26 febrero, 2011

VxO (ver 2.0)


Cuando escupes mi nombre, lo haces con maldad y resignación. La primera vez que compartimos nuestros cuerpos no dejabas de exclamar "joder" y alguna otra maldición que soy incapaz de recordar. Una tarde, que para mí era la continuación de alguna madrugada anterior, susurraste algo parecido a "eso no significa nada para mí".
Un viejo amigo me entregó su placa y la cartera en la que, dentro de su compartimento interior, encontré un billete de 50 euros con el nombre del asesino... con el nombre de la asesina, en ánimo de no abundar en el yerro. Algunos años después, la guitarra del cantautor ya no arranca lágrimas. Afirma sus manos en el traste y su voz se encrespa hasta coronar el atalaya de la resignación. Cuando el taquillero me entregó los billetes, comprobé, con evidente alteración, que, cuando las líneas confluyen en un punto, no siempre responden a amores antiguos. El hombre que se inyecta heroína en la esquina me pide dinero y, al notar la suciedad de los billetes en la piel de su mano, inventa una historia en la que Pynchon reedita aquel libro con un epílogo en el que, en la escena final, un hombre y una mujer, desnudos, caminan de la mano por la arena de la playa. El cielo se ilumina con los fuegos de artificio que cierran las fiestas patronales. La mujer que ha cosido mis trajes me propone una rebaja en el precio. El negocio me recuerda a una antigua historia que, por temor, no revelé a tiempo. Pagó, sin descuento, y escapo de la tienda. En mi mente, el diablo anuda la música recurrente de tus insultos con la imagen de un bar mexicano en el que los tequilas se sirvan en vaso alto. Siento el miedo y, preocupado, observó que los bolsillos de mis pantalones están rotos. Los agentes de la Policía reclaman mi documentación. Yo levanto las manos hacia el cielo. Pero, en lo alto, un gran ave negra estira sus alas y la noche cae sobre Madrid. El habitáculo está sucio y el hombre que me saluda es el drogadicto de la esquina. Vuelve a hablarme de ti. Pero yo ya no escucho... nada.

22 febrero, 2011

FUEGO EN LA BIBLIOTECA NACIONAL


Hubo fuego en los cristales de la Biblioteca Nacional.

Yo recordaba el aroma de tu foulard traído de Túnez en aquellas lujosas vacaciones de desayunos continentales en hoteles internacionales.

Las mañanas de Madrid son soleadas en este patético invierno en el que los carteles se resisten a anunciar la vuelta a los escenarios de nuestro rock star preferido.

Hace tiempo que recuerdo las visiones de una plaza de toros desde lo alto del monte preñado de frondosa vegetación.

Discuten, en un duelo de imágenes, sobre la estampa más bella de la ciudad que inciensa los pensamientos entre sonidos de pasos noctámbulos que, dubitativos, acceden a viejas posadas de personal antediluvianamente educado.

Hubo fuego en los cristales de la Biblioteca Nacional.

El incendio no fue sofocado y las quimeras fueron pasto de las llamas.

Los versos más cuidados se aquietaron a su suerte de fuego y exterminio.

No aguardo a que la suerte visite este rincón olvidado de la cosmopolita urbe que se ahoga en su siempre beodo orgullo.

Escucho viejas plegarias que recité ante figuras de cerámica que, según las voces más autorizadas, movían sus manos sorpresivamente.

Caminando entre los árboles del paseo central de la gran avenida, me cruzo con la misma mujer, una y otra vez.

Me mira, con tristeza, y acaricia el lóbulo de su oreja izquierda.

Mientras, el fuego crepita en los cristales de la Biblioteca Nacional.

Y no escuchan las sirenas del camión de bomberos.

18 febrero, 2011

ESTACIÓN DEL NORTE

Tengo tres estrofas escritas en el andén de espera de la Estación del Norte.
Cuando recorrí el asfalto ennegrecido de las dársenas, mis pies terminaron por narrar un episodio de muerte sobrevenida.
Varias horas después ya ni recuerdo los motivos que hicieron brotar esos trazos de tinta en el blanco de la libreta de hojas arrugadas.
Escupiría sangre en esas líneas, si mi hígado me ayudara a expulsar la vaciedad intrínseca de mi ser.
No hay nadie aguardando la llegada de los viajeros en la Estación del Norte.
El constructor ofreció tres maletines y entregó un proyecto para levantar dos torres gigantescas y acristaladas.
Justo cuando dos mujeres, sospechosamente cercancas a la menor edad, entraban sonriendo a la sala, en la que la luz, cada vez más, declinaba hacia la oscuridad.
No reconozco mi pulso en los silencios de las palabras escritas en la Estación del Norte.
Ahora, cuando paseo buscando aquel lugar común de mugre y asfalto bañado en aceite de vehículos, observo que los aparcamientos atestados han dejado su lugar a insípidos y profilácticos jardines llenos de vacío.
Percibo una arcada que golpea entre las paredes de mi estómago.
Me ha saludado con rapidez, antes de precipitarse al suelo.
Veo el color escarlata que ha bañado al gris.
Reviso mi memoria para encontrar una palabra que rime en consonante con estantigua.
Todo ocurre despacio, en este cementerio que un día respondía al nombre de Estación del Norte.

16 febrero, 2011

EL EXAMEN



La mujer tocaba el piano con brusquedad.
En el cuarto del fondo, tres niñas lloraban sin piedad.
Eran las tres de la madrugada.
Se sentía sola, pero no estaba sola.
Pretendía leer las notas de la partitura y arrancar, sin equívoco, las notas de las teclas blancas y negras, pero sus dedos se habían declarado insumisos y la mínima lucidez mental requerida para tal menester escapaba por la ventana a la fría madrugada.
Sobre Madrid caía un agua-nieve de miedo y desesperación.
Existen edades -se dijo- en las que la indeterminación conduce al derrotismo.
Por un momento, su cuerpo se trasladó a una gran sala, en cuyo centro, dos hombres y una mujer, todos vestidos de un riguroso negro, apuntaban en sus cuadernos, parapetados tras la maltrecha madera de un antediluviano escritorio reconvertido para la ocasión.
La primera pieza era sencilla y el jurado no formuló ninguna objeción.
La segunda era un fragmento del Rude Poem de Heitor Villa-Lobos. Tan complicada y extraña que ella jamás había oído ni siquiera hablar de ella.
Comenzó con inseguridad, aferrando las notas y sin cometer ningún error.
Sin embargo, sentía que sus manos no eran las de la virtuosa pianista en la que deseaba convertirse.
Y ése se instituyó en su final.
Relámpagos de aterimiento, contracciones, desvanecimiento íntegro...
El jurado la felicitó, con esa condescendencia que advierte la debacle.
No volvió a tocar más el piano.
No se dejó seducir por el embrujo de esa mágica caja de resonancia.
Hasta esa noche.
En la que la soledad le dictaba las notas de una partitura que no necesitaba seguir.
Y, por la débil firmeza de los tabiques de su casa, escapaba una obra interpretada sin yerro y con un virtuosismo al alcance, únicamente, de los más prestigiosos músicos.
Al acabar, los llantos de la habitación del fondo habían cesado.
Y, sin embargo, las lágrimas, como si se hubiesen trasladado, aparecieron en su rostro.

12 febrero, 2011

LA CITA


Comer es una actividad social importante.

No supo qué le había llevado a ese razonamiento, pero la imagen de cuatro parejas, en mesas alineadas, le recordaba la portada de un viejo manual de urbanidad que había sido estudiado, por vez primera, por su abuelo.

Acodado en la barra, pudo observar cómo los vigilantes de seguridad del lujoso hotel de enfrente bromeaban entre ellos, mientras simulaban un combate de boxeo.

Pararon, abrieron sus pequeñas mochilas y sacaron sus bocadillos, envueltos en papel metálico.

Antes del primer mordisco, con un gesto cómplice, se ofrecieron su respectivas comidas.

El camarero descorchó la botella de vino, dejó con elegancia el corcho en la mesa, y llenó el fondo de la copa de la señora que, con más artificio que calidad, sonrió en muestra de aprobación.

El tiempo no se detiene entre vapores etílicos.

El viajero esperaba a nadie. A esa presencia que todo lo enrarece y difumina, a la llegada del tiempo adecuado para marcharse.

Ya había olvidado el dolor, aunque jamás perdería su nombre del intrínseco pasado de la memoria.

Llovía.

Pidió la cuenta.

El hombre tras de la barra le ofreció un digestivo, obsequio de la casa.

Negó.

Adujo prisa por un compromiso.

Y no mentía.

Se había citado con el final.

11 febrero, 2011

LOS ETERNOS INTERROGANTES



¿En qué piensa un hombre antes de morir?
¿Cuántas veces habrá repetido la frase que, por momentos, escapa a su memoria en este amargo e ineludible trance?
Díganme, ¿jamás intuyeron el final de los días en la limpia luz de un amanecer de primavera?
¿Acaso interiorizaron una bella estampa para esos instantes caóticos e involuntarios que preludian el final?
Formular excesivas preguntas suele ser sinónimo de temor.
Ensayar variadas respuestas se compadece con el intrínseco deseo humano de ansiar ser Dios... o su inmortalidad. Las lágrimas que se derraman frente a nuestros lechos mortuorios no pueden ser adoptadas como evidencias de amor.
Únicamente los deseos no expresados se alzan con la fuerza y el vigor de las empresas plenas e indestructibles.
¿Sonreían al escuchar el amargo quejido del trovador maldito?
Ahora él continúa su peregrinaje por los escenarios de bombillas fundidas y luces tenues.
Quizá, con fortuna, les dedique alguna de sus piezas.
Puede que les incluya en ese genérico (pero sincero) "a los amigos ausentes".
Deberían si es que el reloj aún se lo permite, redactar un pequeño manifiesto de perdón y redención respecto de los agravios causados.
En su interior, una paz de espíritu, más ficticia que real, les aventurará a la antesala del adiós definitivo.
Los relojes comienzan a desvanecerse.
Los perfiles de los objetos se diluyen.
Los sonidos se antojan encubiertos por un siniestro caparazón transparente.
El aire se saborea con un regusto de ineludible azufre.
¿En qué pensarían ustedes antes de morir?

09 febrero, 2011

EL TEMOR


No temas.

No existirán reproches.

Olvida lo pasado.

Asumamos que no sucedió.

Concertemos una nebulosa que desdibuje nuestros recuerdos.

Adentrémonos en la esquiva oscuridad de los paisajes olvidados.

¿Volveremos a mirar igual a alguien que pida Dry Martini?

Crezcámonos ante la adversidad.

Mostrémonos indiferentes frente al gigante silencioso, pero demoledor, de lo obvio.

¿Podrías asegurar que no adivinas ciertos gestos grandilocuentes en los que reconoces episodios pretéritos?

No temas.

De verdad.

Ninguna palabra es capaz de herir más que los silencios.

Dejémonos llevar.

Será la primera ocasión en la que las reglas se equiparen para ambos.

¿Tiemblas?

Continúo siendo el mismo soñador que realiza estúpidos dibujos mientras intenta verbalizar sus pensamientos.

Borremos palabras de nuestro diccionarios.

Conformémonos con la arquitectura dialéctica de la maldad... del daño.

¿Pondrías tu mano en el fuego aseverando tu certidumbre de victoria respecto del olvido?

Yo lo haría, pero continúo deseando no perder ninguna batalla, ni siquiera aunque el combate sea amistoso.

No temas.

Ya no dibujo escenarios en los que un cadáver, flotando en la piscina de la azotea de un hotel, observa nuestros pasos en la madrugada insomne de esta meretriz llamada Madrid.

No temas.

Las palabras jamás hieren con la crueldad y la certeza de los silencios.

05 febrero, 2011

LA PEQUEÑA MUERTE


Estoy bebiendo un vaso de whisky con dos hielos.
Si el reloj no me engaña (¿acaso podría hacerlo?) son las cuatro de la madrugada.
El almanaque de la pared refiere que es martes (como diría aquel estúpido anuncio publicitario, la madrugada del lunes al martes) de un mes intermedio del año (de cualquier año del presente siglo).
No recuerdo cuál ha sido mi plato en el restaurante donde cené.
Realmente, no alcanzo a tener la plena certeza de que haya cenado.
Posiblemente, tampoco comí.
Estoy en una sala de espera del aeropuerto internacional de algún lugar.
Es una habitación amplia, pintada de blanco, con azulejos que cubren, con exactitud, la mitad inferior de la distancia entre el suelo y el techo.
En la mesa de cristal, además del vaso de whisky, reposan mi teléfono móvil y una revista erótica en la que, en su portada, esquina inferior derecha, un asesino en serie lo cuenta, letras rojas cursivas, "todo".
En la escuela, me enseñaron que era más correcto utilizar "bastardilla" para esa tipografía.
Sonrío.
Los aviones están despegando afuera.
El que ha de llevarme a ________, aún no ha aterrizado.
Quizá no lo haga.
Puede, incluso, que ese avión no exista.
¿Recuerdan la primera vez que tuvieron un orgasmo?
¿Por qué piensan ahora en esa sensación?
Estoy bebiendo whisky.
Quisiera saber en qué lugar de los últimos días perdí mi capacidad para conciliar el sueño.
Abro la revista.
Es curioso pasar del cuerpo desnudo y la mirada provocativa de una esbelta mujer al rostro de un lunático y perverso criminal.
En francés, la palabra utilizada para definir orgasmo es la petite mort.
Quizá esta habitación no resulte ser una sala de espera.

04 febrero, 2011

EL CUMPLEAÑOS


No necesitaba consultar su agenda.

Por alguna más que dudosa virtud memorística, quizá aleatoria (parafraseando a Coupland: Pero no emplean su memoria para grandes empresas), cuando alguien le informaba de la fecha de su cumpleaños, ésta quedaba grabada a fuego en algún lugar privilegiado de sus resortes de recuerdo.

La anterior coyuntura le colocaba en un dilema de proporciones considerables.

El primero de naturaleza externa.

Un movimiento de su racionalidad le impulsaba a felicitar el cumpleaños a aquellas personas, incluso, con las que mantenía una relación muy ocasional.

Es decir, cuando su inefable agenda interior avisaba de la fecha de nacimiento de cualquier sujeto, conocido de la manera más o menos pintoresca, él ponía sus mejores esfuerzos para trasladarle su felicitación, fuera por el medio que fuese.

La segunda derivada del problema se antojaba mucho más ardua, puesto que le situaba en una pelea interior de dimensiones desconocidas.

Con el tiempo, su habilidad había sido conocida por su círculo de compañeros y amigos más cercanos que, cuando llegaba su día, recibían el cumplido con cierto resquemor; sin entender muy bien si respondía a un verdadero gesto de señalamiento o a un mero acto mecánico derivado de una virtud (sic) innata.

Él adoptaba una postura que, al menos, le reportaba tranquilidad interior (la única que aquietaba su honestidad). Redactaba mensajes muy elaborados para el colectivo menos apreciado y un simple "Felicidades", seguido del nombre, para los contados protagonistas de sus desvelos.

Esa mañana, se despertó y, mientras se duchaba, la alarma interior se activó, una vez más.

Tecleó el mensaje, escueto, y pulsó la tecla "enviar".