes que acudieron a requerir los servicios de A. le pidieron que les acompañara.



A. lo hizo, resignado.



Colocaron su mano derecha en el filo de una mesa... y la cortaron con un hacha.



A. no lloró.



Se sentía triunfador... y vencido.

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