29 agosto, 2010

TORMENTA A BORDO



Cuando M. recibió el sobre, abultado, de manos del capitán del barco, supo que su tiempo se consumía irremediablemente.



Realmente ya había concluido, pero la existencia le concedía unos minutos de descuento que, en el fondo, no serían más que unas cuantas experiencias.



Al descender de la embarcación, M. se guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta, no sin antes extraer el billete de mayor valor y colocarlo en su vieja cartera de piel.



Trataba de recordar en qué puerto la había adquirido, pero su memoria le doblegaba en la partida.



M. sentía que el suelo que pisaba, firme (y era noticia después de tanto tiempo), mecía sus pasos de un modo terrorífico.



M. continuaría siendo marinero el resto de su vida, pero no tendría sitio en ninguna tripulación nunca más... Y ésa era una muerte anticipada, un fin que se adelantaba demasiados capítulos al epílogo.



Los pasos de M. eran titubeantes, como si anduviera por una cubierta regada por aceite y bálsamo.



Cerró sus ojos y empujó la puerta.



Ninguno de los hombres que bebían en el bar le saludó.



Él tampoco lo esperaba.



Dejó el billete encima de la mesa y pronunció una sola palabra.



El camarero comenzó a servir.



M. sintió que flotaba, como en las peores noches de tormenta a bordo.

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