29 diciembre, 2010

USTED


No le conozco.

Jamás he visto sus ojos enfrentados a los míos.

Y, sin embargo, en la distancia saboreo la incertidumbre de sus pensamientos como si fuera mía.


No he compartido mesa y mantel a su lado.

Jamás pudimos brindar, a la salud de algún deseo futuro, con un caldo suficientemente mencionable.

Y, en todo caso, he visitado los mismos páramos de desilusión que, a buen seguro, ahora acogen sus pasos.


No he descubierto sus palabras más delicadas.

En ningún momento, quizá fuera de aquellas frases que se perdían en una noche de inicio primaveral, he escuchado el tono de su voz al filo del precipicio.

Y, de manera real, me apiado del pesar de sus dolores, que entiendo universales o bastante cercanos como para asolarme.


Usted, que como el vigilante desconfiado, no permite más de una hora sin rodear el perímetro de vigilancia que tiene asignado.


No quiero reflejarle en una letra mayúscula (como aquella vez primera).

He aplaudido, en la soledad de las madrugadas insomnes, su táctica y estrategia (que no evocan ningún lirismo uruguayo).

Y, por alguna mágica razón de honestidad y honor, he decidido perderme en un desierto de interrogantes estúpidos.


Usted, sí, usted... al menos, permítame presentarle mi más sinceros y considerados respetos.

Aunque pudiera creerme lunático o errante, mi castigo no influirá en su futura felicidad.

Y, sin embargo, en esta insomne madrugada en la que le escribo, me reconfortaría pensar que, al igual que yo, divaga entre miedos e incertidumbres... de amor.


Usted, mi íntimo enemigo.

28 diciembre, 2010

LA ARENA DE LOS DESIERTOS Y DE LAS PLAYAS

Determinados elementos del universo se confabulan en aras a evitar nuestra mayor felicidad.
Se escuchó pronunciando la frase y, mentalmente, repitió pedante.

Caminaba lentamente, fijando sus ojos en los de la bella muchacha que esperaba en el portal de la iglesia que permanecía cerrada.
Buscaba deliberadamente su mirada, pero la mujer parecía completamente ajena a su presencia.

Como en tantas otras ocasiones anteriores, comenzó a crear futuras historias en las que los anónimos viandantes (las anónimas viandantes, sería más correcto) alcanzaban un protagonismo destacado.
Se imaginó tumbado, susurrándole su amor a esos ojos ante la playa de Lanikai, mientras el agua cristalina les bañaba de tranquilidad y sosiego.

Ella continuaba sin dirigir el más mínimo gesto de aprecio.
Él se paró a su altura, se retiró el pelo de la frente y encendió, con una parsimonia desmedida, un cigarrillo.
Ella, rápida como un rayo, se marchó corriendo calle arriba.
Él se volvió... y la siguió hasta donde sus miopes ojos le permitieron.

Entonces se recordó caminando.
Solo.
Bajo un sol abrasador que le golpeaba sin piedad.
Dudaba, aunque creía que era la arena del desierto de Atacama.
Recuperó una frase de aquellos días, repetida hasta la saciedad, como un eslogan publicitario que anima a continuar.
Recibió un impacto súbito, como de un tiesto arrojado desde varios metros.
Durmió.
Mucho tiempo.

27 diciembre, 2010

LA CUNA


Hay muy poca luz.

Parece una habitación vacía.

Un tenue y delgado rayo de luz gris se cuela pro el agujero de las tablas de la ventana.

Huele a humedad.

A vacío, a sucio, a historias que aún no han sido reveladas.


De fondo, muy suave, casi como si proviniera de otro lugar, la música de un violín.

Triste, desmayado en su melancolía.

Los dedos de la mano hacen girar el pomo de una puerta y arrastran el polvo que las generaciones fueron acumulando.

El gozne chirría, lamentándose en un quejido amargo y quedo.

Una corriente de aire frío se presenta de súbito.

La palanca del interruptor se acciona, pero la luz no se enciende.

Crepúsculo. Miedo interior.

A la derecha, al fondo, una torre de libros apilados en más que precario equilibrio.

A la izquierda, un balancín arañado por un gato que se coloca en guardia ante la inesperada presencia.


En el centro, construida de nogal, una cuna vacía.

Con las sábanas perfectamente colocadas y levemente abiertas, preparadas para acoger un cuerpecito entre ellas.

Vacía.

Bajo la almohada, un sobre.

Dentro una carta manuscrita.

Al pie, firmada, una dedicatoria que lo explica casi todo.

EL CONVOY


Un hombre camina los vagones que conforman la locomotora del tren que le devolverá a casa.

Su billete no está numerado...

Como un autómata, se coloca en el último asiento, pegado a cola de vagón y canturrea una vieja canción de rock.

Se siente más solo que habitualmente.

Mucho más.

Por primera vez en algún tiempo su inspiración no le alienta a escribir.

Abre el libro que lleva en su maleta y, sorprendido, descubre que lo adquirió en el verano de 2008.

Se pregunta acerca de la causa que le impide acabarlo.

Recuerda una ciudad.

Un escondido restaurante en ella.

Una escena creada en la mente.

Y se siente solo.

Su reloj le informa que lleva, apenas, quince horas sin comer.

Ve su imagen.

Iluminada por las velas.

Difuminada entre las sombras dibujadas por el baile de las llamas.

Tiembla.

Vuelve a recorrer todos los vagones de convoy.

Nadie espera.

Pero la desazón es punzante.

Abre su cuaderno.

Quiere escribir una historia sobre casas de madera en lo alto de árboles imaginarios.

Pero no adopta la decisión.

Comienza un dibujo, pero lo raya apenas iniciado.

Dibuja dos líneas.

Las adorna, flirteando con las curvas.

Llora ... y siente su propia soledad.

EL CALOR DE TU CUERPO DORMIDO

Descubre que eres dueña de mis desvelos.
Atesora en tu interior esa sensación verdadera de propiedad de los nervios alterados.
Asume, con responsabilidad y elegancia, que los silencios y las lejanías que nos escribe el Destino importunan mis constantes vitales hasta límites inabordables.
Siente que este episodio que escribimos juntos solo puede concluir en maravilla o quebrar mis sueños de futuro, que emergen de la cotidianeidad y nos sitúan en lejanas y paradisiacas playas habitadas por ambos... y nuestro amor.
Piénsalo.
Cada minuto sin tu presencia es un sinfín de fantasmas que sobrevuelan mi existir.
Cada segundo en el que evoco tu sonrisa es la necesaria contracción de mi corazón para bombear la sangre que visita mis venas.
Cada campanada perdida, un mundo de ilusiones que escapa por la ventana de nuestra habitación.
Cada mirada, temerosa, a la confirmación de tu silencio, un puñal que se clava en mi interior, agitando las piedras esqueléticas que sostienen mi precaria armadura.

Descúbrelo.
Hemos superado los miedos de las incertidumbres y de las nebulosas.
Hemos vencido las miserables espadas que pretendían preterir nuestros avances.
Hemos obviado el retumbar de las palabras maledicentes que auguraban un futuro inexistente.

Miro tus ojos.
Los imagino en esta distancia despiadada.
Y elevo mi plegaria para habitar, siempre, tu abrazo y el calor que desprende tu cuerpo dormido.

19 diciembre, 2010

BARCOS EN LA GRAN VÍA


Faltaba un botón de su abrigo.

Miraba por la ventana.

Y los barcos navegaban la Gran Vía.


Sabía que la observaban.

Colocó su pelo tras los hombros con delicadeza y tranquilidad, como si nada más importase.

Atusó su foulard y, en el quicio de la puerta, se despidió con un alarido perfectamente calculado.


La nevada del día anterior había dibujado en blanco la imagen urbana.

Mientras la nieve regalaba en su deshielo, los barcos navegaban la Gran Vía, ayudados por las luces de los teatros y las indicaciones del destacamento policial que los políticos señalaron a golpe de ley urgente.

Nadie preguntó nada.

Los edificios se mantenían en pie.


El silencio recogido en cuatro paredes iluminadas por focos de alta luminiscencia.

Los recuerdos enjaulados en una mente dolorida.

La estela de una imagen que abandona la estancia... su espíritu que permanece.

El pánico enmascarado en poses de afectación y lirismo impostado.

El silencio...

¿Escucharon el zumbido de los ordenadores hibernando en una oficina de luces apagadas?


Cierren los ojos.

Anúdense sus bufandas al cuello.

Enciendan sus reproductores musicales.

Quizá Dylan cante que los tiempos cambian.


Los barcos continuaban navegando la Gran Vía.

17 diciembre, 2010

EL PRECIPICIO


El momento más cruel fue cuando decidió revelarme su identidad.

Entonces, ambos miramos a la lejanía y descubrimos, aunque puede que esa sensación fuera únicamente nueva para mí, los confines del abismo.


Antes, ese mismo día, habíamos paseado por la orilla del río, aprovechando uno de los últimos días apacibles de aquel otoño en el que no cesó de nevar.

Hablábamos de Literatura... y de héroes.

Siempre somos redundantes -entonaba en demostración de reproche fingido y polemista.

Yo recordaba como, en la mayor parte de las ocasiones, el acercamiento a las tres novelas que cambian tu vida se produce de modo casual o, quizá, arbitrario. En suma, alejado, en esos prolegómenos, de la solemnidad y relevancia que a uno le gustaría que tuvieran.

Me miraba con ojos atentos y, para atacar mi línea de flotación, jugaba con mi capacidad de resistencia y aludía al tremendismo de mis expresiones y convencimientos.

Incluso, aquel día, llegó a vociferar a los cuatro vientos que había enloquecido (yo) por la lectura compulsiva y que, irremediablemente, mi único remedio sería someterme a un tratamiento intensivo de seriales de realidad virtual las veinticuatro horas del día.

Y, acto seguido, recitaba, del tirón y sin fallar un solo verso, un bello poema de Nicanor Parra.

Y yo, molesto, trataba de recordar el título, mientras mi acompañante tenía la mente puesta en otra tarea.

Quizá -me dije- en la confección de una lista de asesinos en serie a los que enviar una felicitación por Navidad.


Todo sucedió así.

Como una nebulosa en la que el tiempo no ocurría, ni siquiera estaba allí.

Fue cuando evocó la figura de su mejor amigo muerto... demasiado joven.

Pero no le entendí.

Dijo su nombre.

Y ya, juntos, nos asomamos al precipicio.

15 diciembre, 2010

LA CARPA


No vas a atender ese mensaje.
La impostura intemporal resultó ser más caducifolia y antediluviana.
Las luces anunciaban noches de ilusiones, árboles repletos de deseos y una madrugada desviada y preñada de desazón.

No contestarás a esa declaración de principios.
Pudiera sorprenderme.
Aunque, para no quebrar ese compromiso con la honestidad, tengo que postularme del lado de la sumisión.
El taxista inquietó mi pensamiento con una pregunta envenenada.
Y me negué a contestar. Al menos en los términos de un hombre moderno… lúcido.
No tan sorprendentemente, el hombre adujo la imposibilidad, sobrevenida, de continuar el trayecto.

No expresarás tu reacción de vuelta.
Me conduciré en los inhóspitos terrores de la elucubración.
Refugiado, e indeciso, ante un mantel engalanado de brotes luminosos, de joyas ficticias.
Sonriendo sin verdad.
Actuando.
Extrayendo conclusiones de gestos y apariencias.
Dibujando mundos irreales.

No.
No albergo esperanza alguna.
Silencio.
Debajo de una amplia lona blanca en la que el tiempo tejió huecos para mayor gloria del efecto de las goteras.
Un hombre me susurra al oído.
Me revela un episodio perdido en su memoria.
Me habla de ti… y de su última actuación.
Me enseña el final… entre silencios.

EL VASO DE METAL


El hombre tenía miedo a decir las palabras que pasaban por su mente.
Se despistó siguiendo la escueta falda de una joven que salía del colegio.
Y volvió a su mundo.
Una mujer se paró enfrente…
Le miró con la lejanía de la incomprensión.
Leyó el cartel que reposaba a sus pies.
Buscó en el bolsillo de sus pantalones vaqueros de marca… y arrojó unas monedas.
El hombre repitió la misma cantinela: “Dios la bendiga”.
Hacía frío y parecía que hubiese comenzado a nevar.
Del centro comercial salían unos niños ilusionados, inquietando a sus padres y pidiéndoles miles de juguetes.
Hizo sonar el vaso de metal en el que recogía las monedas.
La mujer le miró con angustia y su marido tiró leve, pero perceptiblemente, de su brazo, alejándola del mendigo.
Las luces de Navidad se iluminaron de repente.
El hombre recordó una imagen no tan antigua.
Una chimenea encendida. Una mesa repleta de comida y adornada con todo tipo de aderezos navideños.
Musitó una maldición.
El reloj de la iglesia anunció la entrada de la noche.
Se introdujo en el mínimo espacio de la caja de cartón que ocupaba.
Bebió un trago seco y duro del alcohol que guardaba en su petaca.
El líquido le golpeó en las entrañas.
Cerró los ojos.
Introdujo el vaso metálico en sus calzoncillos.
Y desvaneció.

12 diciembre, 2010

LAS ARAÑAS


En el techo de mi habitación se perpetuaron dos arañas.

Ellas habían sido las fieles guardadoras de ciertos secretos y desvelos.

Hasta ayer, nunca habían hablado.

Pensaba que se mantenían al margen, entretejiendo sus cuidadas telas.

Al comienzo fue una débil palabra, escogida en la conversación que mantenían.

Soledad.

Pensé que debía de ser la familia de vecinos.

Pero, evidentemente, no eran ellos.

Descendieron.

Me miraron con calma, deteniéndose en mis ojos.

Volvieron a ascender.

Deduje que dijeron algo similar a ensimismamiento.

Me adiviné hablando solo.

Y creí entender que mi último discurso era imposible, imposible... jalonado con preguntas retóricas ¿por qué? ¿por qué?

Del fondo de la casa escapaban los alaridos de un cantante de rock.

Las arañas se miraban.

Acompañé los gritos.

La habitación era una jaula de cristal.

Evadirse no se situaba en el debate del espacio.

En otro lugar de la ciudad una mujer se entregaba a otros brazos.

Los animales volvieron a acercárseme.

Me atrajeron con sus patas.

Me envolvieron en la tela.

Y me dejé ir, continuando mi plegaria de berridos.

En la pared del cabecero de la cama, sonaban puñetazos.

Las arañas silbaban.

Sentía calor.

Y repetía.

Imposible, imposible...

Aunque, quizá no tan sorprendentemente, ya no me inquietaban las respuestas, ni las causas...

Aferré mi cuerpo al techo y miré hacia el suelo.

Vociferaba con desesperación.

Los animales me observaban, perplejos.

Los golpes cesaron.

La música se detuvo.

Y me adiviné de bruces en las losetas.

De mi nariz brotaba un continuo y filo hilo de sangre.

Instintivamente, miré hacia arriba.

Pero, evidentemente, ellas no estaban allí.

11 diciembre, 2010

LOS ESTADOS DE SITIO


Hasta los estados de sitio son recurribles.

Lo escribió de un solo trazo, con firmeza... y algo de desilusión.

Incluso, unos días después, modificó el final por un más propicio "atacables".

Imaginó un valle en el que se alzaban cuatro torres, de desiguales proporciones.

Recordó ese mismo valle, años atrás, quizá tan solo un tiempo atrás (qué importaba), y dedujo que no siempre la visión humana alcanza a abarcar todas las perspectivas posibles.

Levantó su mirada y deseó articular una frase que resquebrajara la tensión del momento, pero solo pronunció silencios... entrecortados y discontinuos.

Jamás había vivido en un derrumbe permanente, en las ruinas de las calamidades provocadas por el paso del tiempo en los debacles.

Quiso recordar la letra de algunas canciones... pero solo escuchaba el silencio que su locuacidad era incapaz de romper.

Se lamentó de haber devuelto el bolígrafo.

Se lamentó de otros episodios que había relatado.

Recordó la primera guerra... el sentimiento de culpa al saquear los cadáveres de los soldados enemigos caídos en acto de servicio.

Parecían anónimos, sin rostro.

En su mente, sin embargo, la rememoración del segundo crimen era más grave aún... incluso aunque pudiera estimarse más episódico y menos influido por la voracidad asesina.

Leyó de nuevo el papel y adivinó que la declaración del estado de sitio sonaba rimbombante y artificiosamente vacía en un entorno en el que se presagiaba el más estrepitoso de los finales.

Pidió un espejo y se miró a los ojos.

Quería comprobar que en ellos tan solo habitaba el deseo de escapatoria.

En el fondo, deseaba mentirse y, enceguecido, acrecentar su fe en la existencia de los días de un futuro sin mariposas.

Escribió, ansioso por asentar su creencia en la evolución de los estados.

09 diciembre, 2010

LA AZOTEA

En la azotea donde escribo reina un estado de paranoia inducido.
Creo que no llovió desde hace, al menos, tres siglos.
Sin embargo, durante los seis últimos meses, no ha parado de nevar.
Las palomas emigraron a las torres petrolíferas en busca de un paraje más halagüeño y acogedor.
Los últimos habitantes fueron unos roedores cubiertos con pieles de morsa.
Me hablaron de antiguos tiempos en los que el hombre ni siquiera habitaba la faz de la tierra.
Creo que les sorprendieron determinados detalles específicos en mi conversación, imposibles de referir salvo en el supuesto de haberlos vivido en primera persona.
Anoche, mientras utilizaba un bolígrafo para jugar a las tres en raya contra mi Mr. Hyde, descubrí un cadáver enterrado en el lugar más abrupto.
Me saludó y se marchó, pretextando una cita ineludible para la que se había, lamentablemente, retrasado.
Me apenó pensar que, quizá por no levantarle antes de su letargo, yo había contribuido a demorarle más de lo debido.
Continué las pisadas que había dejado y que llegaban hasta el voladizo.
El suelo, en vez de asfalto y luces de vehículos rampantes, era un mar lleno de tiburones feroces y despiadados.
Saltaban y, como si de una pelota de waterpolo se tratara, se pasaban la cabeza del infortunado impuntual.
He recogido mi libreta y he escrito, al dictado de la memoria más inmediata, los horrores que acaecen en mi azotea.
Intenté reflejar un párrafo final en el que una bella mujer me atrajese a sí y me regalase la rosa que acogía entre sus pechos.
Sin embargo, en mitad de la creación, un relámpago ha impactado y la azotea es ahora pasto de las llamas.

08 diciembre, 2010

EL LADRÓN DE ESPÍRITUS (DE LOS LIBROS)


Robar el espíritu de los libros.

Lo musitó entre dientes.

Confiando en que pudiera dar resultado.


Sí.

Destilar, tras un alambicado y tortuoso proceso, el espíritu, la esencia, la mínima expresión significativa...

El erotismo de la historia.

Su orgasmo.

Ni siquiera algo tan amplio.

Ese segundo en el que los significados se pierden...

O coquetean... y mutan.


Robar el espíritu de los libros.

Apropiarse con sutileza y valor del ingenio más oculto.

Enseñorear y adueñarse del santo grial que deambula, de incógnito, las páginas de fondo de una obra maestra.

Convertirse en el custodio único de las llaves que habilitan para descerrajar los candados de las cajas fuertes que atesoran los más preciosos dones.

Ascender al universo de lo inmanente.

De lo sensible.


Robar el espíritu de los libros.

Desoír las leyes férreas de un mañana aún por revelar.

Avanzar en la delgada línea del precipicio que aboca al averno del fin... sin miedo al devenir, sin pánico ante el anonimato eterno del completo universo.

Estorbar con artificios la comprensión.

Enrarecer la expresión con elaboradas estructuras de complicado y detallista seguimiento.


Robar el espíritu de los libros.

Contaminar con parábolas las líneas rectas de la belleza.

Transgredir el ideal efectista del éxito.

Alcanzar un pacto maligno con los asesinos de la quietud.

Sellar una cordial entente con los predicadores de las bondades de la marginalidad.


Robar el espíritu de los libros.

Desvirgar su inmaculada flor.

Violar su intimidad en un colérico acceso de desenfrenada pasión.

Retroceder y escupir una consigna por la ventana, mientras las rosas se marchitan en un florero sin agua.


Robar el espíritu de los libros.

Pasear calmado en el cementerio de los poetas olvidados.

Rezar una oración en cada tumba profanada.

Escanciar whisky y permitir que un baile se escenifique en los restos de la creación del infortunio.


Robar el espíritu de los libros.

Definir el papel del ladrón romántico.

De viajero impenitente.

De suicida equilibrista en el alero.

De vampiro sediento... de espíritus.

06 diciembre, 2010

LA ESTELA


Llegó a aquella cama pensando en las huellas que su estela había ido dibujando en el recuerdo de otras mujeres.

Sintió una pequeña punzada en el corazón antes de besarla, pero desoyó los consejos de una lejana pitonisa... aunque se presentaban ante él de las más pintorescas maneras.

Entonces, solo entonces, se dejó llevar. Quiso escuchar la más perfecta sinfonía de los cuerpos entrelazados. Ansió perderse en esa geografía insospechada que le abría las posibilidades más reveladoras.

Y vivió una realidad paralela dentro de ese magnífico momento.

Desbocó sus manos.

Inquietó el hábito tranquilo de sus labios.

Accionó las pulsaciones de sus fatigadas piernas.

Y exhaló un suspiro intrigante.

En la paz efímera de ese después, se enfrentó a sus ojos.

Se le antojaron la antesala de un paraíso de vegetación selvática, de clima suave y parajes idílicos.

Pensó la frase que su boca, aún, no se atrevía a pronunciar.

La observó durante tres segundos.

Frágil en su bella desnudez.

Eterna en la atalaya de silencio y hermetismo.

Y sus palabras alabaron un futuro que jamás compartirían.

Ella le asestó una puñalada.

Con la frialdad de la sonrisa más elegante.

Con la quietud y el arrojo de los vencedores.

Y él naufragó en palabras y tinieblas.

Separó sus dedos hacia las sábanas, y, maldiciendo, volvió a acariciarle el sexo.

Mientras la mañana se diluía en la tarde.

03 diciembre, 2010

LAS DOCE Y VEINTITRÉS


Las aspas del ventilador giraban lentamente.

El aire entraba en la estancia y acariciaba con mimo y delicadeza las cortinas, que formaban pequeñas ondulaciones.

Sobre la mesa de madera, en una esquina, un periódico se hallaba doblado de un modo que se antojaba estratégico.

Sin permitir la visión del titular, apenas dos columnas de texto que soportaban una fotografía inequívoca.

En el lateral izquierdo de la habitación, junto a una de las ventanas entreabiertas, una mecedora se balanceaba con un movimiento rítmico y cadencioso.

La repisa del mueble de madera acumulaba centímetros de polvo sobre los que podían escribirse los recuerdos más azorados.

El reloj de pared se había detenido en las doce horas y veintitrés minutos de la mañana o de la madrugada de algún día del siglo pasado.

Las aspas del ventilador y la mecedora se movían con un sigiloso balanceo que dirimía una batalla dialéctica con el detenimiento del que comulgaban tanto las hojas del periódico como el reloj.

Un ratón atravesó, oblicuamente, la habitación, esquivando los casquillos de bala que se desperdigaban por el suelo.

Nadie había acudido al rescate.

Tampoco al olor de la carroña y la podredumbre.

En el exterior se escuchaba el inicio de una tormenta, el silbar del viento, los primeros golpes del agua al estrellar sobre el asfalto.

A ningún avezado observador le hubiese escapado el fatídico detalle de la herrumbrosa palangana en la que, como si de un macabro cobijo se tratase, reposaban tres pares de manos humanas.

Las aspas del ventilador se detuvieron, algún día indeterminado, de este siglo, a las doce y veintitrés.

La mecedora, sin embargo, mantuvo su oscilar.