20 enero, 2010

DESÓRDENES INCÍVICOS


A V., gracias.


El titular del diario croata era francamente indescifrable.

El amable camarero, en un mezcla indescriptible de italiano y español, intentaba explicar que la Policía Local investigaba una serie de sucesos calificados, según la desviada traducción, como desórdenes incívicos.

En la fotografía, a cuatro columnas, que ocupaba gran parte de la portada del periódico, una desvencijada roulotte, a la que habían sombreado la placa de matricula, escapaba de una reserva protegida del Parque de Plitvice.

Algo resultaba familiar, en el vehículo, a los ojos del turista.

Pero su expresión era lejana, como intentando demostrar que la historia no le generaba la más mínima inquietud.

Desde la terraza, podía contemplar como el sol coloreaba, con distintas tonalidades, las tejas de las casas que habían sido azotadas por las bombas años atrás.

Como en una incomprensible metáfora, intentó asemejar la brillante miscelánea de marrones rojizos que se presentaba ante él con el caos propiciado por ese desorden que mantenía alerta a todo el país.

Pronto cayó en la cuenta de la manifiesta imposibilidad.

Y sonrió, advirtiendo que lo más relevante estaba en el intento.

En la puerta del bar, una bandera croata ondeaba al viento.

Perdió su mirada en el horizonte.

Atardecía.

Posiblemente, los crímenes continuaran sucediendo, para nada parecía poder empañar aquella visión descubierta y escondida.

Todas las ciudades, aunque se recorran sin parsimonia, mantienen secretos cuando los pasos son compartidos.

Recogió del suelo la edición del New York Times y advirtió, en un suelto a pie de página, una crónica que le dejó descolocado.

El enviado especial a Z. informaba que la artista, una vez conocida su identidad ganadora tras la apertura de la plica, había escapado aprovechando las corrientes del Limmat.

En la última línea, el periodista refería el pseudónimo bajo el que se había presentado al, a la postre, desierto concurso.

Desórdenes incívicos.

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