31 enero, 2010

EL CASTILLO


En el exterior del castillo, el deshielo alcanzaba cotas de extrema gravedad.

Pero todo ocurría despacio, imperceptible para los demás.

Solos, tú y yo, divagábamos sobre la magnitud de la tragedia en ciernes, con la sumisión e irremediabilidad que lo habían hecho, tiempo atrás, los músicos de la orquesta del Titanic.

Con bohemia en las páginas de nuestras lecturas y no en los cristales.

Apreciando y saboreando cada una de tus sonrisas, perspicaces, como si fueran las últimas... al menos, las postreras de estos de inicios de década del milenio.

¿Dónde estuviste en la mañana del fin del mundo?

¿Quién cerro tus ojos aquella noche?

En las páginas amarillentas del libro, que dejas reposar en la mesa cuadrada de cristal que nos separa, los hombres intentan escapar de su destino, huyendo en busca de su propio epílogo (que es epitafio insalvable).

Y, sin embargo, lo realmente reinante e imperante, es esa presencia de elegancia que propele una auténtica fragancia de especialidad.

Todos seguimos indicios equivocados, pistas erróneas que nos abocan a un precipicio del que ningún manual refirió ni su profundidad, ni su composición.

Ese sosiego que presagia la escena trágica tras la que caerá el telón.

Esa desesperación e inquietud de los instantes en los que la comunicación permanece suspendida en los brazos de la inestabilidad y la probabilidad.

El rumor del agua comienza a crecer y el pánico de las multitudes entona, junto con las sirenas de la Policía, una desaforada sinfonía de carnaval con inclemencias meteorológicas.

El gato pasea entre tus piernas y me dirige una mirada que mezcla su incomprensión con una evidente altanería... la del vencedor que recorre los terrenos que anhelamos habitar.

Salta y acaba con los restos del sushi que quedaban en el plato.

Me detengo en todas las respuestas que aún no me diste, en todos los desencuentros pasados que perfilaste como las gotas de agua dibujan círculos en el mar cuando llueve.

Articulo un discurso honesto que el tiempo no me permitirá representar.

El agua ya asciende por las ventanas de la azotea en la que me miras con recelo y desconfianza.

Por algún extraño motivo, pienso que ningún español fue campeón en Las Vegas.

Y me recorre un pánico calmo, certero...

No hay comentarios:

Publicar un comentario