25 abril, 2010

EL LIBRO


Leía un libro que, excesivamente voluminoso, no había conseguido atraerle por completo.

Pasaba por sus páginas con cuidado, atento a no perder ningún pequeño detalle que valiera la pena retener, pero todo era en vano.

Y, como en una creciente desazón, la sensación de fugacidad temporal, de minúsculos granos de arena que caen, le provocaba un cosquilleo de desasosiego.

La historia, hallándose perfectamente construida y resultando atractiva, con esa cierta insinuación de inquietudes y secretos, se le antojaba plana, vaga, meliflua, intrascendente...

Y los miedos se sucedían en su cabeza, inspirándole un instinto de abandono e infidelidad.

Y esa voz susurrada al oído que algunos llaman conciencia, le instigaba a obviar el texto y dedicarse, en cuerpo y alma, a otras aventuras contenidas en novelas hermanas aún vírgenes y expectantes.

Historias en las que poder enfrascarse sin posibilidad de escapatoria y que, a la vez, como en perfecta simbiosis, supieran apreciar el esfuerzo del lector comprometido que, noche tras noche, guardaba el momento más bello, el más delicado, para dedicarlo, íntegramente, a la conjunción.

Y, sin embargo, continuaba ajeno a toda injerencia externa, pautando los párrafos, esperando algo, en íntima paz interior, pactando con la honestidad un acuerdo sin cláusula de escape.

Y llegó, en los últimos (pero no definitivos) instantes, con la fuerza y la pujanza de un huracán (que siempre lleva nombre de mujer), con el vigor del beso deseado y que aparece de súbito.

Sorprendente e inesperado.

Agradecido y literario...

Literario, en suma.

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