11 agosto, 2010

LA CINTA ROJA


Antes (de ella) hubo muchas otras.

Después, algunas (menos), apenas alguna en realidad.

Por eso, una noche insomne, abrió su diario y, en la fecha adecuada, colocó una cinta roja autoadhesiva.

La madrugada estaba en calma y, sabedor de que no iba a dormir, salió a la calle, sin rumbo fijo, con la mirada puesta en el suelo.

Recordando.


Cuando había recorrido unos cuantos kilómetros, y mientras decidía si atravesaba o no un oscuro parque de farolas rotas, percibió el saludo de la soledad y buscó una solución para el rompecabezas en el que su ingenio se hallaba enfrascado.

Pensó en la cinta roja, en las ocasiones en las que pronunció adjetivos convencidos... en las que las torres se desplomaron con gran estrépito.

En un movimiento rápido, una cucaracha cruzó delante de él y se introdujo por las ranuras de una cloaca.

Reprimió un acceso de vómito y algún grito de asco.

La cinta roja era como el capítulo de un libro que cierra la primera historia y sirve de llave para franquear las puertas del resto de laberintos que se elevan en dicho punto.

Continuaba paseando, sumido en ese cúmulo de cavilaciones, tratando de rodear la palabra adecuada en una inacabable sopa de letras en dudoso movimiento.

Avistó una mancha anaranjada en el fondo y se concienció de que, en breve, empezaría a amanecer.

Se colocó sus gafas de sol y retornó hacia casa.

Intentaba ajustar un término al sentimiento que le acogía en esos instantes.

Quiso repetir desazón, pero supo que sería envilecer una realidad (coetánea a la cinta roja) y, por lo tanto, comportaría una actitud completamente deshonesta.

Atajó por el parterre de la calle principal y evitó saludar al responsable del kiosko, que se encaminaba a recoger los primeros diarios de la mañana.

Se vio reflejado en el espejo de un escaparate y su mente se iluminó de repente.

Desarraigo.

Abrió la puerta, se condujo a la habitación y se dejó caer en la cama.

Entendió que debía arrancar la cinta roja, pero el desmayo se lo impidió.

Y desmayó.

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