28 julio, 2009

DECLARACIÓN DE FALLECIMIENTO


"Por la declaración de fallecimiento cesa la situación de ausencia legal, pero mientras dicha declaración no se produzca, se presume que el ausente ha vivido hasta el momento en que deba reputársele fallecido, salvo investigaciones en contrario. Toda declaración de fallecimiento expresará la fecha a partir de la cual se entienda sucedida la muerte, con arreglo a lo preceptuado en los artículos precedentes, salvo prueba en contrario". Artículo 195 del Código Civil español.


El taxista decidió que asesinaría al próximo cliente que no le saludase.

Amartilló su pequeño revólver, giró el cartel hasta dejar a la vista el lado de "libre" y la facción izquierda de su rostro se iluminó de verde cuando la luz de señalización se encendió en lo alto del vehículo.

No estaba siendo, en todo caso, un día mucho más terrible que el resto.

Llovía, el parabrisas chirriaba arañando el cristal, las parejas se escondían al arrullo de los paraguas y los policías se empapaban mientras intentaban dirigir el tránsito (caótico) circulatorio de la ciudad.

En algún lugar de la ciudad, su esposa intentaba calmar los ánimos de cinco vástagos algo desnutridos.

En otro, no tan lejano, el mayordomo de la familia del consejero delegado de cierta empresa multinacional enviaba a la basura más de la mitad de un suculento cordero.

La calle serpenteaba y las luces de las farolas recortaban el perfil serio, severo, del conductor.

Ninguna mano se alzaba desde las aceras.

El informativo radiofónico mentía respecto de las causas de un seísmo (grado 7,3 en la Escala de Ritcher) acontecido en Veracruz.

Del gigantesco, y absurdo, edificio acristalado brotó la figura de un hombre que peleaba con su maletín y un teléfono móvil para intentar cerrar el paraguas. La lluvia le calaba su impecable gabardina.

"A Vía ______________, número 34".

El taxista apenas movió la vista hacia el espejo retrovisor. Ajustó el volumen de la radio para que la conversación del ejecutivo no le molestara. Introdujo la primera marcha, presionando con destreza la palanca de cambios y sintió como el motor se revolucionaba mientras soltaba el embrague.

Segunda. Tercera.

Apenas a trescientos metros, giró hacia la izquierda para tomar la vía de salida de la ciudad.

El habitante del asiento de atrás continuaba su perorata en el teléfono móvil.

Avanzó, a gran velocidad, por la autopista, hasta alcanzar la zona de descampados que precedía la lujosa urbanización.

Frenó paulatinamente.

El gesto del cliente tornó en una extrañeza banal, inservible.

Los disparos quebraron el silencio.

Varias horas después, el servicio se encargó de recoger la copiosa y variada cena que esperaba al asesinado. Era la segunda vez que el mayordomo se veía obligado a visitar los cubos de basura en el mismo día.

Tan sólo diez años más tarde, el tercero de los hijos del taxista recogió, del Registro Civil, la declaración de fallecimiento de su progenitor.

Nadie imaginó, sin embargo, que aquel revólver únicamente contaba con una bala en su tambor.

26 julio, 2009

EL MAR DE LAS 13 ROSAS BLANCAS


Y anduve, en la noche,
deteniendo mi respiración
en cada uno de los lunares
que se alzaban en tu espalda desnuda,
como cuentas de una letanía de honestidad.

Y persigné inquietos desvelos,
rodeando el calor de tus suspiros
con mis atenuados abrazos,
como el pájaro que olvidó su camino de regreso
en la delgada línea que nos separaba del amanecer.

Nunca, en el torrente de la mañana lluviosa,
resquebrajé el recuerdo tu imagen recién desperezada.
Y, en el clamor epopéyico de un aciago despertar,
sólo el aliento del ron retumbaba en mis castigadas sienes,
insufrible melodía de diapasón inquebrantable.

Sin rechazar las llamadas que remitió la soledad,
al cobro revertido de mi único y propio existir,
adopté trece rosas blancas y mustias en el alfeizar de la ventana,
desde la que me propusiste, un día, volar,
el epicentro de un terremoto que, por entonces, creíamos libertad.

Y sus pétalos,
henchidos de un profundo sentimiento de amor,
se condujeron por el aletear de aquel aire.
Sin ánimo para consultar alguna destartalada hoja de ruta
que variara su irremediable final en un mar de desesperación.

Y tú, envuelta en la prostituida y aséptica seguridad de un abrazo ajeno,
decidiste esquivar aquellos sueños adolescentes,
preñados de color e ilusión,
reescritos en la pared de la casa abandonada,
en los que no sólo los pájaros podían volar hacia un mar en calma.

A salvo de las corrientes marinas,
en un rincón alejado de la populosa presencia en la playa,
un niño anciano siente como la arena le dispara sus proyectiles movidos por el viento.
Y recuerda el perfume de los pétalos de aquellas rosas,
y entorna sus ojos, adivinando, a los lejos uno de ellos remontando las olas del mar.

EL POEMA MÁS TRISTE DEL PRESENTE MILENIO


Hoy, o cuando quiera que leas estas líneas perdidas en el espacio, desconocerás que logré escribir el poema más triste (y aterrador) del presente milenio.

Ahora, mientras reposas en el confortable abrazo reconocido, las letras de esa creación anidan en la papelera, hechas añicos y cubiertas por el polvo blanco que mi organismo no supo asimilar.

Y, sin embargo, impotente ante el teclado erosionado de mi ordenador personal, recuerdo el lindo entrecerrar de tus ojos dormidos.

Me imagino dibujando líneas curvas que unen los lunares de tus brazos.

Y deposito, en ese limbo en el que habita la maravilla, los besos que dejé en el pelo que caía sobre tus hombros.

Ya no acierto a recordar a qué sabía el último licor compartido.

A buen seguro, y si el periódico no me engaña, los sueños de ciento cincuenta y seis guerreros se cumplirán, en la tarde de mañana, en el pavés del centro del Mundo.

Cuando decidí el último verso, en la ventana se reflejaba el alma inquieta y desvalida del artesano que desconoce la alquimia para fabricar la más cuidada pieza.

Ahora, sí, ahora que los ávidos e insaciables mosquitos pretenden apoderarse de nuestra sangre... Ahora que los cuerpos desnudos (adivinados) se nos antojan más cercanos... Ahora que las palabras dicen todo pero se antojan menos vigorosas o ecuánimes.

Ahora que el tiempo juega en nuestra contra.

Rebusco en la papelera y, como un arqueólogo, extraigo los fragmentos de papel.

Releo la obra... y una piedad infinita se apiada de mí.

En las sábanas vacías advierto rastros de algo que, en su momento, pudo originar algo más que ilusión.

Envío un beso al cielo y perpetúo mis oraciones sin atender al recorrido de tus piedras.

Y, por segunda vez, quiebro el poema más triste del presente Milenio... para, sin temor, encaminarme a alzar mi voz en el papel.

Y, mis dedos, inquieren porqué han de evitar el roce de tu piel.

24 julio, 2009

E.B.


Eres la inspiración silente que, como aparecida en un océano de quietud, resquebraja mis sensaciones y explosiona el manantial de mis palabras.

Sólo así se comprende el tremendo ardor que me atenaza en esta canícula, insoportable, regada por licor y decepción.

Cuando evoco el pasado (tan reciente) y tus preguntas (quizá incrédulas) que me reprochan mi osadía (que, sin embargo, pretendía ser honestidad).

Desestimaste el privilegio protector de la curatela guiada por el simple impulso de la intuición sensitiva.

Con tus silencios, construí un castillo de pesar desde cuyas almenas vislumbro una caída libre sin atender a que el sujeto paciente de la catástrofe no soy otro que yo.

Cuando Unamuno, en su eterna Niebla, aludía a la figura de un paraguas, como símbolo metafórico en su posición cerrada, desconocía el significado de comunión en las tardes del aguacero que cubrieron el verano de Madrid.

Estrecho mis temores ante los colores de las cuentas que guían mi oración.

Temo haber errado.

Imploro un perdón que, en todo caso, asumo no voy a encontrar.

Recuerdo que aquella primera vez que, desconocida, inspiraste mis sensaciones y mi agudeza sensorial, el tiempo y los relojes eludían algunas historias de sangrientos asesinos seriales.

Y mis crímenes estaban expiados.

Y la lluvia era un incómodo elemento que mojaba las suelas de mis zapatos.

Ahora, imploro que las nubes encapoten el cielo de este rojo y negro que, alguno osados, denominan Madrid.

Y persigo la noche en la que mis palabras no retumben en tus oídos carentes de creencia.

Mientras, el amor se me escapa, a borbotones (como el burel que recibe la estocada certera), en poemas que desearía no tener que firmar.

21 julio, 2009

FANTASMAS


En la estancia, al fondo, colocado para ser rozado por las cuidadas cortinas, orientado con objeto de que la luz le otorgue un brillo mayor, hay un piano. Desocupado.

La última partitura se halla desparramada sobre las teclas blancas y negras, en un equilibrio peligroso y carente de vigor.

La madera que cubre el suelo se encuentra astillada y se cuenta por decenas el tiempo que no ha sido convenientemente acuchillado.

Los techos son altísimos y la humedad se ha apoderado de varios rincones, dibujando amorfas imágenes que parecen evocar rostros humanos, diletantes, agonizantes... incorruptibles.

En la antigua repisa de la cómoda dieciochesca, un trofeo cuya plata está cochambrosa y una pantalla de polvo que recubre una exigua bandeja de cerámica cuyas asas se encuentran rotas.

Sobre la larguísima mesa que ocupa el centro de la sala, alguien ha dejado un libro de poemas abierto, aproximadamente, por su mitad.

Byron. Su Manfredo.

A los márgenes, y con el carboncillo del lápiz con el que fueron escritas casi borradas, anotaciones de un idioma incomprensible y hechas en trazo grácil.

Algunas sillas parecen ligeramente desalineadas respecto del conjunto.

El retrato de la que asemeja ser la vieja matriarca de la familia, torcido, preside el muro central, adornado por dos columnas jónicas.

El fantasma pasea tranquilo. Ajeno al tiempo y a la realidad.

La partitura se recompone y la sonata arranca, rompiendo, intimidatoria, el silencio.

Un grupo de tres muchachos, mientras, camina sin rumbo fijo.

Sus miradas se dirigen hacia el infinito, que refleja el final de sus días.

El sonido se apaga, dulcemente. La noche cae. El cuadro se reajusta y las sillas se recolocan.

El silencio se adueña de la estampa.

Y la madera cruje al soportar el peso de un alma errante.

Las hojas de la partitura cubren el suelo a los pies del piano.

19 julio, 2009

NOTAS DE SUICIDIOS


Segunda acepción del término "suicidio" en el DRAE: "m. Acción o conducta que perjudica o puede perjudicar muy gravemente a quien la realiza".


Tras varios años de infinitamente triste compilación, Marcel decidió sacar a la luz un breve tomo dedicado a las notas manuscritas dejadas por los suicidas.

En su investigación, además de tres años, varios cientos de miles de kilómetros y múltiples y funcionales habitaciones de hotel, había observado una pulcritud y entrega que, en ocasiones, se confundía con obsesión.

Tal actitud le conducía, en determinadas ocasiones, a no aceptar como válida para su propósito la fotocopia de una nota que le era entregada por algún funcionario que investigaba el caso o por un apenado deudo.

Quería impregnarse del trazo original, de los recovecos y pericias de la mano que, acto seguido, iba a acometer el último acto, el definitivo, del que no cabe marcha atrás...

Discurrió y aprehendió universos extremos y marginales. Recopiló intrahistorias cargadas de desesperación y dolor, unidas, en la mayor parte de las ocasiones, por un denominador común, la soledad y el exceso de sensibilidad y reflexión.

Cuando su maleta estaba cargada de trece (la elección numérica no fue causal, huelga matizar) expedientes íntegramente documentados, Marcel emprendió el viaje de vuelta a su hogar, para redefinir las notas y el bosquejo de obra que guardaba en su ordenador portátil.

La negociación con su editorial fue auténticamente cruenta, acostumbrada como ésta estaba a recibir del escritor obritas más fácilmente digeribles para el grán público (según expresión literal del Director Financiero) pero, finalmente, Notas de Suicidios resultó publicada, convirtiéndose en el mayor fracaso literario del último año del siglo.

Marcel jamás supo entender (ni asimilar) el rechazo del público, de su público...

Pasados varios años, y con dos novelas más en el mercado que remontaron mínimamente la opinión generalizada del autor, Marcel evitó la multitud de Grenoble y se confinó en la bella e intrigante Kalkara, donde esperó, con resignación y cierto dolor por la condena cosechada por Notas, la hora de su muerte.

Unos quince años más tarde, una mujer se adentró en el Cementerio Naval de Kalkara.

Buscaba una lápida que, tras varios infructuosos intentos, se alzaba a su costado izquierdo.

Agachó sus rodillas y depositó un libro y una nota manuscrita.

Después, con pasó firme y un puñal entre sus manos, se marchó.

El viento arrastró el papel desde el cementerio al mar. Sus aguas acogieron, en su seno, la última confesión de aquel espíritu atormentado que había sido capaz de burlar el imperio de la ley, pero no el de su propia conciencia.

ASCUAS DE BRASERO


El calor del brasero llega tímidamente a sus piernas, cobijadas en las faldas que cubren la mesa, la cual, evidentemente, no para de cojear.

La lámina enmarcada que cuelga de una de las paredes representa la visión de una calle repleta de ventanales. No por casualidad, en un lugar preferencial del borde izquierdo, se adivina el letrero de la misma.

Calle Acuerdo, puede leerse.

La ciudad, retratada a principios del siglo pasado, muestra una estampa de cordialidad, con aceras concurridas y rostros anónimos generadores de confianza. La guerra estallaría después.

El gato pasea sus pezuñas por el desigual suelo y, haciendo un escorzo, se encarama al regazo de su dueña. El animal desprende un sospechoso calor que presagia la relajación, excesiva, de sus miembros.

Sobre la mesa hay ediciones atrasadas de revistas que elogian el buen gusto en la decoración. El papel satinado y las fotografías a todo color (especialmente luminosas) transmiten el deseo de explotar el colorido y la maravilla.

En la cocina, el fregadero rebosa de platos y cacharros pendientes de ser lavados.

De la librería, que ocupa un privilegiado rincón en el salón, repentinamente, cae el Diccionario de mitología griega y romana de Pierre Grimal.

Tras la puerta de la antigua habitación del servicio, una cucaracha intenta hacerse paso entre los hierros de una cama plegable y las cajas de zapatos.

En la calle, las sirenas conforman una insoportable sinfonía que parece no tener fin.

El ruido de motores de avión preside un tiempo incierto que no se definiría ni como tarde, ni como noche.

El Mundo parece no detenerse, excepto entre esas cuatro paredes.

Cuando la espera no es desesperación, ya nada se erige en realmente importante.

Y la mujer, retirando al gato con un envión al suelo, se limita a remover, bajo las faldas, las apagadas ascuas del brasero.

Los periódicos anunciaron el final del conflicto bélico varias décadas atrás.

Pero, para la mujer, la guerra aún no ha terminado.

PARIS


Paseo por Paris, bajo un aguacero inopinado e inesperado en este gris domingo de finales de julio.

Ahora, con ese sosiego que proporciona el sexo recién hecho, puede que cohabites en sábanas conocidas.

Escuché voces, en este peregrinaje por calles de nombres imposibles, que me referían el valor y el coraje de una apuesta continuada, so pena del yerro o la derrota (que son males menores cuando se pelea por la victoria).

E, igual, en algún ático, el viento de la madrugada esté erizando el vello de tus brazos sin que recibas esa caricia y protección que alivie tal sensación.

En la habitación de mi hotel, junto a la botella de whisky que adquirí en el duty-free del aeropuerto, dejé mi cuaderno (en el que pergeñé una composición inspirada por ti [por tu ausencia]) y mi teléfono móvil (esperando que, a mi regreso, algún aviso de mensaje de texto [tuyo] hiciese que mi corazón rebotase como en otras madrugadas).

Y, mientras, en la edición papel del rotativo independiente de la mañana que compro en un kiosko de la Rue Mouffetard, las noticias no me ilustran sobre tu congoja y mi obsesión.

Mis pasos intentan evitar los charcos que adornan el asfalto de una ciudad que acoge, no sin esplendor, el final de la gran ronda ciclista. Los peatones chillan al paso de la multicolor serpiente y, sin embargo, mi mente se pierde en otros laberintos menos deportivos.

Mi reproductor musical ha agotado su batería justo cuando Nacho aconsejaba evitar los terrenos del amor (jugar a ser malo es dar de bruces con el Mal).

Y, en la habitación que vela tus sueños, las pesadillas te visten de blanco radiante y resumen el dilema que se resuelve por la comodidad.

Necesito algo más que un billete para viajar en la noria para templar mi lamento.

Los gritos y las alegrías de los corros de niños que chapotean y ensucian sus mocasines me resulta, a iguales partes, esperpéntico y patético.

Evito pensar en el rostro joven de un infante con tu sonrisa y mis compulsivos movimientos. No sé sufrir en cuestiones de honor.

Curiosamente, murió el hombre más viejo del mundo (Henry Allingham)... y la lluvia se empeñó en traspasar la endeble tela del paraguas que compré a un vendedor ambulante que me sonrió tras visitar la Basílica del Sacre Coeur.

Llueve en París.

Y lamento, sin cesar, que mis palabras no redimieran algunos crímenes pasados.

18 julio, 2009

OASIS


Vivo en un tortuoso desierto,
la conocida prisión de ataduras creadas,
resaltada por el inútil brillo de tarjetas de visita
que entregué en la antesala de acuerdos favorables.

En ocasiones, entre el hastío,
me refugio en un oasis,
que como intermitente Guadiana,
se manifiesta y desaparece.

Me adentro en el embriagador perfume de su brisa,
y refresco mi insorportable sed,
dejando que mis labios se lleven
el suave y refrescante beso del agua.

Pero la política de corrección y vigilancia imperante
pretende impedirme la estancia continuada,
y como el más aterrado de los proscritos,
huyo de la presión para resguardarme en el oasis.

La tregua concedida se evapora con rapidez
e inocula un irremediable y apremiante deseo de revisitarlo,
de recuperar esas sensaciones indescriptibles
que abundan más en la pureza por su carácter vedado.

Siento, en la permanente huida,
rumores a mis espaldas que ululan furiosos,
intentando inclinar, en mi contra, la balanza justiciera de una diosa
que desconoce el significado del pecado de amar.

Por ello, mientras el dorado de las tarjetas silba a mi lado,
continúo dirigiendo mi mirada al infinito, absorto,
y desciendo entre las dunas, rápido, esquivo, indolente,
deseoso de caer, preso maniatado, ante los azares del oasis.

17 julio, 2009

EL LIBRO Y LA ISLA


Cuando retiró aquel volumen de la biblioteca del municipio en el que disfrutaba de sus vacaciones veraniegas no percibió ninguna sensación extraña.
Sentado a una mesa en la única terraza de la Plaza de Armas, dejó pasar el tiempo saboreando un helado cóctel que el camarero había regado con alcohol generosamente.
Desde la protectora sombra que le cobijaba podía estudiar los movimientos de la gente que desafiaba el asfixiante calor de la tarde. Con dudosa pericia reparaba en los zapatos, intentando imaginar el rostro y la apariencia de sus dueños y errando en la mayor parte de las ocasiones.
El libro reposaba, desafiante y pausado (como el león que se aposta, señorial, entre los matorrales) en una de las esquinas, hasta que, de una vez por todas, se decidió a escudriñar la contraportada.
La edición no refería un breve resumen del argumento, ni tan siquiera en los interiores del mismo. El autor, joven filólogo escandinavo que acumulaba, entre otros méritos, la asistencia a diversos cursos de escritura creativa, estimó innecesario colocar una fotografía (a final de cuentas, pensó el hombre, los rostros conscientemente capturados se muestran incapaces de aportar algo de especialidad o verdad... y concluyó aplaudiendo la actitud del escritor).
Apenas leyó veinte páginas de la novela y se quedó con la irremediable impresión de estar habitando escenarios previamente vividos.
Ese efecto se exacerbó cuando, una vez terminada la testimonial cena (a base de productos ultra congelados y preparados lácteos), encendió dos velas y, aprovechando la mínima brisa que llegaba de la costa, se tumbó en la hamaca del jardín para proseguir con la historia.
Conforme las líneas avanzaban ante sus ojos, se personificaba más en las peripecias del protagonista. Reconocía lugares que había visitado, recordaba rostros y experiencias compartidas, adivinaba retazos de su pasado en la trama de la historia.
Y, de repente, cuando el novelista situaba al personaje en una apartada isla, en el epílogo de la escapada acometida pretendiendo dejar atrás las huellas de un amor imborrable e inalcanzable, el hombre presintió que el paralelismo ya no existía pues la similitud se convertía en univocidad.
En el último capítulo, el personaje se aislaba en un jardín y leía el antiguo texto de un desconocido autor hasta que, vencido por el sueño, se desmayaba y sus constantes vitales descendían hasta el más súbito y embriagador deceso.
La muerte más dulce e inesperada.
En ese instante, el hombre se levantó precipitado, intentando esquivar el miedo de que una sutil y atrapante modorra se apoderara de su cuerpo.
Más repuesto, al día siguiente volvió a acudir a la terraza de la Plaza de Armas y, sin otorgarle mayor importancia, recuperó la imagen de la contraportada inmaculada del libro.
Volvió a cenar algo liviano y se enfrascó en la reiterada lectura, llegando al mismo pasaje y volviendo a saltar precipitado al suelo, huyendo... presa de reeditar la concatenación de actuaciones de la víspera.
Hasta que, una noche, no logró escapar, como solía, de un salto de la hamaca.
Y sus párpados comenzaron a pesar, hasta cerrarse.
Sólo en aquel momento la contraportada del libro se escribió, relatando la inacabada historia de una asesino serial que elegía a sus víctimas entre los más fervientes aficionados a la lectura.

14 julio, 2009

EL JARDINERO


Cada noche, cuando había apagado todas las luces de su habitación, acudía hasta su ventana y dirigía una mirada preocupada y sutil hacia el jardín.

Buscaba la imagen de su flor, reina de colorido en un lienzo de creatividad y tonalidad, comprobaba que ésta reposaba, disfrutaba de su belleza, extasiado, y rezaba una oración que alejara el influjo de todos los males y augurara los mejores presagios en su crecimiento y cuidado.

Cuando los primeros rayos de sol iluminaban la estancia, el jardinero se desperezaba y caminaba con presteza hasta su garita, en la que guardaba los utensilios perfectamente ordenados y limpios.

Siempre sus primeros y últimos cuidados eran para ella.

Atendía su perfil desde todos los ángulos posibles. Apuntaba sus movimientos, sus desviaciones, el color de todas sus hojas, apartaba las pequeñas motas que el viento arrastraba hasta su tallo y la regaba con el mimo y esmero que hubiese puesto en desnudar a su amada.

Después, con la satisfacción del trabajo bien hecho y la conciencia tranquila, se dedicaba, con más celeridad, al resto del vergel, sin que ninguna de las plantas atrajera en exceso su atención.

Y, justo antes de marcharse, volvía hacia la reina de sus inquietudes y desvelos, y con fineza y pulcritud, besaba sus labios delicadamente, hasta impregnarse de su aroma más profundo.

Fue una noche de tormenta y relámpagos, que prendían la habitación de lumínico resplandor, cuando la alteracíón quebró su sueño y le devolvió el ingrato reproche de su flor, que le recriminaba, con esa punzada de dolor y temor, su ocupación con el resto de la floresta.

Y, como el loco que escucha las voces del pasado, se adentró, desafiante, en la oscuridad y en la lluvia, para, desaforado, arrancar con sus propias manos los frutos de años y años de trabajo.

Expurgando como el huracán que, a su paso, arrasa casas y árboles, automóviles y quioscos de prensa.

El resultado, tras la inmensa y frenética poda, dejó huérfana a la flor.

El jardinero entregó su corazón ante ella y, como en el esplendor del resurgir, la planta desprendió uno de sus pétalos, el que aprisionaba parte de su estigma, y se entregó completa y verdadera, pura, al jardinero.

La tormenta amainó... y el hombre se olvidó del resto del mundo.

Y la riqueza de los colores dejó paso a la majestuosidad individual.

Sólo en ese instante, el jardinero comprendió la grandeza de su carácter lunático.

LAS ALAS DE PAPEL


El rumor de una memoria recóndita trae consigo los recovecos del amor adolescente, virginal, sorpresivo...

Habla de una piel blanca, casi transparente, ojos azules, con un hálito de presteza y belleza antigua, comedida, sin dispendios... la de aquellas mujeres silenciosas que parecen no pisar el suelo pero van marcando su impronta allá por donde pasan.

Y, en la pared de ladrillos del instituto, una vieja leyenda: "libros prestados nunca serán devueltos".

Quizá sea cierto aquello de que se ama en silencio, como se cometen los asesinatos.

También se sufre en silencio. Con el único consuelo de las palabras, que son mudas... pero nuestras.

Como un pecador arrepentido antes de errar, sólo escribí con lapicero tu nombre en los pupitres.

Otros rayaron, para la posterioridad, unos amores mucho más efímeros.

Ahora, medito, acompañado por un Martini blanco y un libro de poemas de Rilke, sobre la certeza de unas sensaciones que debieran, sino resultara excesivamente pretencioso, denominarse amor.

Y como en aquella tarde estúpida, adopto costumbres ajenas para marcar mis libros con un signo manual y caligráfico que copié de ti.

Dudo si mis pequeñas (y desviadas) evocaciones llegaron a ocupar un lugar en tu corazón, desde aquella fría mañana de invierno, con cristales empañados y jardines en los que la escarcha continuaba regalando, en la que, ante toda la clase, me obligaste a leer un estúpido poema de amor que, desafortunadamente, no me había sido inspirado por ti.

Los parques me siguen susurrando tus confidencias y, en estos extraños días de conmoción, el pánico de adolecer de falta de precisión y realidad me persigue.

Porque toda palabra dicha es culpable de su limitación.

Porque para revelar algunas pasiones, nunca valió ningún mecanismo (humano) de expresión.

Y muchos, necios, continúan recelando de los, a su juicio, trasnochados duelos de honor.

Hoy, que mi corazón pervive en su inquietud, quiero detenerme y sonreír... con ese gesto imposible que trae consigo un recuerdo borroso y gris, de patios con charcos y balones cansados de chapotear.

Como aquella vez primera, con el letargo y la inocencia de la primera vez...

10 julio, 2009

TROVADOR


Maldito espejo, al menos miénteme y susúrrame unas palabras tenues.

Sí, confúndeme con sus ojos y transmíteme un mensaje que es irreal y confuso.

Siente esta misma incertidumbre que las nubes transportan a mi inalterable quietud.

Mientras, si así lo deseas, devuélveme la imagen de su rostro esquivo, de su despedida inexistente, de su indiferencia que golpea y aturde.

Perdóname si deseo que esta vigilia no concluya... que el día me despierte y aborde en mí un antiguo cántico de postración.

Déjame maldecir.

Permíteme volver a recorrer líneas de libros que ya había transitado.

O reescribir cuadernos con composiciones que escondí de la luz por temor a que revelan mi debilidad, mi inquietud, mi pequeña liturgia de pasión...

Y, si así consideras que has de obrar, castígame con imágenes que quebraría si pudiera...

Acércame los sueños para comprobar que serán terreno acotado y vetado a mis pisadas...

Cuando creas que la palabra más adecuada es piedad, retorna al diccionario.

Al arrodillarme al suelo, quizá, tan sólo esté implorando un final...

Quizá... maldito espejo que reflejas el semblante de un insomne trovador.
No olvides que reflejas solamente el exterior... y mi interior se alimenta de sensaciones.

09 julio, 2009

LA VIEJA


La vieja permanece muda, con la cara incrustada entre sus rodillas, sentada en el frío y astillado banco de madera.

Oculta un rostro surcado por arrugas, templado, doliente, permisivo con la adversidad, con esa templanza que únicamente los espíritus acostumbrados a la desolación saben mantener.

Su escaso pelo, el mismo que décadas atrás inspirara lindos versos escritos en insomnes noches, se aglutina en una mínima e irrisoria coleta que apenas acaricia el inicio de sus firmes hombros.

Varios visitantes la miran. Buscan sus ojos para personalizar un saludo, pero la mujer continúa absorta, indiferente ante el resto del mundo, reina en su palacio de espejos lleno de sombras y ausencias.

Mantiene un parsimonioso vaivén que hace crujir, suavemente, las astillas que unen los tableros del asiento.

Nadie advierte su salmodia, mientras sus largos dedos recorren las cuentas, redondeadas, de un nacarado rosario que el tiempo mutiló en varios tramos.

El viento sube por sus débiles piernas y le trae a la memoria historias envueltas en cúmulos de vapor y recortadas en viejas fotografías pérdidas en algún cajón ajeno.

En el puerto, algunas mujeres, cubiertas las cabezas con trasnochados pañuelos, esperan la llegada de noticias. Pero las gaviotas no recuerdan el nombre de ningún bergantín de pabellón checo.

Y la mujer tiembla. Nota como se acelera el paso de un corazón que deambula sin más ánimo que el de seguir.

Levanta su mirada del suelo y siente que un grupo de rostros anónimos le devuelven interrogantes para los que no encuentra respuesta.

Y, sobre sus hombros, advierte la pesada carga de un tiempo pretérito que el rencor impidió postergar.

Y, en las líneas que recubren sus párpados, el pesar se acomoda como el elefante que acude al cementerio para exhalar su último aliento.

Y, en sus manos, se escapan las fuerzas para sostener el sueño de la generación a la que parió.

Y sus ojos, cansados, ya no ven más que hacia dentro.

Jamás el popular mentidero comprendió su eterno velatorio a una lápida vacía.

07 julio, 2009

FLECHAS DORADAS


"No te asombres si te digo lo que fuiste, una ingrata con mi pobre corazón, porque el brillo de tus lindos ojos negros alumbraron el cariño de otro amor... Amor de mis amores, reina mía, qué me hiciste que no puedo consolarme sin poderte contemplar. Ya que pagaste mal a mi cariño tan sincero, lo que conseguirás que no te nombre nunca más". Que nadie sepa mi sufrir. Enrique Dizeo.

Roberto (B) dibuja casas con chimeneas sin humo, con el antediluviano Paint, en la pantalla de su antiquísimo ordenador personal, mientras, en el reproductor musical de altavoces rotos, Leonard Cohen principia la versión de un tema de Sinatra.

Descubro una nota, entre montones de apuntes inservibles, que contiene cierto mensaje inquietante.

"La mejor canción nunca compone la lista integrantes en los discos editados".

Sí, la frase más adecuada de la entrevista se pronunció cuando la grabadora yacía apagada en un extremo de la mesa, junto a tazas de cafés agotadas que dibujaban posos trémulos.

Henry (M) me habla de fundas de violines, forradas de suave terciopelo, en la antesala de la sala de operaciones quirúrgicas de un hospital de Medellín.

Desconozco la infección que nos aqueja pero, a nuestro alrededor, sólo veo flechas doradas saltando y exudando mortíferos líquidos...

El pintor me sugiere nuestro parecido a la Leimadophis Epinephelus... y yo no alcanzo a expresarme en términos de inmunidad.

Nadie olvidó que las más venenosas serpientes silban bellos cánticos antes de atacar.

Cuando la taza adornada con un patético "I love you" se aproxima a hacerse añicos contra el suelo, la telefonista imagina los rostros de las voces que se erigen en sus interlocutores . El café es una mancha azabache en los desgastados azulejos.

Cuando quiera olvidar el rebotar de aquel corazón en mi pecho, ya habré aceptado el signo del recuerdo.

Quizá la condena no resida en pretender el olvido, sino en preterir el recuerdo.

Continúo agradeciendo el sonido de la máquina de aire acondicionado que me impide dormir... Siempre es menos doloroso señalar hacia algún culpable.

Si acuden a (mi) duelo, háganme el favor de vestir de riguroso luto. Silben y, si gustan, ataquen a las flechas doradas.

06 julio, 2009

CREPÚSCULO


El parpadeo del neón...
repetitivo, pretende violar la liturgia de nuestro anochecer.
Los ángeles apuran su descanso en algún Paraíso subarrendado a término.

Te pones en pie...
musa, geografía afectiva que me encandila y obnubila la razón.
Cioran sufre en algún “24 horas” la ruptura de sus Silogismos...

Tu mirada...
cómplice, juicio sumarísimo que me condena y sobresee a su antojo.
Creamos el lenguaje del simbolismo, de la pureza consustancial (compartida).

La sonrisa que maquillas en un parpadeo inapreciable...
inspiradora, me ata a tu estela como a un cometa perdido en el firmamento.
Prometimos no prometer. Nuestra victoria estaba en el pasado.

El murciélago que chocó con la ventana nos avisó...
dolorido, “dejad el recuerdo para los filósofos de la gran ciudad”.

03 julio, 2009

EPITAFIO DE PASIÓN


La última voz escapó del armario cerrado.
Las sábanas, embebidas del semen madrugador, levantan su plegaria descreída al cielo.
Los cuerpos desnudos, ebrios de pasión, mantienen su liturgia de conjunción.
Los ropajes, calmos y reposantes en el suelo, confían en el eterno crepúsculo.
La mujer del servicio de habitaciones, hierática y discreta, disculpa los estentóreos gemidos.
La postrera exhalación fue una despedida del existir.
Emborrachemos de realidad las palabras para que vomiten los restos de la vivencia.
Traspasemos la frontera del infierno para ahondar en el pesar que nos inunda.
Las llamas del Averno fueron sofocadas por el reducto de realidad expulsado.
Las cabezas de los dioses vencidos en la batalla del existir ruedan en nuestras dilatadas pupilas.
Sonreíste, desnuda y frívola, mientras el frío filo del revólver se acercaba a tu sien.
Mis últimos restos en la comisura de tus labios saltaron por los aires en el segundo ulterior al disparo.
La sangre ensució la alfombra persa que confortaba tu inane expresión.
Si me esperas a las puertas de las llamas... descubrí que en el cargador tan sólo había una bala.