31 octubre, 2010

LA SORDINA DEL MARTES


Odiaba la ciudad... y aún no la había visitado.

La temió con fuerza y anticipación, como a esas mujeres que, desde la lejanía, se antojan inquietantes, implacables y, por supuesto, inaccesibles.

Pisaba un suelo agotado por los reproches y los malentendidos.

Un firme descarnado y en llamas que los avocaba al terraplén del silencio y su coyuntura.

Pretendió sonreír con cierta gallardía y se encontró sosteniendo su cuerpo para que no se derrumbara en la tormenta del llanto menos reparador.

Miraba el techo pretendiendo evadirse de esas cuatro blancas paredes que le enjaulaban en un ataúd de recuerdos y nostalgias.

Odió esa ciudad y las consonantes repetidas en pequeñas palabras que se juró evitar pronunciar.

Con los pasajes en la mano, los viajes planeados parecen más cercanos a concluir.

Con los labios recién besados, los miedos se presentan como fantasmas de carne y hueso, sonrisas inquietantes y gestos humanos.

Alguien, en el ínterin del sótano al ático, estimó conveniente apagar la luz de la habitación y permitir que la música continuara sonando.

Como si las historias no se acabaran aunque el público ya se hubiera marchado.

Como si retumbaran en sordina.

Como si llegaran al igual que lo hacen los ecos de las ciudades desconocidas y odiadas.

30 octubre, 2010

EL VÓMITO


Estoy de rodillas.

Mi barbilla roza con la porcelana del baño.

Mi estómago se estruja y abre... vomito.

De repente, un fétido olor sube hasta mi nariz.

Pero no puedo contener una nueva arcada.

El sonido es como el del agua que cae, precipitadamente lanzada desde lo alto de un balcón, al suelo.

Mis ojos se llenan de lágrimas.

Intento incorporarme... y siento como un repentino mareo.

Me enfrento a mi imagen ante el espejo.

Pero un repentino aviso me hace encorvarme otra vez.

Me abstengo de echar una ojeada abajo.

Siento miedo... y un fuerte dolor de sienes.

Son, aproximadamente, las cuatro de la madrugada... siempre que mi reloj interno no me haya jugado una mala pasada.

Salgo a la terraza.

En Madrid, llueve con cierta fuerza.

Quiero beber algo muy frío, pero mi garganta está cerrada.

Vuelvo a sufrir un relámpago en mi interior, pero sostengo las náuseas.

En el cielo, la intermitente luz de un avión se abre paso entre las nubes.

Voy a pronunciar tu nombre.

Las lágrimas, antes de hacerlo, ya han llegado a mis labios.

Por alguna extraña razón, una mujer sale al voladizo del piso de enfrente, se sitúa con sus larguísimas piernas colgando y columpia las mismas en el vacío.

La imagen evoca en mí sensaciones confusas... y desgarradoras.

Intento entrar y llamar a la Policía... pero su figura me atrae de un modo incomprensible... inexplicable.

Continúa su balanceo.

La luz del avión desaparece, absorbida entre la oscuridad.

Recuerdo haber bebido, al menos, tres combinados.

Ella mantiene su postura.

El agotamiento comienza a vencerme.

Posiblemente, en sueños, veo como un grupo de jugadores lanza piedras a un balón colocado en el punto de penalti.

Yo soy el portero frente al que van a disparar.

Y no entiendo nada.

Como durante esta noche.

En la que solo deseo que todo acabe.

Que, como en el sueño, el delantero lance con ímpetu y un sonido me revele qué sucedió.

Mientras, me limito a observar.

25 octubre, 2010

EL PLAN


El mal endémico del hombre posmoderno es su eterna sensación de soledad.

La frase le pareció tan prefabricada que enrolló el papel donde la había escrito y lo lanzó, con certera puntería, a la papelera.

Después se tomó de un sorbo los tres dedos largos de whisky que servían de cobijo a un hielo en galopante proceso de descongelación.

Eructó y su cabeza golpeó con el almohadón del sofá.

En el exterior, las campanas de una cercana iglesia continuaban su repetitivo tañido.

Quiso levantarse demasiado rápido y el golpe de alcohol en sus sienes le devolvió, de súbito, al mullido sillón.

Se dijo que esperaba un cúmulo de llamadas que, a buen seguro, no se iban a producir.

Intentó abrir su agenda y se desesperó al apreciar que no había ninguna cita marcada en los próximos meses (afortunadamente, la mente humana no había sido tan perversa, aún, como para incluir dos años en un solo volumen).

Los minutos, reflejados en el viejo despertador que ocupaba el lugar más privilegiado del salón, transcurrían muy lentos.

El camión de la basura no recogió sus bolsas, las del último mes, que se apilaban, de modo insalubre, en el cuarto de invitados.

Algo menos que furioso, calculó la distancia entre las vigas del techo y el suelo.

OBRAS DE ARTE


Hay algo intuitivo en asesinar a un hombre.

Hablo, lógicamente, de la primera ocasión o, al menos, de la primera vez en que uno lo hace de una forma determinada.

Salvo que ustedes hayan podido disfrutar de una mayor formación que la mía al respecto, lo cual no resulta nada descartable, no recuerdo la existencia de ningún manual que permita una mayor ilustración sobre los pasos a seguir o el procedimiento artístico del asesinato, en sus diferentes modalidades.

De todos modos, hoy, quiero convencerme de ello, siento el pánico acumulado (otros quizá lo denominen nerviosismo) que atenaza mis músculos antes de actuar.

Podrían creer que la empresa de hoy es más sencilla que de habitual. Tampoco se alza como más complicada que otras. Ni tan siquiera la persona con la que debo acabar reviste ningún tipo de especialidad digna de mención.

Todo es hoy, o puede que esa sea mi equivocada percepción, ajeno, vivido con la distancia que se hace con relación a las imágenes de una película en el cine.

Justo cuando hablo con ustedes, en este medio unilateral y cómodo que son las cartas universales y abiertas, me percato de que, durante las últimas cinco horas, he mantenido una insoportable duermevela que convirtió mis sentidos en los de un felino atrapado y hostigado. Iniciados para el final... alertas.

Mañana, con suerte esta tarde, cuando mi obra de arte esté en la plana mayor de los periódicos, nada habrá escrito al lado, al menos en un suelto, la nota necrológica que hubiese merecido mi existencia.

Por eso, quizá, me decidí a escribir esta carta.

También tuve tiempo de despedirme de los pequeños instantes, de recorrer esos lugares comunes que me marcaron y a los que no volveré, de recordar aquellos cuerpos que fingieron ser míos para jamás regresar.

Junto al rifle con mira telescópica hay una jeringuilla esperando ser utilizada.

El resto del escenario está conformado por un libro del que no conoceré el final.

A mí, supongo, me encontrarán con una sonrisa insinuada en el cadáver.

RECUERDOS SOÑADOS

Cierro los ojos.
Relámpagos de luz blanca.... y cegadora.
Abro los ojos.
Fría y cruel oscuridad... inquietante.

Cierro los ojos.
Un cuerpo suave y desnudo de mujer se encuentra lánguidamente reposando sobre las sábanas carmesí.
Sus piernas abiertas en un leve compás que alienta un sexo fresco y sonrosado, perfilado con líneas curvas entrelazadas.
Accedo a él y mi boca se llena del salvaje torrente líquido de su interior.
Minutos después, el cuerpo huye de la jaula de telas removidas, dejando una estela de lunares serpenteantes en mis castigados ojos.
Abro los ojos.
Esa oscuridad está siendo violada por el parpadeo de un neón que chirría en el silencio de la madrugada.

Cierro los ojos.
Dos jóvenes sonríen sentados en un banco de piedra de un parque urbano, cobijados entre el impersonal hormigón armado y el asfalto.
Comparten bocadillos pequeños de una caja de cartón rojo y adornada con motivos dorados.
El mundo real transcurre, flanqueándoles, en una vorágine de claxones, luces y teléfonos móviles que no cesan de sonar.
Se besan furtiva y rápidamente.
Y vuelve a sonreír.
Abro los ojos.
Esa negritud acompañada de un tic-tac monótono y persistente.

Cierro los ojos.
Mi cuello está cubierto con un foulard oscuro.
Presagio que, la noche siguiente, todo será diferente.
La música es de otra década... pasada, pero existente.
Mi teléfono, olvidado en una sucia habitación de hotel, perpetúa sonido de alarmas y quebranta la paz mundial.
Siento el calor del abrazo de un impulso arrollador y mis labios ya no saben responder con idéntica galantería y prestanza.
La humedad... compartida.
Besos.
Abro los ojos.
Ha pasado el tiempo.
Las luces estroboscópicas dañan mis ojos.
Releo el mensaje de texto (por primera vez en mi vida), pero no acierto a comprender su contenido (ni su intención).
Pulso "enviar".
El camarero, sin ningún tipo de pudor ni reparo, me chilla, sonriente, que no preparará ningún Dry Martini más para mí.

TUS CALLES


He vuelto a recorrer tus calles.

Con la luna de testigo y un cierto amargor en mi mirada.

He visto rostros conocidos y avejentados, castigados por un tiempo que no se detuvo en la ausencia.

Creo que no lo dije, pero rompí todos los espejos que existían en mi hogar.

Dejo que algún gurú desconocido guíe mis pasos por esta tierra conocida y lejana a la vez.

He vuelto a recorrer tus calles.

Con una canción tarareada, repetida hasta la saciedad, con una mezcla de desazón y nostalgia.

Quiero convencer a mi memoria de que nada ha ocurrido durante estos años perdidos, acelerados en pulsaciones de historias sórdidas.

Traigo en un ajado portafolios unos contratos firmados que, ahora, desearía poder rescindir.

Supongo que esas manchas de la pared son las que, siendo niño, dejaba mi balón mojado al impactar, como en un frontón improvisado.

Hoy he vuelto a recorrer las calles.

He susurrado, entre dientes, una confesión que atesoraba en el más recóndito lugar de mis pensamientos.

La has escuchado... y tus oscuridades se han hecho, aún, más patentes.

Me he sentido derrumbar, caer en un precipicio temporal que desembocaba al pasado más evocador.

He paseado por tus calles.

No puedo asegurar que esa mariposa que se posó en mi mano no fuera un sueño.

21 octubre, 2010

ENTONCES


Le miró con fiereza.

Sostuvo su silencio varios segundos.

Y se vio obligada a parpadear.

En su interior, se cocinaba un auténtico hervido de improperios y reproches... que no articuló, que no fue capaz de verbalizar.

Quizá solo en el fuego que golpeaba y luchaba por salir de sus ojos.

Sí.


Él había fijado su mirada en un punto indeterminado del techo.

Se alisaba el pelo con ambas manos, con gestos eléctricos y acompasados.

Fingía escuchar, mientras, internamente, tarareaba una vieja canción que había escuchado en las noches de onanista pubertad.

Conocía la causa de la estampida que, milagrosamente, se retenía en la estampa a la que se enfrentaba.

Quizá no era solo fuego lo que se escondía bajo esa efigie de hielo y rabia.

Sí.


El reloj de pared se detuvo.

De la pared izquierda, repentinamente, un cuadro se desprendió, arrojándose inopinadamente al vacío.

En la mesa redonda de madera, que se hallaba cubierta por unos raídos faldones que pretendían parecer terciopelo, reposaba una invitación a un evento ya celebrado.

Al fondo, más al fondo aún, un gato serpenteaba entre las tazas sucias que habían ocupado el fregadero.

El mundo se había detenido.


Ella susurró un poema de Rilke.

Él visitaba los terrenos perdidos de una pintura de Gauguin.


Finalmente, se vieron encarados y perdidos.

Como aquella vez en la que, a falta de una salida mejor, decidieron sellar su derrota con un primer apasionado besos en los labios.


Sus mundos, sin embargo, ya se habían derruido.

Incluso entonces.

19 octubre, 2010

EL PERFIL OSCURO


Todos tenemos un perfil oscuro.

El que escondemos del día a día pero nos asola y despereza en las noches de terrible insomnio.

El que campa desafiante entre nuestros miedos e inquietudes.

El dueño de las pulsaciones aceleradas en lo que debieran resultar las situaciones más pausadas.


Todos atesoramos, en los recovecos de la memoria, la mirada complaciente de un cuerpo (hoy ajeno) que, alguna vez, fue nuestro.

También la dedicatoria, con frases elegantes y calculadas, en las primeras páginas de un libro del que nos decidimos, con cierta premura, a no iniciar su lectura.

Y aquellas imágenes, bañadas de sol en un entorno de sonrisas que no presagiaba la tempestad, aunque anunciaba la vorágine desalmada de desazón y angustia.


Miradas perdidas.

Restos de alcohol sin apurar.

Posos de café que ofrecen lecturas esquinadas, disonantes...


Todos dibujamos aquel perfil oscuro.

Lo entretejimos con materiales de fino escondite... con hilos de silencio y recogimiento.

Aquel perfil evocaba masacres...

Campos de batalla cubiertos de sangre y desesperación, de silencios que borbotean reparos y temblor.


Anoche, mientras ascendía la leve cuesta en la que culimna mi calle, vi que nuestros perfiles departían en la oscuridad.

Quise marcar tu teléfono, pero mis dedos se entorpecieron con la luz de un camión que recogía las basuras.

Dudé... y los perfiles se fundieron con la oscuridad.

17 octubre, 2010

LAS COPAS DE VINO


Puede que existan historias que esperan su final.

Las copas de vino quedaron intactas...

Aguardan...

Con quietud y elegancia.

Testigos causales de su derrumbe.

Él pensó esconder su tremenda erección en un cruce de piernas insoportable.

Ella acercó demasiado sus labios a los de él cuando recordaba acontecimientos pasados.

Puede que existan historias que ni siquiera han comenzado.

Las copas de vino se estrellaron contra el suelo.

Rotas, en mil pedazos.

Con fiereza y desolación.

Profetas del pánico que les asolaría.

Él creyó que sus esquivas miradas serían capaces de transmitir más que sus parlamentos.

Ella firmó un pacto con la persistencia, pretendiendo derrocar a la desazón.

Puede que su historia no merezca ni ese nombre.

Las copas de vino.. ¿quién sabe qué fue de ellas?

En perpetuo paradero desconocido.

Quizá cálices que acogían sangre...

Vasos virginales... convertidos tras haber conocido el pecado.

Él abandonó el lugar, tras dar una férrea orden de espera, apesadumbrado y vencido.

Ella... ¿quién se aventuraría a afirmar un sentimiento en femenino?

14 octubre, 2010

EL TEMBLOR


No voy a mentir.

No lo hice nunca... y ahora tampoco.

No voy a suscribrir esos contratos.

No supe encontrar un gris entre la tonalidad blanca y negra.

El extremismo es una bandera cruenta... pero honesta.

No voy a inundarme en nuevos momentos de naufragio.

Ya he perdido los arrestos suficientes para arriesgar a caballo perdedor.

Incluso debí comprobar la identidad antes de descolgar.

Pero la inmediatez... ay, esa cualidad defectuosa.

No voy a herirme... más.

No deseo involucrar mi sangre en venas que no bombean a idénticas pulsaciones a las mías.

No voy a pronunciar esa palabra.

No resguardaré las preguntas impertinentes.

No me interesaré por tus retornos.

No recaeré en lechos enfangados de atracción.

No buscaré la comprensión...

No lo hice jamás.

Pensé en escribir una frase afirmativa... pero negué (interior y exteriormente).

No debí dejar que mis sentencias fueron regadas por aquellos vinos tintos.

No contesté...

Tan solo redacté un diagnóstico en menos de ciento cincuenta caracteres.

No esperes una mentira que no seré capaz de actuar.

No voy a enfrentarme a un temblor que no sabría controlar.

No me busquen entre los asuntos pendientes.

No voy a dejarme apuntar.

No vayan a elucubrar sobre mi caída.

Ya me levanté... de rodillas.

No voy a volver a escribir sobre un cuerpo desnudo, apenas suspendido en el filo de una cama que abandonaría.

A punto de marcharse.

Para jamás volver.
No, claro... No voy a perdonar.
No me puedo perdonar.

09 octubre, 2010

SU MENTIRA


Ella mintió en la Via del Gianicolo.

Puede ser que no lloviera, quizá no lo hizo durante aquellos extraños seis meses.

Volvió a hacerlo (mentir) en el Ponte Principe Amedeo... y , cuando acabó sonriendo en Piazza dell´Oro, sentí que aquella historia estaba siendo vivida por otros sujetos.

Ya no llovía.

Nos miramos a los ojos como aquella primera vez, pero ya no se percibía nada.

Lancé mi paraguas a una sucia y vieja papelera de la Via Paola y me inundé de la desazón que provoca la constatación de los errores.

Ella paseaba unos cuantos metros por detrás, expectante y espectadora de mi paulatino derrumbe, traviesa y vencedora bajo un cielo que se había abierto sin compasión.

Ya no llovía cuando enfilé el Ponte Sant´Angelo.

La luna adornaba las torres del castillo y mi boca no deseaba pronunciar palabra alguna.

Retrocedí y mi mirada se encasquilló en el rumor del agua del Tíber.

Ya no llovía, pero cualquiera podía escuchar las gotas de agua que, desde el cielo, se refugiaban con sus hermanas en el río.

Ella me observaba con desgana.

Ella había vivido esta falta historia mucho tiempo atrás y, como los ministros perseguidos, conocía los pasadizos secretos que le habilitaban una salida de escape ante el peligro.

Ya no llovía.

Yo había abandonado mi paraguas, al igual que mi compostura, olvidando el vigor y la prestanza ante las derrotas.

Ella había mentido.

Quizá, como la lluvia, nunca lo había hecho, pero yo me resistía a rendirme ante esa fatídica sensación de humedad y soledad.

Estuve a punto de pronunciar su nombre en la lluviosa noche.

De permitir que mis manos se perdieran entre su melena larga, como aquellas otras noches.

Estuve a punto de imaginar que nada había ocurrido, que mi cuerpo no se había derrumbado tras aquella noche sin dormir y su correspondiente mañana errante en una ciudad vagamente conocida.

Casi tenía escrito un final diferente para aquella historia.

Un epílogo abierto y no concluyente.

Creo que ya no llovía.

Ella torció su gesto y volvió a acariciar, nerviosamente, su oreja derecha.

Echó a correr por Via della Conciliazione y acabó en un escondido bar de la calle Donados.

Ya no llovía, no.

Pero su pelo continuaba mojado.

Y, en la mesa del restaurante, nadie esperaba.

LA RESERVA


He bebido...

He dejado que el alcohol se apodere del constante palpitar de mis sienes.

He conversado sobre circunstancias banales... francamente estúpidas, irrelevantes, con la mirada perdida (ganada por los recuerdos).

He bebido...

En altos taburetes de madera...

Frente a velas parpadeantes que se consumía, como lo hacen las ilusiones, aquéllas que existían mientras los sentidos esperaban, en una sucia y maloliente calle, el descenso de tus pies enclaustrados en rojas zapatillas de tela.

He bebido... menos de lo previsto, pero demasiado.

He permitido que mis sienes reboten en evocaciones irreales, en escenarios pasajeros, en párrafos que perfuman su literalidad con olor de camas recién hechas, con los rostros cariacontencidos de los responsables de hoteles que, desconcertados, refieren actuaciones impropias en el transcurso de la noche.

He bebido...

Apuré el Dry Martini que no deseaba.

Mordisqueé, exaltado y aterido, su aceituna, hasta encontrarme con la dureza del hueso.

Dibujé, en el rostro de la dama que servía de posavasos, una sonrisa vertical... y demoníaca.

Llegué alterado, contaminado, francamente estimulado.


He bebido.

Quizá fuese ese Dry Martini.

Presioné aceptar.

Y solo entonces adiviné que reservaba una habitación de hotel en la Vía Genova de esa ciudad.

08 octubre, 2010

TEATRO


Actúas.

Has olvidado todos tus miedos en el camerino.

Los focos cincelan los ángulos de tu rostro en tensión.

Actúas.

Declamas, aprovechando el juego de inflexión de tu voz y los silencios ahogados que percibes desde la platea.

Entornas tus ojos, desdibujando los perfiles de los habitantes de las primeras butacas que te admiran, boquiabiertos.

Actúas.

Dejas caer tu porte en el entarimado y tu piel siente el frío de las maderas en su interior.

Fuerzas una lágrimas que brotan sin dificultad, en un torrente de pesar fingido y creíble.

Actúas.

Las luces se atenúan y tu respiración se entrecorta.

Respiras con el diafragma, académicamente, para ilustrar la última escena con el vigor y la compostura que ellos esperan.

Actúas.

Sitúas tu mirada en un punto indeterminado del techo del teatro.

Sabes de memoria ese fragmento del poema que da fin a la obra, el epílogo cruento y cerrado que precederá la riada de aplausos.

Y, sin embargo, de tu boca se escucha un irrepetible jamás le amé.

Y el silencio (perplejo y extrañado), tras tres segundos, rompe en cerrada ovación, en reconocimiento.

Actúas.

Disimulando que el personaje, esta vez, no eras tú.

05 octubre, 2010

ROUTE 30


Vagabundo.

En un destierro de utopías vacías, baldías, trasnochadas... rotas, quebradas, dolorosamente profanadas.

Miserable.

Taquígrafo de un corazón desbordado que ha sobrepasado los procelosos límites horarios de la coherencia.

Trémulo.

Espía confeso de una creencia firmemente defendida por un cúmulo de hombres que renunciaron a sus principios.

Héroe.

De un ejército suicida que acudió al campo de batalla para profanar la memoria y el orgullo de sus invencibles antepasados.

Insomne.

Azaroso soñador que había olvidado el reposo físico de los espíritus errantes y desventurados.

Despiadado... pero vencido.

Atribulado... en el vértigo del precipicio.

¿QUIÉN ORDENÓ EL AUTO?


Aquella mañana, aunque aún no hacía frío, sintió cómo el aire le inquietaba en la nuca.

Pensó, sorprendentemente, en una peluquería, en una conversación antigua y repetida, y un gato que paseaba entre las piernas de las personas que aguardaban su turno para ser atendidos.

Le sorprendió ver un cúmulo de maletas desordenadas en el portal y, entredientes, maldijo por no haberse olvidado, como acostumbraba, sus gafas en casa.

Solo los observadores entienden que las excusas pierden su credibilidad entre los rumores de su repetición.

Apretó el paso y se encomendó a alguna providencia (menor) para evitar un saludo madrugador que no deseaba proferir.

Por alguna extraña e ilógica razón, su mente pensaba en la imagen de una fuente en la que un niño trataba de abalanzarse para recoger las monedas que la gente lanzaba al fondo del agua.

Un taxi se detuvo en la puerta del edificio, encendiendo las intermitencias delanteras y traseras en señal de precaución.

Ciertas despedidas se edulcoran con sonrisas... y parabienes.

Otras, no.

Se descubrió escuchando una canción en inglés, reiterando ese principio asentado de que adoramos letras que casi ni entendemos, y se inclinó hacia el lado opuesto de la acera, para ceder el paso a una mujer que caminaba ayudada por un bastón.

Abrió un radio estúpido para acceder por el lado más extremo de la puerta.

El más alejado.

Apenas dibujó un saludo.

Mientras deseaba una despedida.

Y el taxi, arrancó...

03 octubre, 2010

AZAR


Cara, cruz, cruz y cara.

Echaron las monedas al viento.

Cruz, cruz, cruz y cara.

No esperaban ningún resultado.

Cruz, cara, cara y cara.

Llovía y el agua les calaba los huesos.

Cara, cara, cruz y cruz.

Cada vez, el tintineo en el suelo era más doloroso.

Cruz, cara, cruz y cruz.

Pensaron que el tiempo sería su aliado... y acabó engañándoles.

Cruz, cruz, cara y cara.

Ya ni se dirigían la palabra, esperando un resultado improbable.

Cruz, cara, cruz y cruz.

Jugaban sin reglas. Asumiendo que habían de perder ambos.

Cara, cara, cara y cruz.

Sostuvieron confesiones que jamás se atreverían a reflejar.

Cruz, cara, cara y cara.

El agua se confundía con sus lágrimas.

Cruz, cruz, cara y cruz.

Los perros aullaban a lo lejos, en el fin del mundo.

Cruz, cruz, cruz y cruz.

Poco antes de que decidieran acabar.

Cruz, cruz, cruz y cruz.

Sus cuerpos se unieron, por última vez.

Cruz, cruz, cruz y cruz.

Cuando ya no sentían nada.