25 abril, 2010

EL MENDIGO


Ese sonido acabó por repugnarle.

Aún cuando fuera necesario para asegurar su peculiar supervivencia.

Compasión.

Caridad.

El tintineo de las monedas en el plato, arrojadas desde una altura que, más nunca, significaba superioridad.

Él, que había saboreado las mieles de la gloria, ahora escondía su mirada entre cartones húmedos y una raída manta que, en algún momento, había sido de cuadros.

Ese regusto amargo.

La conversación escuchada, extirpada, de aquéllos que ejercían limosna para con él sin dedicarle la más mínima atención.

Agradecimiento fingido, normalmente con una leve inclinación de cabeza, que escondía la más profunda lamentación y, las más de las veces, una no tan velada maldición.

Alguna tarde hubiese deseado ser el blanco de la ira de esas tribus urbanas vandálicas.

Resultar eliminado.

Incluso de esas vacías miradas que le ignoraban.

De ese lugar oscuro y maloliente en el que, día tras día, desplegaba su rudimentario cartel en el que imploraba caridad y comprensión.

Aquella noche, un ruido le despertó súbitamente.

Sintió como una mano le acercaba un cigarrillo recién encendido y aspiró una fuerte bocanada.

El humo, había perdido la costumbre, golpeó cálidamente sus pulmones.

De repente, sintió como su cuerpo era rociado por un líquido más pesado que el agua.

Oyó una sonrisa.

Y sintió un calor insufrible, unido a una llamarada de luz imparable.

Se dejó abrazar por el fuego.

Recordando, mientras sentía su propio crepitar, que el dolor, a veces, procedía de la insatisfacción del regalo que nos permite vivir.

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