29 agosto, 2010

EL FALSIFICADOR



A. era un ladrón.



Pero era un delincuente romántico.



Quizá el último de ellos.



Trabajaba por las noches, a la luz de las velas, en una pequeña imprenta situada en el sótano de su casa, una insignificante construcción colonial casi en las afueras de la ciudad.



A. confeccionaba pasaportes para espías y su labor era una cuestión de ideología y creencia más que de ánimo lucrativo.



Desde el colegio, A. principió a demostrar una especial y exacerbada calidad para reproducir imágenes del natural y ése fue el verdadero comienzo de su carrera criminal.



A. era un hombre tímido, callado, de los que pasan desapercibidos entre las multitudes... e, incluso, en las soledades.



Su último trabajo resultó ser un auténtico desastre.



Y no porque las falsificaciones fueran malas.



Al contrario.



En la aduana enemiga, el perfeccionismo de las filigranas les hizo dudar.



Retuvieron al espía, comprobaron los documentos y entendieron que una labor tan depurada solo podía ser obra humana y no de las aventajadas máquinas que se utilizaban para producir los pasaportes.



La falsedad del documento condujo al ajusticiamiento del espía.



Dos noches más tarde, los agentes que acudieron a requerir los servicios de A. le pidieron que les acompañara.



A. lo hizo, resignado.



Colocaron su mano derecha en el filo de una mesa... y la cortaron con un hacha.



A. no lloró.



Se sentía triunfador... y vencido.

EL LAGO Y LA HISTORIA




¿Has pensado, alguna vez, en el tiempo?

Olvídalo, quizá sea una de esas historias estúpidas (y atrayentes) que uno escucha, de fondo, en algún programa radiofónico mientras dormita en un kilométrico recorrido de autocar.

Quizá.

¿Has pensado, alguna vez, en la casualidad de la apertura de las puertas de los ascensores?

Es un episodio que me relataron anoche, degustando una fría bebida de sabor amargo y compacto (si es que el sentido gustativo no me engañó y mi lírica no quedó trastocada por los avatares).

Siempre esperas encontrar un rostro que, a buen seguro, no aparecerá cuando se corran las hojas metálicas.

¿Has pensado, alguna vez, en la posible existencia de una línea que delimite el final de las historias?

Sí.

No estoy hablando del fin al uso.

Puede que sea una especie de lugar imperceptible a partir del cual las narraciones (y la vida) pueden continuar, pero ya carecen de sentido o de relevancia.

Son esos quince kilómetros en bajada que recorre el escapado de una prueba ciclista, tras coronar el último puerto, con suficiente ventaja como para saludar en cada casa que encuentre en su descenso.

Todo había sido dicho antes.

Puede que mis palabras de hoy, ante un lago que me ha revelado la fugacidad, tornen oscuras y pretendidamente esquivas.

Sus aguas se abrieron, como puertas, deteniendo el tiempo y anunciado el final de la historia (de alguna historia).

TORMENTA A BORDO



Cuando M. recibió el sobre, abultado, de manos del capitán del barco, supo que su tiempo se consumía irremediablemente.



Realmente ya había concluido, pero la existencia le concedía unos minutos de descuento que, en el fondo, no serían más que unas cuantas experiencias.



Al descender de la embarcación, M. se guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta, no sin antes extraer el billete de mayor valor y colocarlo en su vieja cartera de piel.



Trataba de recordar en qué puerto la había adquirido, pero su memoria le doblegaba en la partida.



M. sentía que el suelo que pisaba, firme (y era noticia después de tanto tiempo), mecía sus pasos de un modo terrorífico.



M. continuaría siendo marinero el resto de su vida, pero no tendría sitio en ninguna tripulación nunca más... Y ésa era una muerte anticipada, un fin que se adelantaba demasiados capítulos al epílogo.



Los pasos de M. eran titubeantes, como si anduviera por una cubierta regada por aceite y bálsamo.



Cerró sus ojos y empujó la puerta.



Ninguno de los hombres que bebían en el bar le saludó.



Él tampoco lo esperaba.



Dejó el billete encima de la mesa y pronunció una sola palabra.



El camarero comenzó a servir.



M. sintió que flotaba, como en las peores noches de tormenta a bordo.

EL FIN DEL MUNDO



Las líneas se curvan en el fin del mundo.


Aferrado a un presentimiento, aguado en burbujas dulces y amarillas, recuerdas los sutiles silencios del caballo que relinchará, con fuerza y vigor, antes de sellar su despedida.


El agua se licua cuando alcanza puntos térmicos insospechados y el ojo humano alegra su finitud ante espectáculos de orden mayor.


Estarás leyendo una novela con dedicatoria en algún apartado café del mundo, cuyo mapa enseñoreabas con banderitas de colores, mientras tus sueños siempre pedían un destino mucho más oriental.


La luz se esconde en las tinieblas del fin del mundo.


He rociado con salsas una pieza de marisco recién sacada del mar y cocinada al vapor.


He instado el vino más caro de la carta y, una vez abierto, fingí golpearlo accidentalmente con el codo, para que cayese, en poderoso estruendo, contra el suelo.


En el confín de mi mundo, no existen hojas de reclamaciones y el manual de operaciones no conoce de la necesaria y salubre sucesión de días y noches.


Me he asomado a la ventana de rejas y, en este fin del mundo, el viento (si es que es apropiada la definición) sopla con fiereza.


He querido fugarme, como Radowitzky, pero ninguno de los funcionarios de prisiones aplaudieron mi idea.


Mi idea de fuga del fin del mundo.



Todo instante mágico puede ser poesía en movimiento.


El gigante de hielo, que se alza magnífico y glorioso, guerrero y señorial, está surcado por delgadas y finas capas de color que, como venas, bombean en su interior y son capaces de provocar el más repentino (y fulgurante) desprendimiento.


Solo los más viejos y aventajados recuerdan que el diamante es carbón.


Los rayos dorados más fuertes y luminiscentes pueden acabar con tu compostura (forzada pero resultadista) apenas con un no... empero, también, y con igual gallardía, con un sí.


El hielo, al atacar el agua, puede ocasionar una explosión de tal magnitud que las astillas se disparen como mortíferas lanzas a tu alrededor.


Las lenguas siempre son el más peligroso arma asesina.


El viento no cura heridas, tan solo las aleja, pero no lo suficiente como para mitigar las virtudes del recuerdo.


No acertarían cuál es color del asesinato...


No podrían hacerlo porque es su propio asesinato.


El gigante blanco... El gigante blanco pone pie a tierra y avanza por la fuera de la presión... devastando, a su paso, a los confiados y a los aventureros.


Las olas no llevarán ninguna botella al destino que previó el iluso que envió el mensaje...


El sol nunca sale a las horas adecuadas.


Pero el gigante escuchó su pregunta.


Y yo dije sí.

EL AVISO


El viajero, escondido entre un maldito maremágnum de maletas y bolsas repetía sus palabras: "No te acerques demasiado a tus ídolos. El flamígero esplendor podrá abrasar tus sensaciones previas".

Como dos respetuosos desconocidos, nos miramos a los ojos de frente, sin atisbar mucho más que esa cercanía impersonal que propician los vagones de trenes.

¿Es la primera vez que llega a _____________? - me preguntó.

Dudé antes de contestar, sopesando la posibilidad de fingir un profundo desconocimiento del idioma y, sin embargo, me limité a asentir con la cabeza.

El hombre sonrió.

"Quizá el embrujo -comenzó a disertar- sea un sentimiento tan alzado y especial que resulte imposible definir con palabras".

Suspiró hondo y, sosteniendo en su mano derecha una pluma estilográfica, continuó su alocución: "Recordará, sería estúpido no hacerlo, los ojos de la primera mujer a la que besó. Pues bien, aunque le parezca irreal, esa mujer, su fragancia, los gestos que le enamoraron, están aquí, siempre residieron en este lugar".

Quise interrumpirle y disentir de sus razonamientos pero, rápidamente, y con mirada violenta, me apuntó con su pluma, sentenciando: "Usted mismo lo comprobará cuadno pasee por sus calles y adivine, en la sonrisa de cualquier mujer, los rasgos delicados y encantadores de aquella mujer".

Y, tras recoger su liviana bolsa de equipaje, se marchó.

CUADERNOS DE VIAJE (DÍA 0)


Los aeropuertos huelen a sala de cadáveres.

Sí, posiblemente, muchos de ustedes no hayan estado en una sala de cadáveres.

Yo tampoco.

Pero el olor ha de ser similar.

Me refiero a las sensaciones creadas por el entorno.

Inquietud, incertidumbre, desasosiego, ajeneidad...

Son lugares de paso, trámites necesarios y dolorosos en los que, indefectiblemente, hay que esperar.

Si el juego de palabras no resultara especialmente macabro podría decirse que se alzan en antesalas de un futuro muy comprometido, en días cero.

Sin embargo, el día cero antes de un vuelo comienza, al menos así lo entiendo yo, unas cuantas jornadas antes (nunca menos de tres).

Son los instantes en los que la mente se retrotrae a otras experiencias previas y se sumerge en un océano oscuro de temor e incomprensión.

Momentos de ensimismamiento que alcanzan a alterar el normal comportamiento hasta subrayar las tendencias más extremas y marginales.

Un recogimiento de espíritu que congracia más con el silencioso sufrir.

Hay palabras que no se dicen en una sala de cadáveres. Son los silencios de las interminables esperas de los embarques de avión.

Curiosamente, suele comentarse sobre el tiempo.

Ya... ¿y qué es el tiempo? (como preguntó Borges una vez).

A SU LADO


Ella duerme a mi lado.

He perdido el mínimo régimen horario y mi desconcierto respecto de la rotación del día y la noche no puede ser más acusado.

Soy feliz.

Ella duerme a mi lado.

Su respiración es tranquila y ahueca su espalda buscando el cobijo de mi pecho, en un abrazo perfecto, en la geometría pura hecha cuerpos fundidos.

Seguro que las bombas andarán desolando tierra firme y que el tiempo correrá a desmano de algunos...

Lo alcanzo a entender, pero soy feliz.

Ella duerme a mi lado.

Han sonado campanas, un número indeterminado de tañidos, el pulso se me acelera cuando advierto que ella ha abierto levemente la boca, buscando aire, entreabriendo ligeramente los ojos en los que me encanta verme reflejado.

Las luces, sepa Dios si artificiales o naturales, iluminan un exterior ajeno, mundano... sí, humano, material, sórdido... definible.

Yo soy feliz.

Ella duerme a mi lado.

Y pierdo mi nariz buscando apoderarme de ese olor que parte de su cuello y eriza cada uno de los poros de mi piel... en perfecta sintonía, en melódica explosión.

Es cierto, ahora lo percibo...

No soy feliz.

Esa cumbre ya ha sido coronada y, en este equilibrio inenarrable, me sostengo en un estado inhumanamente vivido.

Sí.

Mientras ella duerme a mi lado.

14 agosto, 2010

EL PARAGUAS PERDIDO DE LISBOA


Todo fue un sueño... o parte de él.

Y, en el mismo, aparecía el paraguas que quedó colgado en una de las papeleras del aeropuerto Portela de Lisboa.

Al fondo, había una torre dorada, altísima, tanto que pudiera pensarse que consiguió su objetivo de acariciar las nubes del cielo.

A ella se llegaba por un camino empedrado con losetas de plata. Relucientes y escurridizas.

En el sueño, no llovía.

Sin embargo, recogí el paraguas que descansaba en los bancos que flanqueaban la avenida que conducía a la torre.

En el camino, sentí una picadura en mi brazo izquierdo, y cuando pretendí asustar a lo que debía ser un simple insecto, descubrí una perla clavada en mi piel que provocaba una hemorragia.

Continué caminando hasta que un leve mareo me hizo reposar en un banco de madera.

Miré mi brazo, y la picadura de la perla se había convertido en un estigma de lo que se antojaban colmillos... y dibujaban una radiante y ampulosa B mayúscula de carácter gótico.

Entonces, el sueño se internaba en una nueva ensoñación. Ésta mucho más débil, casi atemperada por el dolor.

Un barco naufragaba en medio de la nada, que era el centro del océano, y una bella mujer rubia se rendía a su suerte, dejando que el fuerte viento golpease sus cabellos.

Sospechosamente, en el suelo, casi al lado de sus pies, como testigo mudo de la debacle, el paraguas ocupaba una privilegiada posición a la hora de atisbar el desastre.

En el primero de los sueños, despertaba de súbito y una mujer, rubia y elegante (como la del segundo y evocador universo onírico), robaba el paraguas, corriendo como alma que lleva al diablo hacia la torre.

Instintivamente, miré mi brazo y encontré, con cierto desasosiego, la letra B en su mismo lugar.

Reinante, marcando sus dominios como dueña y señora del territorio.

Como por arte de magia, se inició la lluvia.

MDVI


Fue en aquel momento cuando se dio cuenta que, ante un horizonte infinito, se había quedado mirando a los dibujos del mantel que cubría la vieja mesa de madera y acariciando, en rítmico y nervioso movimiento, el cristal de la botella de vino.

Iba a decir algo, al viento, a la nada, pero guardó silencio.

Entonces, y con sumo cuidado, ascendió sus dedos hasta acariciar el lóbulo de su oreja derecha y descubrió esos pendientes (de cristal).

Se los sacó con delicadeza, más de la que hubiera utilizado en otro momento, y, de un modo inexplicable, comenzó a pensar en novelas de personajes femeninos... y completó, rápidamente, una lista suficiente.

Desde la terraza de su casa, el amanecer se veía limpio... en una estampa que, a buen seguro, hubiese propiciado algún pequeño texto en aquel cuaderno árabe de tapas florales (si es que... bueno, ¿de qué valía elucubrar?).

Encendió su ordenador y, como una avezada investigadora, indagó entre sus carpetas de imágenes, hasta encontrar lo que buscaba.

Las seleccionó y presionó la tecla "Supr".

Nadie llora cuando elimina archivos.

Quizá sí cuando siente el sonido del papel satinado de las fotografías rasgarse.

En un día cualquiera... en cualquier día.

El viento la empezaba a enfriar.

Pensó que los recuerdos eran esos relámpagos que asolan a su paso cuando uno cree que la tormenta ya ha pasado.

Desde algún televisor, encendido seguramente por olvido, se escuchaba una versión de la canción Everything is broken.

Recogió los pendientes y los sostuvo en su mano derecha de dedos largos, cerrándola con firmeza.

Caminó por la arena, descalza, aprovechando la humedad y dejando tras de sí un reguero de huellas profundas.

Esperaba una respuesta... que no llegaba, que quizá no fuera a existir... jamás.

Se situó junto a la espuma del mar y, al llegar las olas, abrió su mano, perdiendo los pendientes de vista en el agua.

No lloró.

Sintió en cuatro corazones.

Sintió sensaciones diversas.

Y, con uno de sus dedos, colocó cuatro iniciales en la arena, que, luego, borró con los pies.

Mientras lloraba.

11 agosto, 2010

LA CINTA ROJA


Antes (de ella) hubo muchas otras.

Después, algunas (menos), apenas alguna en realidad.

Por eso, una noche insomne, abrió su diario y, en la fecha adecuada, colocó una cinta roja autoadhesiva.

La madrugada estaba en calma y, sabedor de que no iba a dormir, salió a la calle, sin rumbo fijo, con la mirada puesta en el suelo.

Recordando.


Cuando había recorrido unos cuantos kilómetros, y mientras decidía si atravesaba o no un oscuro parque de farolas rotas, percibió el saludo de la soledad y buscó una solución para el rompecabezas en el que su ingenio se hallaba enfrascado.

Pensó en la cinta roja, en las ocasiones en las que pronunció adjetivos convencidos... en las que las torres se desplomaron con gran estrépito.

En un movimiento rápido, una cucaracha cruzó delante de él y se introdujo por las ranuras de una cloaca.

Reprimió un acceso de vómito y algún grito de asco.

La cinta roja era como el capítulo de un libro que cierra la primera historia y sirve de llave para franquear las puertas del resto de laberintos que se elevan en dicho punto.

Continuaba paseando, sumido en ese cúmulo de cavilaciones, tratando de rodear la palabra adecuada en una inacabable sopa de letras en dudoso movimiento.

Avistó una mancha anaranjada en el fondo y se concienció de que, en breve, empezaría a amanecer.

Se colocó sus gafas de sol y retornó hacia casa.

Intentaba ajustar un término al sentimiento que le acogía en esos instantes.

Quiso repetir desazón, pero supo que sería envilecer una realidad (coetánea a la cinta roja) y, por lo tanto, comportaría una actitud completamente deshonesta.

Atajó por el parterre de la calle principal y evitó saludar al responsable del kiosko, que se encaminaba a recoger los primeros diarios de la mañana.

Se vio reflejado en el espejo de un escaparate y su mente se iluminó de repente.

Desarraigo.

Abrió la puerta, se condujo a la habitación y se dejó caer en la cama.

Entendió que debía arrancar la cinta roja, pero el desmayo se lo impidió.

Y desmayó.

EL VIENTO


Cuando todo acabó, escuchó el inconfundible sonido de los muelles del colchón de su cama vacía.

Vacía de ella.

Se sintió exhausto, vencido, rendido ante la evidencia de que le había sido descubierto un terreno fértil y de colores y sensaciones inenarrables.

Y, no tan sorprendentemente, vacío de ella.

Cerró el libro con un estruendo que desagradó a su vecino, más dispuesto a dormir durante esa madrugada.

Lo situó, con cariño, en la mesilla de noche, no sin antes releer aquella dedicatoria... firmada con dos iniciales prestadas (y reveladoras).

Y el vacío (de ella) se le presentó como la línea infranqueable del más hondo y bestial precipicio.

Por la ventana, en el fuego de la calurosa noche veraniega de la meseta castellana, penetraba una leve corriente de aire (rectius, viento).

Sin gana, sonrió, y pensó en la bondad (albiceleste) del aire, de los aires... y volvió a añorar la corrección del viento.

Vacío de ella.

En una posición de ruptura interior y exangüe.

Buscó un lugar abierto en la madrugada desde el que enviar un mensaje a esa mágica destinataria de palabras medidas, de dolorosas y terribles sensaciones.

Pero los lugares estaban cerrados y las calles vacías.

También vacíos de ella.

Pero repletas de reproches y de aire... de viento.

LA BICICLETA SIN FRENOS


Entonces descubrió la historia, pero fue incapaz de escribirla.

Y dejó la postal en el lugar en el que había habitado durante los últimos años.

Colocó un disco en el reproductor y la música de jazz llenó la habitación de melodías conocidas.

Anduvo, pasos pequeños.

Algunas ideas galopaban rápidas por su mente.

Y, como fieles peregrinos, los miedos y temblores le saludaron con sus mejores galas... una noche más.

Recogió un grueso volumen del suelo y lo colocó en el desvencijado armario, en su balda superior.

Los niños de la postal habían colocado una bicicleta sin frenos en el lateral izquierdo del puente.

El sillín y la rueda trasera eran apenas unas líneas que se adivinaban en la esquina de la fotografía.

Las piedras que conformaban la construcción se antojaban antiquísimas, ancestrales, amplias conocedoras de los reductos del pánico...

Quizá fue eso lo que le atrajo de la instantánea la primera vez que la observó, mientras recorría las tiendas de recuerdos y regalos de la céntrica calle comercial del municipio medieval.

Quizá fuera eso... aunque ni las notas del saxofón le ayudaban a alcanzar una conclusión con solvencia suficiente.

De repente, y de un modo poco menos que inexplicable, se encontró ante una fotografía enmarcada.

La mujer le miraba fijamente, con una amplia y sincera sonrisa, desde lo alto de un acantilado azotado por la brisa.

El tiempo entró en un universo íntimo, ajeno a las medidas humana y comúnmente aceptadas.

Y su pensamiento retornó a la bicicleta sin frenos, apoyada, en precario equilibrio, en el lateral del puente.

Vislumbró, a la perfección, lo que deseaba escribir.

Sin embargo, se refugió en la mirada sonriente que le castigaba desde un lugar lejano llamado pasado.

Evitó dirigir sus ojos a la postal, para no recordar los sueños vividos a lomos de una bicicleta sin frenos.

10 agosto, 2010

DÍAS EXTRAÑOS


Eran días arriesgados.

Sus noches discurrían por el camino iniciático del amargo sabor del Dry Martini.

Y, sus mañanas, sí, las de aquéllos días, enjuagadas en litros de cafeína que batallaban frente al cerrar de párpados ante las pantallas de ordenadores nunca apagados.

Abrazaron personalidades ajenas y anduvieron estableciendo códigos repletos de negaciones y repentinos encuentros furtivos.

Se miraban a los ojos, y enfrentaban verdades, escondiendo mentiras y suavizando complicadas y escarpadas pendientes construidas de hormigón e incomprensión.

Pero el cielo de la ciudad era la puerta de escape que daba entrada a un mundo soñado en tonos violetas y carmesí.

No obstante, eran días extraños.

Las almendras aún no habían florecido y las jóvenes guardaban sus sandalias en los armarios, ansiosas de poder lucirlas con altivez.

Las noches perdieron su primacía y brillantez ante la responsabilidad de las mañanas.

Incluso se regalaron los besos... y ése fue el comienzo del fin.

El quebranto de los días extraños, de su inspiración, de la magia de la improvisación y el miedo...

El inicio de la ruptura de esa sensación parecida al amor.

Luego fueron aquellos dolorosos ejercicios de esquivar las miradas. Y el relámpago que subía del estómago hasta los ojos, asomando en lágrimas irritadas.

Palabras encontradas en los diccionarios del rencor.

Y noches sin dormir... y sin el amargo Dry Martini.

Miedos al abandono y a las sentencias definitivas.

Días cubiertos de una pátina de indiferencia y traición.

Algunas noches de lluvia y de papeles rotos, vidrios rotos, lienzos rotos, voces rotas, futuros rotos...

Canciones rotas que hablaban de mundos rotos en los que todo se hallaba roto.

Y ésos, en definitiva, fueron los días más extraños.

Después, tras invitarse en los recodos del silencio, se encontraron, años más tarde...

Se vieron a los ojos y descubrieron el verdadero significado de su extrañeza.

09 agosto, 2010

LA VIEJA CANCIÓN


"Hacíamos el amor como dos músicos que se juntan para tocar sonatas (...) Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo. Y de eso salía la sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta enseguida, Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas". Rayuela. Julio Cortázar.


Sintió que su cintura era envuelta, en un abrazo de imposible escapatoria, y las luces de neón le golpearon con fuerza en los ojos.

En la calle, el viento soplaba con fiereza.

Pasado el tiempo, ya no recordaba la música que sonaba en aquella discoteca, pero su mente dibujaba, con suma perfección, la escena...

Y el movimiento de sus largas piernas, entrelazadas, en el preludio del movimiento definitivo.

Entonces, cerró los ojos y abrió suavemente la boca, para permitir que los labios de ella se acomodaran en su interior.

En un abrazo distinto, liviano...

Pero, con el tiempo, era impotente para escuchar, de nuevo, aquella canción (sea la que fuere).

Perdió su mano derecha, visitando el camino que llevaba desde la sien izquierda hasta el lóbulo de la oreja.

Y percibió un pequeño mordisco en su labio inferior.

Pasados los años, como en una historia de relatos inconclusos, continuaba sin poder afirmar el sonido que acompañaba y aderazaba ese baile.

Después, ya en la calle, sus ojos se enfrentaron a una madrugada que dejaba paso al amanecer, con su virulento y encarnecido sol.

Con un leve gesto, ella aceptó su invitación y, juntos, corrieron las cortinas para evitar que los rayos de luz revelaran los signos anteriores de sus cuerpos.

Todo el resto de aquella primera noche (que, en puridad, era el primer día) fue una sintonía de gemidos y sonidos guturales, acompasados a las magníficas cópulas.

Un concierto, una música, que el paso del tiempo, sin embargo, no había emborronado en esa memoria selectiva y castigada.

Sonrió, mientras apuraba un cigarrillo que se consumía entre sus nudosos dedos.

Y, descuidadamente, tarareó una canción, el comienzo de una melodía desconocida... y sin sentimiento.

Vacía de todo... menos de significado.

07 agosto, 2010

G.


Tu voz.

Y todo lo demás, el silencio.

Tus ojos.

Y el resto del mundo, ceguera.

Tu sonrisa.

Mientras el llanto reina en el ambiente.

Tu presencia.

En la lejanía, repara mi debilitado existir.

Mis sueños.

Que son nuestros... y son contigo.

Mi vida.

Que ya eres tú.

Que incluso fuiste cuando era imposible.

Un día en albiceleste, predestinado a un sí...

Que es futuro.

Que ya es ahora.

Tu pelo.

El regalo dorado del más inspirado demiurgo.

Tu recuerdo.

Unas fechas en el calendario que tacho en rojo vívido.

Tu otro recuerdo.

El del primer día, el que convirtió en luz embriagadora la mediocridad que imperaba.

Mis horrores.

Que planean sobre una mañana sin ti.

Tú.

Y saber que lo eres.

Y batallar para que siempre lo seas.

Para que tu deseo sea serlo hasta las mañanas de playas, con revistas y cegueras.

Tú.

Reina escondida que mi pecho ansía gritar.

04 agosto, 2010

LA COMETA


Tú vuelas una cometa en una playa...

Yo dirijo mi mirada a un cielo sin estrellas, mientras mis ojos son golpeados con luces artificiales.

Un año atrás, mi equilibrio se resquebrajó cuando despedía tu presencia en una atiborrada estación de trenes.

Un año más atrás, ya guardaba en mi mente el recuerdo de un pálpito que me convirtió en la aguja de una brújula siguiendo su destino.

Ahora, y no resulta ocioso subrayarlo, todo tiempo sin ti es tiempo perdido.

Mañana sonarán los frenos de un convoy y abandonaré la prisión, quizá cuando la brisa del mar acaricie tu despertar... como a mí me encantaría poder hacerlo esa mañana... y todas las mañanas.

Me encantó imaginar que, un año (cualquier año de éstos), bajaremos a volar la cometa, nuestra cometa... y nuestra piernas serán columnas para pequeños guerreros que chillarán sus salvas a nuestros oídos... y las sonrisas cómplices nos devolverán el más grato tesoro.

Esta ciudad, hoy, cuando todo tiende a cero, continúa sin revelar las estrellas en su cielo.

Hoy, esta ciudad, sin ti, sigue siendo ese intrépido y anónimo concierto de bocinazos en avenidas y bulevares vacíos.

Alguna de estas noches, entre mis plegarias, he descubierto mi corazón...

Alguna de las noches, cuando detengo, ensimismado, mi mirada en tu pacífico respirar, elucubro teorías y futuros.

Y todas (las teorías, los futuros) se mecen al compás del viento que acaricia tu despertar y hace volar tu cometa.

02 agosto, 2010

AL AIRE


El cielo parecía más azul que de costumbre.

Y, de repente, como si se hubiese cubierto de un manto, ennegreció.

Aceleró el paso y evitó a un mendigo que le requería limosna con un grito desgarrado.

Ascendía por la calle a un ritmo endiablado y notaba las pequeñas gotas de sudor que plagaban su espalda.

Deseaba que el tiempo pasara rápido... muy rápido.

Y que las estrellas de la ciudad volviesen a lucir... o, al menos, contar con la seguridad de que jugueteaban en la bóveda del firmamento.

Continuó caminando a un ritmo apresurado, deseando alcanzar su calle.

En la esquina, un hombre cogía un periódico, lo lanzaba al aire y sonreía mientras las hojas le caían sobre la cabeza.

Después, repetía y repetía la operación.

Sonriente.

Dubitativo, optó por dejarle con su inquietante actividad.

El terreno se escarpaba y boqueaba en busca de algo más de aire.

Tenía un rostro en la mente, una sonrisa... un adiós bañado en algo parecido a tristeza y una punzada en el corazón.

Dijo su nombre entre dientes.

Y se sorprendió lanzando las cartas de su buzón al aire, una y otra vez...

Sonriente.

Ensimismado.

Feliz.

Enamorado.