11 abril, 2010

LOS DÍAS DEL PÁJARO


Quiso convertir aquella noche de domingo en un momento especial e inolvidable.

Despertó temprano, y sin desayunar, encendió su ordenador, conectándose a Internet para leer las ediciones digitales de los periódicos.

Le sorprendió encontrar la referencia a la entrevista que un escritor hacía al personaje de su último libro.

Ficción de la ficción.

El invento en el invento.

Desempolvó las sillas y la mesa de madera y las colocó en la terraza, donde el sol se pronunciaba en su primera majestuosidad de finales de invierno.

Las ilusiones se articulan con pequeños gestos materiales y una importante carga de sentimentalidad.

Un pájaro se sujetaba, con sus afiladas garras, al alféizar redondeado del mirador.

Su mirada estaba perdida, de genio creador que utiliza la realidad en la que, habitualmente, naufraga y que le ahoga.

El hombre se percató de que no se había duchado... aún.

Abrió el grifo del agua y colocó la temperatura en un punto más cálido del indicado.

Quería sentir esa quemazón en su piel, el instinto soporífero del vaho que empañaba progresivamente los espejos y cristales.

Salió y permitió que el aire le golpeara durante unos segundos antes de taparse con su manido albornoz azul.

Rechazó utilizar peine, introduciendo sus dedos en el cabello y utilizándolos como púas.

Se vistió, de manera algo desaliñada, cogió un libro, cuya lectura mantenía postergada durante los últimos meses, y desorientó sus pasos por la ciudad hasta encontrar una plaza en la que en las terrazas se encontraba ese más que reparador sol y sombra.

El alcohol seco y ácido de su bebida fría bajaba por su garganta.

¿Sentirían lo mismo los esforzados corredores de principio de sigilo pasado cuyas carreras narraba el volumen que leía?

El mismo pájaro de la mañana, o alguno de sus hermanos, se posó en el cálido latón del lado derecho de la mesa.

Reprimió un gesto encaminado a apartarlo.

Dejó unas cuantas monedas y se marchó.

Caminando tranquilo. Cubierto tras sus gafas de sol.

Eligió unas rosas blancas en un tenderete dirigido por una gitana muy joven y bella. Deseaba regatear el precio, pero no quería hablar.

Llegó a casa y, tras dejar las flores en un jarrón de agua, se derrumbó en el sofá.

Despertó francamente perdido, sin saber las horas que había durado su letargo.

Se levantó y colocó un nuevo mantel negro sobre la mesa.

Apagó todas las luces y situó en el centro dos palmatorias con velas encendidas.

Abrió una botella de vino, para dejar que se oxigenara de modo adecuado.

Eligió sendas servilletas de color burdeos y unos platos blancos, adornados con una línea especial asimétrica negra en su lado superior. Idéntico diseño al de los cubiertos.

Preparó la cena.

Y, con mimo, la repartió entre ambos platos con precisión milimétrica.

Con la misma tranquilidad, sirvió el vino, coloreando las copas.

Elevó la copa al cielo y murmuró algo entre dientes.

Un brindis.

O una severa maldición.

Dejó que sus labios se refrescaran mínimamente con el vino.

Esperó.

El desgranado caminar del segundero.

El avance de las otras manecillas.

Con los ojos entrecerrados.

De la iglesia contigua, un reiterado sonido de antiquísimas campanas refulgía.

Se levantó con los platos en la mano y los colocó, en precario equilibrio, en el límite del mirador.

La noche se había enfriado y agradeció que el viento le golpease sus pensativas sienes.

Miró hacia la oscuridad del vació.

Entonces apareció, quizá por tercera vez, el pájaro.

Lo miró con sorpresa.

El animal se acercó, saltando, hacia uno de los platos, intentado picotear de su contenido.

El hombre se movió muy rápido.

Tras unos segundos, el sonido seco de rotura de cristal.

Tras un segundo (más), el impacto hermano.

El pájaro, sin embargo, no se alteró.

El hombre continúo impertérrito.

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