30 junio, 2009

RACIONES INDIVIDUALES


Ustedes, quizá, no las odien...
Son esas minúsculas raciones individuales, perfectamente plastificadas, calculadamente medidas y envasadas, decoradas con excepcionales y llamativos colores...
Una demostración más de la palpable soledad, del universo profiláctico que construimos para soportar el tedio del despertador que suena, irrevocablemente, a la misma hora cada mañana...
En el cristal del tren repiquetea la lluvia.
Las gotas dibujan surcos azarosos que serpentean y desdibujan el paisaje.
En los asientos contiguos, el ejecutivo engominado recibe una insoportable avalancha de avisos de entrada de comunicaciones electrónicas en su flamante BlackBerry. Se despatarra para ganar algo de comodidad. Mientras, su esposa emula gesto, entre suspiros, en el diván de su afamado psicoanalista.
Abro un recipiente que dice contener albóndigas. Cuando las mastico, su sabor me recuerda al regusto insulso de los chicles que han sido masticados durante demasiado tiempo.
La azafata, en un tono mecánico e invariable, ofrece más bebida.
Percibo sus palabras como si llegasen desde una habitación distinta, atravesando la pared.
La mujer sentada a mi lado se ha partido una uña con la tapa metálica del recipiente del minúsculo helado servido de postre.
Nadie dijo que no fueran peligrosas.
Pide pañuelos. Lógicamente estuchados de manera compacta en número de tres (ración también unipersonal).
Me mira en busca de una compasión que, desafortunadamente, no estoy dispuesto a dispensar.
Me concentro en la sección de obituarios del diario.
La puerta que separa los coches se abre y llega hasta mí la negociación de otro viajero que debe de estar negociando el precio de alguna importante partida de mercaderías.
En Illinois, la fábrica de tabaco ha cerrado sus puertas tras un proceso de suspensión de pagos. Su cotización en Bolsa, según la información recibida en la agenda electrónica de otro de mis compañeros de viaje y que no tarda en transmitir a su delegado comercial, ha bajado veintidós puntos.
Vende, si puedes. Escapa del incendio. Huye de la inundación.
Tras la ventana, el mundo se mantiene ajeno a la escena aséptica e impostada que se encarna en los diferentes vagones.
Descubre la bella estampa de un río casi en el punto de fuga.
La niña mira al río y sostiene un tulipán blanco.
Y su universo no entiende de tareas pendientes.
Jamás ensuciará sus manos con las raciones individuales de los trenes de largo recorrido.
Me lo prometió.

29 junio, 2009

CANDELABRO


El primer ganador puede ser el segundo en la cadena de vencidos.

Estoy hablando de mujeres y adulterios (sé que es lógico y evidente pero, a veces, conviene matizar).

Durante este invierno, Madrid conoció las crueles virtudes de la nieve.

Hoy, sin embargo, en la piscina situada en el ático del hotel, el calor es agobiante y los aviones sobrevuelan nuestras cabezas en la madrugada.

Es el final de un sueño que, a borbotones, se asienta en mi retina.

Recuerdo un pianista desaforado que interpretaba algunas piezas mientras la cera caía de las velas de un antiquísimo candelabro que iluminaba la partitura.

Aunque el sol resplandecía, majestuoso, en el exterior, el local había cerrado todas las ventanas, cubriéndolas con férreos cortinajes, para contribuir íntegramente a conformar un paisaje de nocturnidad.

Los dedos del músico acariciaban las teclas del piano y mi vista se quedó clavada en el azul eléctrico del terciopelo que revestía los sillones.

Tú jugueteabas con el borde abultado (cosido por manos inexpertas) de un cojín.

Mientras, mi discernimiento pretendía resolver un enigma de carabelas, canciones y perfumes adulterados en el laboratorio clandestino de los bajos de una carnicería de Shaigon.

Quizá algunas flores adornen las mesas que compartamos en el futuro.

Los más optimistas incluso aventuran que los más pequeños podrán elegir, diariamente, entre cinco variedades de postre.

Curiosamente, alguna vieja poetisa consideró que el limón que guardaba en su bolso tentaba a la (mala) suerte.

Aproveché tu descuido para mirarte... y guardo esa bella (y robada) imagen en mi interior, para mí... para los instantes en que te evoco.

El pianista acaba y guarda sus partituras en la carpetilla de ajado cuero.

Apaga de varios soplidos las velas. Saca sus gafas de sol y se encamina a la salida.

El tiempo siempre pasa muy rápido...

26 junio, 2009

REFLEXIONES DE UN VIAJERO DE ESTE SIGLO


El rigor sancionador para los crímenes de honestidad tendría que estar preñado de eximentes de la culpabilidad.

Puede que aparezca con cierta corrección que se atisbe como frialdad.

Quizá algunos gestos propicien un torrente de sensaciones... y las palabras se antojen menos expresivas de lo que debieran.

Empiezo a perder la capacidad de medición respecto de las distancias espacio-temporales (las avenidas antes eternas se presentan ante mí como insuficientes... Debiste parar el tiempo, Creador... y no lo hiciste, permitiendo que sus pasos continuaran una danza.

No sé volar... Aquella virtud se encontraba reservada, tan solo, para los pájaros. La precaución es homónima del temor.

Ahora el tiempo juega en mi contra.

Recuérdame, si uno de estos días abrazas mis intenciones, que expíe crímenes pretéritos (y olvidados...). ¿No sirvió la confesión y el arrepentimiento como suficiente ordenación a la realidad?

Continúo preguntándome por ese maldito (e imposible) ensamble de tiempos, de oportunidades.

Y todo lo demás... es elegancia e insinuación.

Neuman no estaba equivocado. Al menos, Hans huyó habiendo saboreado las mieles de su amada y quebrando un matrimonio de conveniencia. ¿Por qué, sí, por qué tú, creador (literario), no concediste el beneficio de la escapada conjunta? ¿Por qué les arrastraste al horror?

Será mejor así. ¿Será mejor así?

En Madrid, el verano se revolvió con ráfagas de aire que suavizaban el calor de una nueva noche.

Todas las noticias de las radios de los taxis hablan de sucesos estúpidos
Y aún sueño con amaneceres (compartidos).

25 junio, 2009

VIOLETAS DE SANGRE


De repente, todo es oscuro, difumina rápidamente y se convierte en negro, espeso, inescrutable...

La carne es blanca, moteada de dispares lunares que, azarosos, incluso preludian un nuevo movimiento.

Segundos después, un reguero de sangre, lento, parsimonioso, procesional, avanza por las nalgas blancas, también moteadas.

Descubro un sabor en mi boca, agridulce, reseco, con una tonalidad amarga... imposible de olvidar.

Mi mentón está ensuciado y mi lengua algo acartonada. La telilla que une el músculo con el paladar me transmite un relámpago doloroso de fricción y fuego.

Unos dedos retiran de la comisura de mis labios algo viscoso y, sólo en ese momento, dirijo mi mirada al camino que marca la sangre a su paso.

Abro los ojos.

En la pantalla, llueve un agua ficticia, de dibujos animados. Irreal, ajena, seca.

Mis párpados vuelven a derrotarse y siento el desvanecer en un remoto gemido que se cuela por entre los resquicios de los asientos.

Entonces es sólo un color.

Un degradé de violetas que se expande hasta el infinito, colgando de un cuello perlado de brillantez.

El aire susurra composiciones de Mahler y las ramas de los árboles del parque danzan, pizpiretas, la melodía.

Quiero aprehender ese color, ese sabor. Anhelo hacer míos, interiorizar aquellos segundos que, como el agua, huyen por los recovecos de los dedos de las manos cerradas.

Al fondo, testigos de la desesperación, un ejército de hormigas detienen su caminata, inquietas ante mi peligrosa introspección.

Deambulo por senderos terceros, con pasos delicados, como si quisiera dedicar mis caricias al suelo, como el ladrón que se ajusta, con elegancia, el solitario robado del joyero de un desconocido.

Despierto.

La luz se proyecta sobre la pantalla, cegadora. El cine está casi desierto.

Busco, en los bolsillos de mi chaqueta, el cuaderno de tapas negras.

Bosquejo los detalles de un color, las sensaciones derivadas de ese sabor...

Arranco y arrugo la hoja que apenas contiene quince palabras.

Y el color y el sabor retornan a mi recuerdo.

Evocadores, enigmáticos, intrigantes...

Sublimes.

21 junio, 2009

DOMINGO ver 2.0


"¡Ay, si los diablos pudieran volver ahora que estoy despierto, no me haría tanto el delicado! Y los invoqué en alta voz, ofreciéndoles deshonrarme tan a menudo como fuera necesario para merecer sus favores; pero sin duda los ofendí gravemente, porque no volvieron jamás". Las tentaciones o Eros, Pluto y la Gloria. El Spleen de París. Charles de Baudelaire.

Hay llamadas perdidas pendientes de ser contestadas en mi teléfono móvil.

La ropa de la última colada aún se seca al calor de la noche.

Los suplementos de los diarios permanecen abiertos en una mesa baja, testigos de la tranquilidad, parsimoniosos, expectantes.

En el sillón, desordenadas, tengo abiertas carpetas con recortes de prensa que aún no he colocado debidamente.

Leo dos libros, compaginando historias y entrelazando, mentalmente, argumentos imposibles.

El sueño me venció entre el visionado del desenlace de las carreras automovilistas y la penúltima canción del último disco editado por Bob Dylan.

Las sábanas están arrugadas y ensuciadas casi en su centro, un círculo imperfecto que genera confusión.

En los fuelles de los maletines, guardo algunos papeles aún por revisar y ese sentimiento de responsabilidad que algunos consideran nerviosismo.

Los tiestos de la terraza se han preñado de flores que colorean y alegran la estampa exterior.

Con cierta desgana, el cuadro caído reclama atención.

Mi buzón electrónico ha recibido varios correos cuya lectura pretendo obviar hasta mañana.

Imagino un domingo distinto, pero la realidad me devolvió un tiempo ajeno, apático, descreído... inextricable.

El reloj avanza hacia la medianoche... Se lo agradezco.

Mientras termino una composición que no me convence, percibo el aviso que me envía el avatar. Advierto, acto seguido, que cometí el error de ofrecer mi creación al exterior.

Abro un libro, al azar, y rezo para que Morfeo no se haya olvidado de mí.

La poesía no es un antídoto. Hay males para los que, aún, no se descubrió remedio.


ps: El presagio de una tormenta es el anuncio de un ataque no tan cruento.

psII: A Gabriel Campillo (semipesado campeón del Mundo).

EL RELOJERO


"El día del aguacero, dime dónde te metiste, que no te mojaste el pelo. Voy como si fuera preso: detrás camina mi sombra, delante mi pensamiento". Anónimo (y flamenco).


F. era un afamado maestro relojero al que la perfección (y la inspiración) colocó en la senda de la búsqueda.

Con las manos francamente temblorosas por el rigor del paso del tiempo y la exactitud de su artesanía, olvidó el acogedor y reparador paraje de su antiquísima relojería situada en pleno centro de V, asumiendo que su grial le obligaba a aventurarse frente al espacio y, quizá, al poco tiempo que pudiera restar.

En un viejo pañuelo de seda, marcado con sus iniciales por su laboriosa abuela materna, envolvió las precisas herramientas que, con delicada parsimonia, había estado limpiando durante la última quincena (como el asesino que, decidido a cometer el magnicidio durante tanto tiempo planeado, y como gesto de honra a su víctima, prepara sus utensilios para la gran cita).

Visitó los más recónditos y variopintos rincones, charlando con los pares de su gremio y atisbando siempre la posible argucia que la antigüedad pudiera reservar en los discursos impostados de aquellos a los que se enfrentaba.

Y, por las noches, releía los manuales que su padre había heredado de su abuelo, como muestra ancestral de una técnica y sabiduría que permeaba entre generaciones.

Sólo en las madrugadas en las que, por la inquietud y el pesar, percibía como si su alma abandonase su cuerpo físico, se refugiaba en la lectura de un viejo folletín en el que un espadachín, atormentado por encontrar la estocada perfecta, se batía en duelo ante el más feroz e imbatible enemigo (el amor).

Cuando había recorrido prácticamente Europa entera, decidió emprender su camino de retorno al hogar. Algo hastiado por el resultado adverso de su empresa.

Cierta noche se hospedó en una inhóspita y sombría fonda de L. que se alzaba tras un terraplén del camino.

El suelo de su habitación era de piedra.

El hombre se postró de rodillas y observó una inscripciones que, entonces lo descubrió, el eterno peregrino había marcado para la posteridad, para el inconformista espíritu aquejado por el sentir de la verdad.

Abrió su pañuelo.

El aullido de un lobo, desgarrador, sonó en la noche.

A la mañana siguiente, la posadera no pudo reprimir un grito al abrir la puerta de la habitación.

Los pies desnudos de su cliente colgaban apenas cuarenta centímetros por encima del suelo.

Su rostro, sin embargo, aparentaba satisfacción y tranquilidad.

En el suelo, cubiertas por el pañuelo, la Policía encontró unas herramientas usadas para limar piedra.

Nadie supo adivinar el sentido del símbolo recién tallado en la piedra del suelo de la habitación. Tampoco del resto.

17 junio, 2009

FRONTISPICIO


"Pero en cuanto a V. - V. enamorada- los motivos ocultos, si es que los había, permanecieron en el misterio para todos los observadores. Todos los que estaban relacionados con la obra sabían lo que estaba ocurriendo (...)". V. Thomas Pynchon.

La definieron como una mujer de perfil desdibujado y él supo que viviría, lo que el Destino le tuviese encomendado, sólo para encontrarla.

La siguiente noche en la que se anunció su presencia fue en un restaurante japonés. De entorno y ambientación minimalista y con luces tenues, acogedoras, cálidas.

Compartía mesa con dos fraternales comensales, compañeros de batallas pretéritas, hombres que sabían interpretar el delicado sentir subyacente en el silencio.

En el súbito instante en que se difuminó, como en las ondas concéntricas leves que deja una piedrecita al caer al agua, su imagen, él percibió que se había ensuciado su costosa chaqueta con lo que, a buen seguro, era salsa de soja (y pensó en el largo contenido de la nota con instrucciones de lavado que dejaría a la lavandería del hotel).

Sin embargo, y aun con la inquietud y pesadumbre que le suponía la mancha en su prenda, se despidió abrazando a sus amigos, que le dedicaron la última mirada de preocupación.

Como en el barco que se hunde, el último en percibir la magnitud de la tragedia es, siempre, el capitán que, aferrado al timón, pretende superar las adversidades incluso sacrificando su vida.

Decían que el lenguaje era incapaz de nombrarla. Aseguraron que la pintura no encontraba el color adecuado para retratarla. Incluso la escultura se antojaba un arte menor para difundir su plenitud.

Y él la continuó buscando, escuchando la cadencia de los sonidos que, como los pasos perdidos, siempre llegan amortiguados.

Deseoso de encontrar algún retazo de indicio.

Sin rumbo, guiado por la supremacía del icono soñado.

Y, en el plomizo ahogar del bochorno de aquella noche que avecinaba el verano, principió una oración desconocida.

Descreído. Íntegro... y malévolo.

Y la música se le volvió a aparecer y, entre susurros y silencios, le dibujó el perfil desdibujado.

Caminó. Anduvo kilómetros y siglos.

Y al frontispicio de sus recuerdos, grabó la sentencia que nunca pronunciaría.

Asumió que, incluso fatigado por los rigores de la búsqueda (vencedor o perdedor en su empresa), se podía considerar el ser más privilegiado (aun cuando, a su alrededor, sólo le observaran rostros de incredulidad e inquietud).

14 junio, 2009

LA CONCIENCIA DEL MAL


Me adentré en la oscuridad... y ya no pienso, quizá ni pueda, volver atrás.

Mis manos acarician una caja de madera muy maltratada por el paso del tiempo.

Siento como alguna astilla se adentra en mi piel... y dejo que el dolor vaya creciendo, lentamente.

Apenas los reflejos anaranjados, de las pocas farolas que permanecen íntactas, iluminan el asfalto de la calle.

No siento temor, avanzo decidido sin conocer mi rumbo.

El tiempo parece detenido, pero el curso de los acontecimientos no entiende de segunderos que corren a velocidades monótonas.

Nadie puede verme, desaparezco en la sombras, en el tenebrismo de una noche que se antoja de verano sin serlo.

Una presencia sigue mis pasos... supongo que es el Mal. O, quizá, única y exclusivamente su conciencia.

Abro la caja.

Extraigo un bello pañuelo blanco con encaje y aprecio, acariciándola con mis secas manos, la letra bordada. Recorro sus perfiles, zigzagueantes, algo abombados, simétricos ante una hipotética línea que la partiera por su medio horizontalmente.

Recuerdo aquel amanecer, únicamente violado por el ruido del agua cayendo sobre el césped y por los vuelos de las aves soñolientas.

Y atesoro imágenes y destellos que auguro como míos, pero que se antojan ajenos (como si las sensaciones tuvieran título de propiedad cuando se viven en una especie de arrendamiento temporal o circunstancial).

La presencia me habla en un lenguaje confuso.

Niego y me limito a arrojarle la caja, apretando el pañuelo contra mi pecho, como esperando que la letra fuese de fuego y pudiese estamparse en mis entrañas. O, al menos, que consiga dejar su rastro en mis ropas y esa nimiedad sea útil para aferrarse a la verdad.

En dos lugares muy separados del Mundo amanece con una hora de diferencia.

Y el silencio y la ceguera abrazan a la confianza.
La presencia vuelve a visitarme y únicamente de mis labios, musitada, sólo una pregunta que, ahora, no consigo recordar.

13 junio, 2009

FANTASMAS


Cierta noche, en un romántico restaurante (con velas y vino) del Bairro Alto de Lisboa, cenando en un ajado sillón que debió de haber pertenecido a alguna insigne y acaudalada familia francesa de varios siglos pasados, cinco niñas paseaban por el invierno de las calles de Berlín.

Sólo tres de ellas miraban, entre coquetas y suspicaces, al fotógrafo que pretendía tomarles una instantánea cargada de realidad, como el cazador que, portando únicamente una videocámara, se dedica a estudiar el comportamiento de las piezas en el bosque.

Otra, distraída, comía un bollo, mientras con la mano izquierda sujetaba un fardo de cartas con los deseos e ilusiones que enviaba a los Magos de Oriente.

La última, ocupando el segundo lugar por derecha, apenas unos pasos más rezagada que el resto del grupo, no escondía su enfado y se encogía junto a los paquetes que, apretados contra su pecho, parecían desbordarla. Pero en su rostro se adivinaba el resquemor del olvido del lazo azul que, casi todos los domingos, adornaba su precioso pelo y que lo convertía en la luz ante la cual todos, obnubilados, se detenían.

Acechaban mi presencia desde el velador en el que habían sido dejadas, en una reproducción moderna (y troquelada) que asemejaba tiempos pretéritos, de mayor rigor.

Y, en ella, en la mirada esquiva de la niña contrariada, aventuré un futuro sin poder asumir si estaba reservado para mí.

Después, la imaginación se desbordó en el cuaderno negro:

"Agáchate, y pégate a mí, si quieres evitar que el zumbido de las palabras del fuego amigo acabe con los sueños.

O mantén, quizá, que las diatribas del insomne lunático son menos certeras cuando refieren sensaciones sobre los reflejos luminosos que avanzan, de madrugada y lentamente, hacia la Luna.

Algunos, posiblemente demasiados, aseveran haber estado allí.

Aunque, si las palabras de aquella vieja mujer de la oscura esquina del Santuario son veraces (y su desaliñado aspecto refuerza su perorata), únicamente los que ahogan pensamientos y sensaciones al recorrer los caminos que se le antojaban imposibles pueden transitar con elegancia la delgada frontera delimitadora del bien y el mal.

El Sol siempre castiga a las mentes más inquietas e invictas por Morfeo".

Y, en el bolsillo final del cuaderno, custodié la pequeña imagen, aguardando, sin prisa, a que, hoy, tuviera sentido evocar esos fantasmas que habitaron mis pasos en Portugal.

Como aquél otro que se presentó en la argéntea Plaza de la Candelaria en su condición de Virrey de Perú y que, sólo las noches más sensibles, vuelve a mis conversaciones.

09 junio, 2009

EL LEÑADOR


La nieve tinta de blanco el bosque y un viento escarchado agita el silencio.

El leñador se ajusta el raído gorro de lana a su cabeza.

Siente el doloroso frío en las manos, pero le gusta notar el roce de la madera del mango del hacha cuando la porta, como una prolongación de su propio brazo, como la vida que continúa desde el hombre hasta la Naturaleza, cuando golpea, con severidad y rotundidad, los troncos.

Una ardilla, cual saltimbanqui, piruetea para apenas rozar la nieve...

El hombre la mira enternecido mientras sigue ahondando sus botas por el camino.

Apenas un gesto, siquiera un recuerdo.

Tararea una antigua sonata que su padre le enseñó una mañana inhóspita e insalubre, como ésta que, ahora, acoge sus diatribas.

Hace demasiado tiempo. Tanto, incluso, que ya ni importa (ni interesa) su medida.

Tanto que olvidó la fragancia de las entrañas de aquella mujer, mas no su rostro, ni su sutil compostura.

El sendero se convierte en más y más escarpado y el leñador deja caer sus hombros, mientras la hoja afilada del hacha acaricia la nieve, silbando una cantata indescriptible.

De repente, ante el árbol más alto, el hombre suelta el hacha. Busca en sus bolsillos y extrae una pequeña navaja con la que comienza a inscribir en la corteza.

Una sola letra, bien construida, sobria, rígida...

Después, la mira fijamente, se desploma en el suelo, sus rodillas sobre el borde del hacha y, sin inmutarse, traza dos líneas horizontales que parten de sus muñecas hasta el antebrazo.

La sangre inunda la nieve, coloreándola y otorgándole vida.

La letra se ilumina.

El leñador expira.

Y la ardilla, ajena, reza para que llegue la primavera.

07 junio, 2009

DOMINGOS Y PREGUNTAS


Sospechaba que el corazón le latía varias pulsaciones por debajo de lo recomendable, pero su aletargamiento era más espera que descanso...

Sostenía, entre sus manos, los distintos libros que guardaba en la vieja cámara de la antigua casona que había pertenecido a sus abuelos...

Y continuaba sintiendo esa sensación tan extraña de adivinar los títulos entre el polvo que cubría las tapas de unos volúmenes que, en silencio, acusaban el rigor del olvido y la estrechez de las vidas aceleradas.

Entonces, quizá por esos guiños que el Destino siempre atesora para instantes de debilidad, notó como un movimiento, continuo, suave, como el correr de un animal muy pequeño, como el caminar acelerado del más infame de los insectos, le recorría la pierna y, entre asustado y sorprendido, soltó el libro, cayendo al suelo la señal que todavía conservaba entre sus páginas.

La giró con cautela y sonrió al evocar las antiguas aventuras que la estampa, que reflejaba el primer plano de una imaginería, le devolvía al recuerdo.

Como en un repentino viajar, se colocó en los bancos de aquella pequeña capilla y recordó sus oraciones ante una Virgen que, según los miedos de una pandilla de escolares revueltos en primavera, movía las manos.

Y expió parte de sus pecados.

Supuso que ella, ahora, le vería recorriendo los destellos de diamante que las pieles más claras (casi transparentes) muestran justo ante de entregar, en espasmos, el triángulo del monte perdido. Como el pobre diablo que se ve doblegado por las tentaciones susurradas mediante confidencias, a media voz, en los locales repletos de humo y alcohol.

Y él, genuflexo para recoger el libro que violentamente había caído en el suelo, se descubrió preguntándose cómo sería una tarde de domingo dejada en sus brazos (evitando configurar otras imágenes que fueran a golpearle de un modo más certero). Y, contrariado, maldijo determinadas imposturas rigoristas del tiempo.

Sostuvo las poesías de Rilke, en un compendio mal traducido y peor encuadernado, y las depositó junto al resto de obras.

Entonces juntó sus manos, ansiando recuperar el pálpito desprendido por el abrazo que, furtivamente, habían compartido con aquéllas de ensueño.

Y entendió que la magia se ubica en el terreno que media entre lo cercanamente soñado y lo conscientemente evitado.
Y el resto son las palabras del horror en cántico interesado y disoluto.

Abandonó la estancia y permitió que las preguntas se resolvieran con el desconcierto de tres puntos seguidos...

01 junio, 2009

TORMENTA


Y, sobresaltado, casi en un espasmo, desperté...

El cansancio me abotargaba, pero el sueño me había abandonado.

Con la confianza con la que se asientan las verdades, noté un suspiro, cercano, que me susurraba al oído palabras ya conocidas.

Y el hielo parecía fragmentarse en el interior del iceberg.

Pero la noche aún continuaba reinando en el exterior y el Sol apuraba su descanso, cediendo protagonismo a la luna llena que irradiaba en el firmamento.

La secuencia verbal, de nuevo, y el sudor frío recorriendo mi espalda... con idéntica frialdad a la del sable afilado que rasga la seda.

Después, el hundimiento de un barco. La imagen de una colección de féretros, en la bodega, que entrechocan movidos por las olas.

Y el viento golpeando las maderas de las contraventanas, hasta astillarlas y arrancarlas de sus propios goznes.

La voz me recrimina la tardanza y me orienta.

Veo un camino que se bifurca. Una alimaña de color grisáceo me saluda, mostrándome una boca huérfana de dientes y la boca chorreando sangre fresca.

Creo adivinar, al fondo, un precipicio que culmina ambos senderos.

Y la presencia, me invita a pasar.

En el exterior, se libra una batalla que culmina en el amanecer, pero la luz no es reparadora y tiñe de escarlata el cielo en su inmensidad.

En mi interior, escucho voces que aconsejan mi rendición ante el sueño, pero el sueño huyó dejándome sin sueños.

Y la voz, su voz, se aleja, pero acierta a decir, o, al menos, yo quiero comprender, una última frase: "Busca las respuestas en el lugar que guarda el silencio".

Los tiburones sonríen. El hielo fragmentado puebla el mar. El animal se lanza por el precipicio.

Todos sueñan.

Y una sombra, angustiada, peregrina anhelando encontrar el alivio a su vacilación.