03 abril, 2010

LA RUTA


En el sueño, conduzco.

Mis ojos van cubiertos por unas gafas de sol graduadas que mitigan mi galopante miopía.

Visto camisa negra con puños arremangados y unas casi imperceptibles chorreras que disimulan las inevitables arrugas que provocan las posiciones forzadas.

En el sueño, estás sentada a mi lado.

Te has despojado de tus chanclas y, en acrobática posición, has puesto tus pies sobre el salpicadero, colocando el asiento en posición vertical...

Sospecho que mañana referirás algún tipo de contractura, pero refreno mi reprimenda porque, como aquella primera vez en el minúsculo alféizar, no consigo encontrar palabras para definir.

En el sueño, suena música. Una canción de rock que, salvo que mi oído me engañe, fue versionado Leonard Cohen.

Mientras concluyo la maniobra de reducción a cuarta, para ajustar la velocidad al tramo escarpado y revirado que nos espera, busca el tacto de tus manos que reposan entre los anchos pliegues de la falda blanca ribeteada de azul celeste.

Las encuentro y percibo una breve sensación de frío.

Busco tu mirada y entornas tus ojos, sonriendo, afirmando, sin palabras, la nada sorprendente realidad descubierta.

Permito sostenerla entre mis dedos unos segundos y recorro con mis yemas el camino que lleva hasta tus muñecas.

Con delicadeza, como si el mundo no fuera a terminar, pero el viaje o la ruta pudiera hacerlo.

En el sueño, los relojes no conocían el significado de las horas.

En el sueño, los teléfonos se habían declarado en huelga y no avisaban de las alertas recibidas.

En el sueño, todas las señales de los laterales de la carretera me hablaban de ti.

Y continuaba conduciendo, seguro, tranquilo, olvidando tus futuras molestias y mis sempiternas quejas por las pérdidas.

Porque en el sueño, ni el tiempo, ni los mapas significaban nada.

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