29 noviembre, 2010

CONMORIENCIA


Artículo 33 CC: "Si se duda entre dos o más personas llamadas a sucederse quién de ellas ha muerto primero, el que sostenga la muerte anterior de una u de otra debe probarla; a falta de prueba,se presumen muertas al mismo tiempo y no tiene lugar la transmisión de derechos de uno a otro".


Conmoriencia.

Sí.

La palabra le resultaba lo suficientemente atractiva... y sorprendente.

Al menos en el contexto de la novela de intriga que devoraba durante el transcurso del vuelo internacional.


Conmoriencia.

Recordaba, de sus estudios de Derecho en la Universidad, que se trataba de una presunción, harto complicada de presenciar, y que desplegaba sus efectos, sobre todo, en el ámbito del Derecho de Sucesiones.

Por alguna extraña razón, se descubrió envidiando a aquellos compañeros que recitaban, de memoria y a la perfección, preceptos íntegros de los cuerpos legales.


Conmoriencia.

Sí.


Despertó, de súbito, y se sintió golpeada.

Debía de haber dado una pequeña cabezada, lo bastante profunda como para sentirse completamente desubicada.


Incluso podía traer a su mente algo de su sueño.

De su pesadilla, por mejor decir.

Un rostro reconocible, a pesar de los hematomas...

Yerto, quieto... con esa paz intrínseca, incluso, de los cadáveres resultado de una muerte violenta.

Quería ubicar la imagen en un contexto y en un tiempo propio, pero la identidad, siéndole cercana, no le ofrecía una situación suficiente.

Sin embargo, el lugar en el que se hallaba el cuerpo era, indudablemente, el paseo que transcurría junto al mar, en la llamada Calle de los Curas.


Al aterrizar, como en una premonición, observó que el vuelo que debía tomar en conexión había sido desviado al aeropuerto de M.

Y susurró.

Conmoriencia.

Y tembló, presumiendo el futuro.

28 noviembre, 2010

EL SOLITARIO


Pudiera ser.

Sí, maldita sea, me reconforta más pensarlo así.

Quizá esa última mirada no significara un adiós.

Pudiera ser.

Quizá los vapores etílicos de los vodkas sin hielo propiciaron un epílogo sin palabras, ni fechas futuras...

Nada es desdeñable cuando deseas que la herida de tu corazón suture con puntos de nostalgia y evocación.

Pudiera ser.

Lo repito noche tras noche, mirando distraido, por séptimo día consecutivo, la misma película que quedó encendida en el reproductor de DVD.

Y, en la nebulosa de los recuerdos, me repito que el veredicto fue desolador e irrecurrible.

Me siento al piano.

Arranco unas notas vacías y despiadadas que escapan por el corredor hasta encontrar el hueco del cristal roto de la ventana.

Pudiera ser.

Hoy se lo he confesado al viejo e infame portero que se masturba enérgicamente ante el visionado del nuevo catálogo de lencería que el certero comercial dejó en la entrada.

Ni siquiera me ha mirado.

Ni siquiera se ha molestado en cubrir su doméstico alivio.


Pudiera ser.

Lo repito en mi agonía tranquila.

Sufrida en pulsaciones aquietadas a tu ausencia.


Y me descubro como el mayor impostor.

Como el estúpido jugador que altera el orden de los naipes del mazo del solitario que juega.

27 noviembre, 2010

AS DE CORAZONES


Una película proyectada en el vacío de una cueva abandonada en el monte.

Sin sonido.

Solo el metraje corriendo sobre las bovinas de manera continuada.

Proyectando haces de luz en un entorno de oscuridad y humedad.

Acariciando la fría piedra de la gruta y rebotando en las paredes calcáreas del habitáculo deshabitado.


Aparece un as de corazones.

De repente, una mano lo esconde. Lo voltea. Y la cartulina se convierte en un puñal.

Ensangrentado.

Sospechosamente ensangrentado.

La mano enseña su palma.

El fino y preciso corte del que brota una delicada línea de líquido... que no se detiene.

Empapando el puñal y cayendo hasta el suelo.


De nuevo aparece un naipe.

El cuatro de picas.

La mano lo enseña.

Lo dobla, flexionando la cartulina hasta convertirla en un pequeño puente.

La mano está herida, pero mantiene una agilidad más que vertiginosa.

En un movimiento inesperado, raja la carta y la imagen funde en negro.


La película continua.

Aparecen dos naipes.

Rey de corazones. Reina de picas.

Negro.

El Rey de corazones camina, pesadamente, alrededor de la Reina.

Negro.

Negro.

La imagen se difumina.

Aparece el rostro de un hombre muerto.

Negro.


Continúa el ruido...

Aparece un as de corazones.

23 noviembre, 2010

LAS UÑAS


Mantenía, desde la niñez, un gesto inconsciente que repetía, hasta la saciedad, en los instantes de mayor preocupación y desamparo.

Se tumbaba boca arriba en la cama, encendía la luz de la mesilla de noche y revisaba, con la mirada, el estado de las uñas de sus manos.

Despacio.

Como si el tiempo no importara.

Otorgando a la acción una dedicación e importancia que permitiera hacer creer que los problemas, los que verdaderamente le importunaban y asediaban, desaparecían o, al menos, se resguardaban en la arquitectura de la tensión.

Comprobaba la longitud y crecimiento de las cutículas, sorprendiéndose del avance acontecido desde la última vez, independientemente de cuando hubiera sido ésta.

Imaginaba el trazado de líneas rectas que unían los puntos de inicio de esa piel muerta.

Soñaba que la lúnula ascendía, cubriendo todo el interior y coloreándose, por momentos, con la alegría del carmesí, el añil o el escarlata.

Procuraba facilitar que su mente estuviera vacía, completamente en blanco, concentrada en el reiterativo visionado de ese campo de juego de formas irregulares y poderosamente atrayentes.

Y soñaba... dejando que los segundos se vivieran en un paradisiaco y acogedor entorno en el que los ruidos eran mudos y los rayos de luz poblaban la existencia de manera ingobernable.

Entonces, como ahora, caía en la cuenta.

Reparaba en que, frente a él, ya no se alzaban ni sus manos ni sus uñas.

Parpadeaba.

Y saludaba, resignado, al fantasma.

21 noviembre, 2010

3.33


No mires mi rostro.

Desciendo a infiernos que ni siquiera has podido imaginar.

No murmures a mi lado.

He frecuentado bulevares de pavor que jamás existieron en tu mundo.

No elucubres sobre el futuro.

Suscribí un pacto con la soledad que contenía una cláusula de irrenunciabilidad y sumisiones expresas al desconsuelo.

No aventures historias respecto de estas inútiles líneas.

Todas las imágenes fueron dibujadas por una mente dolida y debilitada... gracias a un retazo brillante del lunático peregrino que erraba en busca de la verdad.

No sostengas que fue culpa de ambos.

He saboreado el amargo gusto de las calles soleadas durante la que aún era mi noche.

No recuerdes.

Mi memoria ya se ha ocupado de cerrar todos los resquicios.

No construyas un discurso emocionado.

Supongo que escribí veinticinco cuadernos con tus razones. Y destrocé otros veinticinco más, repletos de líneas garabateadas que descubrían mi corazón.

No...

No sonrías mientras me miras.

No encojas tus hombros.

No dirijas tu mirada a un lugar infinito.

No prefieras mantener en vigor una irrealidad.

No ordenes dos tequilas más...

No pasees como mis ademanes cansados.

No.

No conozco, aún, las razones que nos aportaron.

No he redimido mis pesares... ni mi temblor.

EL DESCENSO EN NÚMEROS


La puerta va a abrirse.

Siento un terremoto de miedo que recorre mi cuerpo con impunidad y suficiencia.

Decido cerrar los ojos.

Pero el cataclismo se avecina.

La puerta se abre.

Nadie espera ahí.

El número dos, en un susurro casi indescifrable, me revela que ella ya se marchó.

El tiempo siempre nos engaña cuando pretendemos detenerlo.

El tiempo nos burla al intentar acelerarlo de un modo voluntario.

Vuelvo a cerrar mis ojos.

La puerta comienza a entornarse, lenta y automáticamente.

El legado de un recuerdo es, tan solo, un clavo que se pudre a la intemperie de un corazón arrasado.

Sé que estás aquí.

A mi lado.

Mientras los números nos hablan de ausencias que los escalones podrían resolver... pero quizá no solucionar.

Abro mis ojos.

La puerta no desea abrirse.

El alcohol de anoche me invade con mensajes contradictorios.

No he sido capaz de naufragar mar adentro.

El número cero me ha sonreído.

Se acercó de súbito a mí.

Me ha mentido.

Y me escondió que, alguna vez... sí, al menos alguna maldita vez, pensaste en mí.

La puerta, quizá, tampoco exista.

EL ARCHIVO


1. Preparó una carta que dejó guardada, en formato "borrador", en las carpetas de su ordenador.

Eligió un nombre lo suficientemente expresivo para que los investigadores no encontraran problemas para su hallazgo.

Presionó "enter".

Detuvo sus ojos en la carpeta.

Leyó mentalmente "Final".

Situó el curso de su ratón encima del icono y presionó con rapidez en dos ocasiones.

Un documento corto y sin alinear llenó la pantalla.

Cerró el archivo y la sesión.

Amartillo la pistola.

Abrió su boca e introdujo el cañón.

Apretó con firmeza el gatillo, venciendo la resistencia.

Y se voló los sesos.


2. Cuando abrió su correo electrónico un rayo de miedo atravesó su cuerpo.

Alguna macabra broma del destino hacía que el emisor del mensaje no pudiera haberlo enviado.

Movida por la curiosidad, leyó el contenido de la comunicación y se lamentó al ver tres mayúsculas de las que desconocía su significado.

El envío adjuntaba un archivo en formato de texto.

Lo descargó.

Y la espera se le antojó eterna.

Era muy corto.

Mentalmente, reprochó que estuviera tan descuidado en sus márgenes y espaciado.

Sus ojos devoraban la pantalla y dejaban caer lágrimas como un torrente imparable y monótono.

Lo releyó, muy despacio.

Por la ventana, el río continuaba su curso.

Soñó dejarse naufragar.

Y se descubrió en la calle, junto al puente de piedra.

Se arrojó sin piedad.


3. M. era ingeniero de sistemas.

Había enviado el correo y no había detenido su curiosidad ante un documento tan atrayente.

La presentación era maligna, pensó.

Bebió de un trago el resto de café que reposaba, frío, en su taza, adornada con el logotipo de la compañía para la que trabajaba, el portal informático más utilizado mundialmente.

El discurso era triste y nostálgico.

Repleto de un amor imposible, escondido y revelado, a partes iguales.

Cerró el archivo.

Se sintió como el bombero que abre la comitiva que acude a una casa incendiada.

Pisando en terreno arrasado, desconocido y lleno de cadáveres.

Un intruso en las heridas, todavía abiertas, de un corazón enamorado.

Se descuidó y el periódico del día cayó al suelo.

En la portada, con titular a tres columnas y dos fotos enfrentadas, se informaba de los misteriosos suicidios acontecidos durante los últimos tres días.

M. recordó un nombre de mujer.

Y miles de mentiras.

Reservó un billete de avión en internet

Sacó un puntiagudo abrecartas del cajón y se dirigió al baño.

La mujer de la limpieza, transcurridas unas horas, sospechó al encontrar un pequeño charco de sangre que avanzaba, como en escapatoria, por debajo de la puerta del aseo de caballeros.

LA ESTÚPIDA... ESTA NOCHE


Apenas he parado.

Mi agenda de viajes comulga de la itinerancia... y se inquieta al ver fechas en blanco.

Mis párpados están castigados.

Temblando, a la intemperie de un cúmulo de despiadados vientos, el pasado se presenta como un fajo de facturas aún pendiente de abono.

Revisando mis fotografías, descubro una sonrisa forzada esperando la luz del flash y el sonido de un obturador que se cierra.

Claps.

Adivino imágenes borrosas a lo lejos y agradezco haber olvidado las gafas en la mesilla de noche, junto a un inquietante y aterrador libro de Foster Wallace.

Mis palabras fueron claras.

Lanzadas a un silencio de la noche que actuó como claro emisario de la pléyade de lamentos y decepciones.

El gigante pétreo no derramó más lágrimas, majestuoso ante un tiempo que no era el suyo, que jamás lo había sido.

Evité un pensamiento y repetí ese mensaje cifrado.

Ella, la desconocida, la innombrable y osada, me golpeó con una respuesta en labios de Rascel.

Y, estúpido, centré mis plegarias en un sueño que no acababa de vencerme.

Al fondo, un gato se suicidaba, lanzándose, valiente y temerario, bajo las ruedas de un camión.

En un rincón, al final, un hombre agotaba los réditos de su victorioso engaño.

15 noviembre, 2010

EL OLOR


El perro olfatea.

Mantiene en su subconsciente un olor que lo impregna todo.

Incluso ahora que deambula por lugares desconocidos.

Nuevos e intrigantes.

Pero el olor le inquieta... si fuera correcto, cabría decir que le duele, le golpea, le invade en su interior de una forma tal que no le permite avanzar sin dudar.

Levanta la cabeza del suelo y se siente como Stendhal.

Su cabeza se halla transtornada por la magnitud de las manecillas que vislumbra.

Jamás hubiese creído que la luz podía reflejar de un modo tal.

La piedra parece vibrar.

Materia en movimiento.

Pero ese aroma, ese poderoso olor embriagador que todo lo difumina y anega.

Se siente vacío.

Sus patas recorren los lugares que la fragancia impregnó con su evocadora destilación, con esa mezcla de sentimientos enfrentados.

He descubierto el rastro de un beso acontecido, si su percepción no le resulta equivocada, tres años atrás.

Justo enfrente hay una majestuosa fuente.

Y la gente sonríe.

El perro olvida su pasado.

Pretende dejar la mente en blanco.

Pero su olfato es portentoso... e inmune al engaño.

Gimotea.

Y los transeúntes le miran con cara de desconfianza.

Se tumba sobre sus patas traseras.

Dirige una mirada a un ciclo abierto y sin final.

Quiere olvidarlo.

Todo.

Aquellas noches.

Su sonrisa.

Sus palabras hirientes.

Pero su olfato le devuelve un recuerdo imborrable.

Llora.

Desconsolado.

Mientras el tumulto le arrastra a un parque oscuro.

Se resguarda bajo un árbol centenario.

Y cierra los ojos.

Y desea no respirar.

12 noviembre, 2010

EL COLUMPIO


Llegó caminando muy despacio.

Sintiendo sus pisadas en el lecho de hojas muertas.

Como si su peso derrumbase montañas.

La noche era cerrada y el viento se colaba entre sus ropas.

Se encogió.

Miró al frente y, entre sombras, adivinó el parque infantil.

Vacío.

Avanzó unos pasos más.

Presintió que alguien le estaba vigilando.

Algo improbable a las cinco de la madrugada.

El agua de la fuente cercana se había congelado.

Sacó su mano derecha del bolsillo del abrigo y abrió la portezuela metálica.

Ésta emitió un quejido herrumbroso y diabólico.

Entonces percibió que el columpio estaba en movimiento.

Meciéndose suave pero continuamente.

Un baile grotesco y pavoroso.

Imagino a una mujer, despreocupada, con las piernas extendidas y la cabeza levantada...

Intentando no tocar el suelo.

Desafiando la gravedad y pretendiendo volar.

Entornó sus ojos.

Recordó algunas palabras.

Evitó visitar otros terrenos comunes.

El columpio bailaba con el viento una danza de silencio y desafío.

Buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo la carta.

Con la mano derecha detuvo el balanceo del columpio, aferrando fuerte la cadena de hierro que lo sostenía a la estructura superior.

Dejó el sobre, con una mínima mayúscula, en el asiento del balancín.

Se marchó.

Sin mirar atrás.

El columpio comenzó a moverse.

La carta se precipitó al barro.

La tinta se difuminó.

Pero el hombre no volvió.

10 noviembre, 2010

EL PISO TRECE


Ambos se habían visto.
El espacio era muy pequeño... el aire irrespirable.
Como era habitual, en una de las paredes, un espejo pretendía otorgar una sensación de espaciosidad (inexistente).
Él contó las personas que se agolpaban en el cubículo que ascendía episódicamente.
Por algún extraño (e inexplicable) motivo, completamente ajeno a su voluntad, recordó el cuerpo de una mujer desnuda.
Miró en oblicuo, intentando encontrar sus ojos.
Ella, sin embargo, asentía a una pregunta intrascendente, mientras dirigía su mirada al suelo.
Sonaron tres pitidos cortos y se abrió la portezuela metálica.
Él agachó su cabeza y recordó la primera ocasión en la que se había escondido para leer una novela.
Era una noche de verano, ya en la madrugada, y sus padres le prohibían encender la luz de su habitación.
Bajó hasta el sótano y sintió la humedad de sus paredes.
También una irremediable conciencia de estar contraviniendo una norma estricta...
También algo parecido al pánico.
Pero continuó leyendo.
Ella pidió que alguien pulsara el botón de un piso, el más alto del edificio.
Lo musitó, dirigiendo su voz, nuevamente, a los zapatos.
Él se concentraba en contar los tornillos que sujetaban la placa metálica que hacía las veces de techo.
Trece.
Se sorprendió recordando que algunos edificios norteamericanos saltan, en su numeración, ese piso.
Creía haberlo leído en alguna revista generalista, en un reportaje de fondo, posiblemente, sobre las tendencias de la nueva arquitectura.
Podía haberlo soñado.
La voz grabada anunció la quinta altura.
Él se adelantó y bosquejó una funcionarial despedida.
Se sintió herido.
Confuso y golpeado.
El poliedro continuó su ascenso.
Hermético. Lejano.
Quiso imaginar lo que estaba sucediendo en su interior.
Incluso deseó poder penetrar en ese cúmulo de conexiones eléctricas que principiaba sus movimientos (los de ella).
Se sintió pequeño.
Tomó un cuaderno de notas.
Contó las páginas en blanco y le sacudió la incertidumbre al concluir la operación.
Trece.
Comenzó a escribir.
Una lágrima cayó en la página en blanco.

08 noviembre, 2010

LA CAFETERÍA


Desayuno en una cafetería que no había frecuentado jamás.

La camarera es una oronda mujer que suda con barbaridad y ostentación.

Un mendigo se ha levantado de los cartones en los que dormía y pretendía entrar al recinto.

La mujer le ha enarcado una ceja... y el hombre se ha vuelto remiso a su infecto lecho.

El bollo industrial, que me sirve en un plato de cerámica desportillado, creo que ha acabado con mi último empaste.

No me atrevo a cuestionar la calidad de los productos.

Leo con indiferencia la sección de Internacional del periódico.

Un niño sujeta, sonriendo, un arma con el que apenas puede caminar.

Ese chico está muerto, pero aún no lo sabía cuando el fotógrafo disparó... su cámara.

- ¿Estás casado?

La pregunta me sorprende.

Dudo durante varios segundos. Más de los que la camarera debe de considerar oportunos.

- Vamos, pequeño, no pienses que voy a violarte en el almacén... eso solo pasa en las películas.

Imagino que todo es un escenario, que las luces golpean fuerte en mi cara y que el director no se atreve a decir "corten" mientras la obesa mujer me arrastra susurrándome obscenidades.

- Soy virgen...

Mi respuesta es estúpida y supongo que desatará un torrente de ira.

Pasan los segundos... y no sucede nada.

El mendigo ha vuelto a levantarse y quiere volver a entrar.

- Voy a matar a ese estúpido...

El torbellino abandona mi presencia y se dirige a la puerta de entrada.

Tropieza. A punto está de caer.

Se recompone y golpea en la cabeza, con un cenicero, al desharrapado.

En el monitor, que sin voz proyecta imágenes en uno de los rincones de la cafetería, están pasando un concierto.

Quizá de los Rolling.

Vuelve.

Me mira fijamente.

- "Son 3,15... Y márchate".

Dejo un billete de cinco sobre la mesa.

Pliego el diario y lo acomodo bajo mi axila.

- "Eres un maldito niñato..."

Escuchó sus gritos cuando me alejo y descompongo mi figura pensando que, en unos segundos, un cenicero alcanzará mi cabeza.

- "Un maldito niñato... virgen".

La puerta suena a herrumbre.

El mendigo me pide limosna.

Le dejo caer el periódico.

El hombre musita un "gracias" que, posiblemente, no sea del todo fingido.

05 noviembre, 2010

LA COPA ROBADA


D. quería ser famoso.

En cierto modo, tan solo soñaba con alcanzar las portadas de los diarios futbolísticos de su barrio.

En aquella época, y en su país, el balompié era un fenómeno popular, pero el conocimiento de las figuras deportivas no era, ni con mucho, el que, con el paso del tiempo, lograría alcanzar...

D., además, no reunía las condiciones físicas necesarias para contar con la confianza de los entrenadores de los equipos que militaban en su ciudad y que, por otra parte, tampoco habían cosechado, jamás, un éxito de la suficiente entidad.

Soñaba que lo harían con él al frente del conjunto y dejándose todo su empeño, valor y empuje en demostrar su valía deportiva.

Lo soñaba, pegado al alambre de la valla que separaba la grada del campo, escuchando el esfuerzo de los laterales y extremos en sus galopadas junto a la línea de cal.

Cierta noche, con motivo de la celebración de la final del torneo de copa en su localidad, D. se apresuró, por la noche, a visitar el trofeo que estaba expuesto en el escaparate de la tienda de mayor afluencia, en el centro de la localidad.

Sus ojos se abrían como platos.

D. esperó a que todos se hubieran ido y alertó, desde una cabina cercana, respecto de movimientos sospechosos en la calle adyacente a los grandes almacenes.

D. lanzó la piedra. El cristal se fracturó en mil pedazos.

Extrajo el galardón y corrió como si tratase de escapar del más rápido de los defensas.

Las sirenas ululaban al fondo y D. se escondió en un callejón oscuro, al abrigo de unos cubos de basura y abrazando el metal junto a su cansado pecho.

Pronto se quedó dormido.

Los periódicos del día siguiente se hacían eco, con gran consternación de la noticia.

La Federación, en comunicado oficial, amenazaba con suspender la final si dos horas antes de la disputa del partido la copa no era devuelta.

D. supo que era su momento.

Acudió a la Policía y ofreció una versión suficientemente creíble como para salvar su implicación en el asunto.

Pidió ver el partido desde el banquillo del equipo que hacía las veces de local y tanto los organizadores como el cuerpo directivo aceptaron.

D. se ganó la confianza de los técnicos y le permitieron ocupar el puesto de utillero de por vida.

Quizá creyeron que fue una especie de talismán que les otorgó el triunfo en aquel encuentro.

01 noviembre, 2010

EL CAFÉ DE M.


La historia me la contó M. en un café desierto, en esas horas en las que el alcohol ya se hermana con la sangre de un modo tal en el que no cabe diferenciar entre realidad y sueño.

M. estaba triste.

Repetía, una y otra vez, en solemne cantinela, que la había perdido.

Quiso repetir la historia, pero las lágrimas le impidieron continuar.

Evitaba, con tremenda elegancia, pronunciar su nombre... pero preñaba su narración con detalles minúsculos que solo podían haber quedado en la retina de un especial observador.

Ordenó dos Dry Martinis.

Pidió que no fueran llenados hasta el borde... "pretendemos brindar", le dijo con cierta suficiencia al camarero.

Se sostuvo como pudo sin caer en mis brazos... y rompió a llorar.

Sus palabras salían a borbotones, en un torrente de gemidos incontrolados.

Era de ese modo indefinible que hace temblar las columnas.

Con esa luz cegadora que va deslumbrando a su paso.

Mantenía una impostura tal que sus palabras resonaban como cantos de sirena.

Desconocías, cuando concedía abrazarte, si estabas siendo presa de un inocuo encierro o del mayor de los tormentos.

Podías estar hundiéndote en el barrizal, mientras ella emergía, cual Ave Fénix, en su máxima majestuosidad.
Alguna vez, alegó que nos heríamos por igual.

Y ya no sé, o prefiero no afianzarme en mi creencia, si aquellas palabras las estaba pronunciando M.

Prefiero retener sus gritos y el gesto al despedirse.

Mezcla de rabia e impotencia.

Definición inexorable de un sentimiento íntimo y desolador.

"Ella era ella, pero no lo deseó ser".