28 enero, 2010

LA LLUVIA


Llueve.
Y la visión de la calle se deforma en cada minúscula gota de agua.

Lloré.
Era estúpido negar que esa simple mirada del adiós sería suficiente
para hacer brotar, de lo más profundo, la tristeza que acumulamos,
inconscientemente, cuando los segundos parecen ser los más lindos del Universo.

Llueve.
Los paraguas son los escuderos de las parejas que pasean abrazadas en lo torrencial.

Grité.
El silencio se convertía en una cuenta más del rosario que guiaba mi desesperación,
una pesada cruz que portaba sin cirineo que aliviara mi carga,
de vuelta a un Gólgota que Shakespeare confundía en Hamlet.

Llueve.
Y la Luna asiste impasible, reflejada en los charcos, a un espectáculo que la despertó de su letargo.
Rebotaron mis sienes.
Eternamente inquietas por los efectos de algunos licores que sólo fueron anestesia,
Parcial e inoperante para un diagnóstico frente al cual los médicos se sintieron impotentes.

Llueve.
Ansío con fuerza que tu imagen aparezca entre la cortina de agua que cubre mi
ventana, el muro incólume que me separa del bien y del mal.

Desmayé.
El cansancio fue un aliado que me apartó del recuerdo,
mi fiel escudero en la batalla que libré, perdedor previo,
contra el perfume de los besos que ascendieron con nosotros al exilio de lo onírico.

Llueve.
Recuerdo el compás de la fúnebre y molesta sintonía del agua en el alféizar.

Continúa lloviendo.
El cielo comulga en este sacramento penitencial que solo las almas enamoradas
están condenadas a repetir en un ceremonial oscuro y apesadumbrado.

Creí.
Fui el habitual ateo pero hoy, absorto, asenté mi fe en el cripticismo de nuestros códigos internos comprendidos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario