11 enero, 2010

EL CARTERO


El cartero dejó hoy, en el buzón, mi carta enviada a los Reyes Magos.
Y, en el cuadro de incidencias, señaló, con una cruz garabateada, la casilla de "rehusado".
En el mojón de piedra del kilómetro 23 de la carretera secundaria grabé nuestros nombres, cincelando con denuedo la piedra.
Descubrí que alguien los había tachado, cubriéndolos de pintura negra... y mi desconfianza posó sus ojos en el cartero.
Desde hace cierto tiempo, escucho excusas sobre aberrantes crímenes que aún no han sido cometidos.
Y, sin embargo, las manos del emisario que se exculpa apestan a sangre pútrida.
El mensajero que traía los libros que había comprado en una librería electrónica excusó su retraso.
No pronunció palabra alguna de disculpa cuando, tras percibir que del sobre abierto habían extraído un volumen de McCullers, envalentoné varias recriminaciones y musité diversas imprecaciones.
Anoche no dormí.
La imagen de un cuerpo arrastrando otro, a punto de expirar, hacia las profundidades de un lago helado, me quebró el corazón.
Nevaba, y la imagen era observada por una legión de mujeres vestidas con traje de novia, pero sin ramos de flores.
Un cartero las espiaba, escondido entre la maleza, mientras en sus ojos se reflejaba la luminosidad de la nieve.
Esta mañana, los chicos jugaban con su punteros de luz, intentando que las lagartijas cayeran de las paredes.
Ya en el suelo les arrancaban, de un firme pisotón, sus colas, que bailaban durante unos mínimos segundos.
El cartero bufaba de frío, pero no se paró a pensar cómo era posible que las salamanquesas se arrastran de entre las rendijas de los edificios.
He ordenado que el joyero inscriba mis iniciales en la larga hoja del puñal.
Están ávidas de sangre.
Anhelo que el cartero mantenga su ensimismamiento.

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