03 enero, 2010

ESTACIÓN DE TÉRMINO


Las tristes estaciones de tren vacías, donde los vagones se detienen sin sensibilidad.

Los andenes y las dársenas desiertas, huérfanas de besos que acogen al inquieto y temeroso peregrino.

Los libros acabados que se portan entre los periódicos del día.

El banco de azulejo que, indefenso, recibe los golpes de agua que la lluvia le dirige.

Los relojes, esos malditos relojes, que no muestran la hora exacta, con una mezcla de engaño e indiferencia.

Ciertas voces me refieren la existencia de antiguas cartas de amor que no recuerdo haber leído.

Misivas de años de trincheras y amores que oraban ante arrugadas estampas de advocaciones marianas.

Y sospecho que, en términos comparativos, el tenor del mensaje no difiere, en demasía, de mis composiciones.

Dos mujeres se pelean, en la sala de espera de un aeropuerto, por la posesión de un barato paraguas que alguien dejó colgado de esas indescifrables papeleras múltiples.

A miles de kilómetros de allí, el viajero esconde sus ojos entre los cuellos alzados de su abrigo... y evita mirar la soledad de las naves de los talleres de reparación de los autobuses de línea.

Imaginando el sonido de los dados en tableros de cartón, recordando que, solo en los instantes de mayor relevancia, el neón refracta una preciosa luz violeta...

Arrastrando las ruedas de un pasado que, como la concha, obstina el peregrinar del caracol...

Mordiendo, por enésima vez, las leyes de la diplomacia para no restringir el camino de la corrección.

Visitando los pétalos de una flores que no me fueron remitidas... Reescribiendo en reservas de hoteles con apellidos que no se compadecen con los de las cartas de identidad.

Está lloviendo en la estación. Y las fieras pasean, timoratas y melancólicas, en sus jaulas del Circo Italiano.

Puede que, en el futuro, siempre lo hagan y siempre lo haga.

Las pulsaciones de mi corazón continúan acelerándose aunque conozco el final de esta historia... y dista de ser halagüeño.

Quizá los epílogos consigan cambiar el devenir.

Incluso si el agua se cuela por las rendijas del techo de piedra del hangar de esta inhóspita estación.

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