28 abril, 2010

EL PAYASO


Se está desmaquillando.

Frente a un espejo antiguo, mal iluminado... con muchas bombillas fundidas.

Quiere arrancar toda la pintura que le convierte en un ser agradable a los demás.

Realmente, quiere eliminar toda mancha, toda la pintura, el más mínimo rastro de color.

Desea volver a ver su rostro (el verdadero) reflejado.

Sus rasgos, angulados, castigados, exentos de la cordialidad y placidez del humorista.

En su mente, perfectamente agarradas, abrazadas intrínsecamente, las sonrisas infantiles que le causan horror y un pánico que le hiela todos los huesos y que le imposibilita asentarse.

En sintonía con ellas, sus manos, bañadas en agua e impregnadas de jabón, suben y bajan por la piel de su cara, como si de cuchillas afiladas se tratara.

Se repite, una y otra vez, en pesada y monótona liturgia la maldita palabra.

Payaso.

Payaso.

Payaso.

Y, casi sin quererlo, una imagen se personifica con la vividez del recuerdo más imborrable.

No ha transcurrido demasiado tiempo.

Aún puede recordar el viento cálido de esa noche en la que paseaba por calles malolientes y primaverales.

Escenificando su derrota.

Una lágrima brota de su ojo derecho, hasta caer en las toallas que usa para secarse tras el proceso de desmaquillaje.

Y escucha las mismas palabras.

Con significado idéntico.

Con un dolor insoportable.

Y olvida limpiarse.

Y recoger su llanto en los trapos.

Y dormir.

Y sus noches.

Y sus amaneceres.

Y su silueta.

Y su nombre...

Y todos los que inventó para ella, también.

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