22 abril, 2010

LAS REGLAS


"Digo: yo puedo subir a tu territorio y soy un huésped sagrado, ¿vale? Entro y salgo cuando quiero. Tú, en cambio, eres sagrado e inviolable mientras estés en los árboles, en tu territorio pero como toques el suelo de mi jardín te conviertes en esclavo encadenado". El barón rampante. Italo Calvino.


Escuchó voces.

Procedían de un lugar lejano.

Parecían ser emitidas desde las paredes, rebotar en los techos y concluir su peregrinar, de forma apenas audible, en sus oídos.

Las escuchó.

Primero, vagamente.

Después, concentrando todos sus sentidos y prestando la más amplia atención.

Le recordaban al timbre de un jilguero que comienza a cantar en la mañana.

Aún desafinado.

Incluso con un arpegio algo frío y fuera de compás.

Pero con un mensaje que llegaba fluido y claro.

De repente, como el viento que, tras engañar en cuanto a su temperatura, comienza a helar los huesos, los sonidos se plasmaron firmes, reales, descriptibles...

Y la habitación se convirtió en un enorme prado que llegaba hasta al mar y que, por instantes, evocaba ser un corredor de noticias fragantes y alegres.

Sus pies comenzaron a ascender unos centímetros del suelo y, como los caballos en pleno galopar, se mantuvo con todas sus extremidades en el aire, violando las prerrogativas físicas más asentadas e inquebrantables.

Disfrutó de esa sensación de ingravidez por segundos.

Los sonidos le resultaban cercanos.

Y, en una fracción de tiempo que el ser humano sería incapaz de medir, el cielo se le antojó próximo.

Tanto que estiró sus dedos para rozarlo, para que se impregnaran de su más particular fragancia.

Justo cuando la vida le sonreía y le regalaba los más dulces manjares, las voces, como la gravedad del tono del jilguero ya entonado, cambiaron su vigor.

Y todo se derrumbó.

La gravedad volvió a atraerle, perentoria e irremediablemente, hacia el suelo.

Sintió su cuerpo pesado.

Y un naufragio interior y exterior.

Recordó una fórmula matemática.

Y dejó de soñar.

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