31 enero, 2010

LAS CONSECUENCIAS DE LAS SEÑALES


Fue, entonces, cuando escuchó la palabra.

Fuera de contexto parecía atesorar idéntica pujanza y poder del que, en su día, alardeaba.

Sin embargo, la realidad es que, siendo como fuere, la había advertido y había activado todos los dispositivos que conectan los sentimientos con el pasado, los recuerdos y ese temblor (en ocasiones, cosquilleo) que produce la fabulación del porvenir.

Todas las metáforas devienen tan planas como el silbido de cierre de las puertas del Metro cuando se desvela su contenido.

Alguna canción les había enseñado, a ambos y por separado, que proseguir viviendo era jugar...

Ninguna composición se atrevió a poner en duda que las reglas pudieran ser erróneas o que, a buen seguro, lo más honesto fuera esquivarlas con elegancia.

Escribió la palabra en la pantalla de su ordenador y, al verla destellar en el fondo blanco, principió un ataque de sinceridad, desbocada, que afinaba la primera persona del singular hasta un lugar excesivamente iluminado del escenario.

Todo, al igual que en aquella estúpida guerra, sucedía despacio... y los tiempos de espera eran sustancialmente más aterradores que los de batalla.

Cerró, enérgicamente, la carcasa de su portátil y decidió dejar reposar las ideas y las letras en el diván del silencio y el anonimato.

La música hablaba de direcciones incorrectas y de espíritus errantes y batalladoras (algunas canciones tan solo pueden escucharse cuando uno pasea por Madrid).

La noche cubrió de negro un sueño interrumpido por los cuervos y las sirenas.

Todos los aviones sobrevolaban los escenarios de crímenes pretéritos.

Quiso creer que aquella guerra no había existido.

Pretendió olvidar los sonidos de la madrugada, el camión de la basura, los gritos de los crápulas insomnes, las bolsas rasgadas por los felinos depredadores hambrientos.

Derrumbó su agotamiento en un incómodo sillón y entrecerró los ojos viendo, al fondo, el final del drama.

Y, entre los incendios, el olor a pólvora, el fragor de la contienda, la sonrisa de una mujer que habitaba, en régimen de alquiler, las aventuras de una indómita y valerosa narración.

Descubrió, atónito, que su mano señalaba hacia el corazón.

Y pronunció un sonido inteligible que simulaba ser Angkor Wat.

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