22 enero, 2010

CAMPANAS QUE TAÑEN A DUELO


En el deforme círculo dibujado en la arena, apostaste tres monedas doradas a mi más que segura derrota.

Y recibí dos puñetazos cuando aún te encontrabas abandonando la primera línea de visión de la contienda.

Las campanas, al menos aquéllas, siempre tocaban a réquiem.

Con modales de caballero antiguo, recompuse mi figura, mientras, Dios sabe porqué, recordaba las explicaciones universitarias sobre la causa torpe.

Algunas alimañas correteaban por el suelo sobre el que se tambaleaban mis piernas.

Escuchaba gritos de euforia ensordecedores.

Ánimos, vítores... insultos.

Todo sucedía a cámara lenta, como las palabras que continúan los trazos dejados por los puntos suspensivos.

Excepto la huida de aquel gato que, deseoso de averiguar la causa del revuelo, se había hecho acreedor de un más que doloroso pisotón en su rabo.

Mi boca saboreó el cálido dulzor de la sangre líquida.

Y, a pesar de que la balanza de los puntos se inclinaba netamente hacia mi contrincante, todavía sus puños no habían tocado mi rostro.

Mentiría si dijera que no despisté mi guardia al intentar confluir mi mirada con la tuya.

El resto es la historia del boxeo clásica, dos crochets y un definitivo uppercut.

Falta de oxígeno, sensación de liviandad y desconexión en las sensaciones para con el espacio y el tiempo.

Y el árido sabor de la tierra que se introduce por tus labios.

Malherido, cuando todo el mundo, incluso tú, se había escapado del improvisado damero de la batalla, descubrí que, dentro del círculo, o lo que el demonio quisiera que fuese geométricamente hablando, reposaban tres monedas doradas.

Volvieron a tañir las campanas.

Y, desorientado, emprendí un camino desconocido, guiado por las palmas incompletas que se me antojaban en el batir de las alas de los pájaros.

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