16 febrero, 2011

EL EXAMEN



La mujer tocaba el piano con brusquedad.
En el cuarto del fondo, tres niñas lloraban sin piedad.
Eran las tres de la madrugada.
Se sentía sola, pero no estaba sola.
Pretendía leer las notas de la partitura y arrancar, sin equívoco, las notas de las teclas blancas y negras, pero sus dedos se habían declarado insumisos y la mínima lucidez mental requerida para tal menester escapaba por la ventana a la fría madrugada.
Sobre Madrid caía un agua-nieve de miedo y desesperación.
Existen edades -se dijo- en las que la indeterminación conduce al derrotismo.
Por un momento, su cuerpo se trasladó a una gran sala, en cuyo centro, dos hombres y una mujer, todos vestidos de un riguroso negro, apuntaban en sus cuadernos, parapetados tras la maltrecha madera de un antediluviano escritorio reconvertido para la ocasión.
La primera pieza era sencilla y el jurado no formuló ninguna objeción.
La segunda era un fragmento del Rude Poem de Heitor Villa-Lobos. Tan complicada y extraña que ella jamás había oído ni siquiera hablar de ella.
Comenzó con inseguridad, aferrando las notas y sin cometer ningún error.
Sin embargo, sentía que sus manos no eran las de la virtuosa pianista en la que deseaba convertirse.
Y ése se instituyó en su final.
Relámpagos de aterimiento, contracciones, desvanecimiento íntegro...
El jurado la felicitó, con esa condescendencia que advierte la debacle.
No volvió a tocar más el piano.
No se dejó seducir por el embrujo de esa mágica caja de resonancia.
Hasta esa noche.
En la que la soledad le dictaba las notas de una partitura que no necesitaba seguir.
Y, por la débil firmeza de los tabiques de su casa, escapaba una obra interpretada sin yerro y con un virtuosismo al alcance, únicamente, de los más prestigiosos músicos.
Al acabar, los llantos de la habitación del fondo habían cesado.
Y, sin embargo, las lágrimas, como si se hubiesen trasladado, aparecieron en su rostro.

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