29 mayo, 2010

EL CORAZÓN DEL BUEN CONDE BOGESUND


Dicen que, en un ataque de excentricidad, ordenó que su corazón, una vez que hubiera dejado de latir, fuese enviado a Estonia, para colmatar el conjunto de reliquias familiares.

Aquella historia llamó poderosamente mi atención durante el tiempo en el que estuve confinado tras las rejas de una desoladora celda del penal de M.

A mi salida, y después de recibir un cortés agradecimiento de mi entidad bancaria por el repentino saneamiento de mi cuenta corriente (que había abandonado sus números rojos coetáneamente al abandono que tú me irrogaste), pensé que era un momento tan adecuado como cualquier otro como para encaminarme a Tallin.

Asumí que debía continuar mi lucha contra la ley de un modo más poético y cargué, en mi maleta, con un libro de H. Quiroga.

Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Ulemiste, me fijé en las contundentes curvas de la azafata rubia de ojos verdes que, durante todo el vuelo, estuvo pendiente de mi particular fobia a los aviones.

Tras un cruce de sonrisas, apunté, descreído, el número de mi teléfono móvil en el pequeño cupón de la tarjeta de embarque, y se lo entregué.

Mientras, utilizando mi paupérrimo inglés, intentaba indicarle al taxista la dirección de mi hotel, la lluvia comenzó a arreciar, conformando, junto con el arrastrar del parabrisas, un auténtico recital musical en la luna delantera del vehículo.

Tras dejar mi equipaje en la exigua habitación del hotel, me escondí tras mis gafas de sol y encaminé mis pasos a la búsqueda del Palacio.

Me sorprendió que los aledaños del imponente edificio se hallasen medio desiertos.

Conforme avanzaba hacia el muro de entrada, intentando adivinar el contenido de una pequeña nota manuscrita que colgaba de un lateral de la puerta, dos mujeres se cruzaron en mi senda, descabalgando lo que, imaginé, era algo parecido a un saludo.

En ese momento, en mi mente, apareció un pequeño texto y maldije haber olvidado mi cuaderno de notas.

El cartel estaba escrito en finés y pedí a un pequeño niño que correteaba cerca, en una mezcla de inglés, español y lenguaje de señas, que me tradujera su contenido.

El dedo índice de la mano derecha del chico se dirigió a su cuello y lo recorrió lentamente.

Abandoné mi propósito de encontrar el corazón del Conde y retorné hacia el hotel.

Mi móvil empezó a vibrar en el bolsillo de mi chaqueta.

Sonreí e indiqué el nombre del lugar en el que me hospedaba.

Dos horas después, mientras leía, desnudo en la cama, a Quiroga, dos golpes secos sonaron en la puerta.

Apenas fue un cruce de miradas.

El resto, sexo, animal, sin lugar a concesiones.

Un breve descanso.

Y un nuevo episodio, idéntico, de conjunción, sin más calor que el de la pasión.

Y algo parecido a un vómito en la copa que reposaba en la mesilla de noche.

Se vistió.

Se fue, sin decir adiós.

Arranqué una página del cuaderno del hotel y escribí el pensamiento que me había asaltado al cruzarse, entre mi camino y el Palacio, aquellas dos mujeres misteriosas.

Lo doblé y dibujé algo parecido a un ave en vuelo como seña de destinatario.

Jamás llegaría a los ojos pretendidos.

Continúe con Quiroga, hasta que pedí a la recepción que me ordenasen el billete de vuelta para la mañana siguiente.

Salí a la terraza para ver la quietud de la noche estonia... y recordé otra visión de otra noche... no tan lejana.

De fondo, quizá por la ventana abierta de alguna habitación contigua, escapaban las estrofas de una canción que hablaba sobre las razones (que son causas) del abandono (sin precisar si propio o ajeno).

Y abracé, con desilusión, la derrota que supone la victoria de la propia honestidad.

Y dormí (supongo). O desmayé.

Hasta que, en la puerta, volvieron a sonar dos golpes secos.

26 mayo, 2010

LA CASA


Tú dices que sientes miedo por sus habitaciones de techos altos.

Tú confiesas haber vivido pánico caracoleando las escaleras que conducen a la puerta de acceso.

Tú consideras que los ruidos que se cuelan por la ventana del dormitorio son los causantes de mi crónico insomnio.

Tú miras con recelo la ubicación de los espejos.

Tú saltas, compungida, cada vez que el aire azota la entrada y hace crujir la madera de las contraventanas.

Tú...


Yo ignoro si, bajo la cama, habita un inmundo monstruo que aguarda mi caída para hundirme en el oscuro reino de las tinieblas.

Yo ansío que las tablas que recubren los peldaños no salten, desvencijadas, y dejen vía libre a las alimañas de la noche... y el pasado.

Yo suspiro porque los golpes no vuelvan a violar mi madrugada, haciéndome pertrechar con afilados cuchillos de hojas de endiabladas dimensiones.

Yo espero que el cadáver desaparezca de la bañera y que los insectos no accedan, a su antojo, a dormir en el suelo del baño.


Tú dices que sientes miedo por sus habitaciones de techos altos.

Y yo no arranco de las sábanas el olor de tu cuerpo refugiado en el mío.

Tú susurras que has vivido el pavor en esos tortuosos y largos corredores.

Y yo sueño con cada segundo en el que, libre, paseas, a tu antojo, por ellos.

Y yo no te olvido.

Incluso sintiendo pánico a perder la mirada de tus ojos.

Incluso asumiendo el pavor de no haber ganado tu confianza.
Incluso odiando esa mañana de martes en la que mi boca prorrumpía en dardos envenenados.

24 mayo, 2010

DIPLOPÍA


Me alertaron sobre la posibilidad de que, salvo que observase las muy férreas recomendaciones, acabaría viendo doble por un asunto de dudosa desviación del enfoque.

No temblé.

No dejé, acaso podía hacerlo, de continuar leyendo en los trenes de cercanías.

Era una actitud arriesgada y, aunque muchos no lo estimasen de tal modo, comprometida y honesta.

No esperaba aplausos.

Jamás me importaron.

Tampoco su compresión.

Ni las palabras que, rumoreadas, atravesaban la imagen del lunático que hablaba solo por las calles.

Hirientes, pero inofensivas...


Paradójicamente, cuando el himno anunciaba el comienzo de las hostilidades, el más valeroso de los guerreros se retiró, a la retaguardia, en busca de una posición menos arriesgada.

Una vez allí, tomó su espada y la introdujo, con vehemencia, en su estómago, hasta que su sangre bañó, por completo, las manos enguantadas.


Escribí confiadas notas en papeles membretados.

Noté el insólito calambre de la tinta cuando, como casi todas las palabras, resulta hiriente, pero inofensiva...

El rojo se introdujo, también, en el sobre y voló... aséptico.

Empaqueté en un viejo cofre, sin ningún temblor en el pulso, un puñado de notas, la tarjeta publicitaria de un restaurante con enigmático nombre en el que cené y un regalo que jamás me perteneció.

Lástima que los recuerdos no se dejaran agarrar.

Ni tan siquiera aprehender, a pesar de ser vistos doblemente.

23 mayo, 2010

EL TELÉFONO


La mujer detuvo un coche.

La luz se apagó.

Cerró su paraguas y saludó con un gesto de cabeza.

Pronunció los datos de una dirección cercana y musitó un cortés "por favor".

El conductor subió el volumen de la estación de radio.

El trayecto se hizo corto.

La lluvia se detuvo cuando ella abandonó el vehículo.

No obstante, se cubrió bajo la tela negra de su paraguas y permitió que sus pasos se perdieran en la noche, sin rumbo.


El hombre salió cargando un tiesto en el que una planta agonizaba con sus hojas secas y caídas.

Apenas dobló la esquina, depositó el bulto en un contenedor que ya había sido recogido.

Caminó, dejando que la inercia de la bajada le colocase, en un breve espacio de tiempo, a varias calles de su casa.

La lluvia había comenzado a arreciar y, en su flequillo, se sostenían pequeñas gotas que, finalmente, caían, indistintamente al suelo o a sus zapatos.

Buscó, sin resultados positivos, un bar abierto en el que apaciguar la repentina sensación de frío que se había apoderado de su garganta.

Mientras una rata se cruzaba, ante él, para esconderse en la alcantarilla, adivinó una cabina telefónica en la que guarecerse.

Buscó en su bolsillo. Introdujo dos monedas y marcó un número aprendido de memoria.


Ella, aún bajo su paraguas, se resistía a acceder a casa.

Estaba plantada frente a la puerta de entrada.

Y, en el interior, el teléfono no dejaba de sonar.

22 mayo, 2010

EL TERCIO DE DESAPARICIÓN


Puede que el texto desapareciera no por casualidad.

Nada ocurre sin motivo.

La razón de que el rejón de muerte se esfumase no podrá encontrarse en los manuales de urbanidad.

Y no fue el alcohol.

Ni el mal envite del pulso... o el pulso de un mal envite.

Y, sin embargo, pero curiosamente, jamás leeremos esas palabras, que eran más crudas que un simple fin (the end) y algo menos dolorosas que una verdad cubierta del barniz de la falsedad.

Ni siquiera el veintinueve de mis veintinueve, en el sol de mi alto tendido, me habré de acordar.

No existen trances de recuperación frente a la irracionalidad de las máquinas.

Igual tampoco frente a las personas.

Ni qué decir tiene que menos aún ante los personajes, creados con las pulsaciones infames e incomprensibles de un ciego corazón que habitó los parajes más oscuros de la desazón.

Las palabras fugitivas hablaban de descubrimientos, de búsquedas, de portes y efigies, de caracteres indescifrables, del honor de aquéllos que mintiendo abrazan, por honestidad, la verdad, y de otras lindezas que, asumo, conviene olvidar o dejar naufragar en el océano de la página en blanco.

El veintinueve (29) de mis veintinueve (29), desde el sol de mi tendido, te aprenderé a olvidar.

Y, como el texto, todo se borrará...

21 mayo, 2010

LA PINACOTECA


Ninguno de los retratos de la pinacoteca va a llorar tu recuerdo.

Yo tampoco lo haré.

Me sorprende que mi primera impresión tuya fuera oriental... sí, cuando las imágenes estaban proscritas y alejadas del conocimiento.

Luego, en dos días consecutivos de olor a salitre de playa urbana, la fragancia era de primavera adelantada y corrientes de aire fresco de la mañana penetrando por las ventanas que, por olvido, se dejaron abiertas.

Y, hoy, en esta noche aciaga de nieve derretida y de lágrimas hacia dentro, tu perfil se me antoja etrusco, rodeado de un espíritu carmesí que desdibuja tu silueta.

No lloraré, me lo prometí, frente a tu sonrisa.

Tampoco sonreiré cuando vengan a mi mente esos otros segundos en los que disfrutabas quebrantando las normas de respeto, entre las entreplantas que, fugaces, devoraban los ascensores.

Puede que el agua de las fuentes me acabe ahogando.

No ofreceré resistencia.

He descubierto que tu presencia fue la causa del sutil, y acentuado, caer de las ramas verdes que adornaban los azulejos encerados.

La noche no va a lagrimear.
Acabó odiando que todas sus historias solo fueran meras referencias.

A la luna le bastará cerrar sus ojos para imaginarte desnuda, chapoteando en las aguas lacustres.

Y nada les importará...

19 mayo, 2010

SEÑAS DE DESCUBRIMIENTO


Eras hielo mientras reposabas tras la danza del antiguo rito.

Fuiste piedra cuando, confiada, anunciaste las maldades que se cernerían sobre aquel que quedara obnubilado por tus encantos.

Habías sido fuego antes, en el entrechocar de cuerpos y piel que quebrantaba el pacífico sueño del bebé de los vecinos de al lado.

Deseaste convertirte en diamante, ese carbón precioso y brillante que, en su majestuosidad, atrae las luces para devolverlas teñidas de distancia y obstáculo.

Todo eso, y un episodio escrito en el envés de una postal, fuiste o llegaste a desear ser cuando el cristal se fragmentó en mil pedazos.

Las flores dejaron de suavizar el ambiente con su olor.

Las historias de los libros dedicados se cubrieron de una pátina de irremediable previsibilidad.

Las pulsaciones dejaron de acelerarse cuando el mensaje del portal cibernético confirmaba la reserva de habitación de un hotel desconocido.

Los regustos dejados por la visualización de las pulseras identificativas descubrieron un tono aún más amargo.

El cantante modificó el final de la última estrofa para asestar una puñalada de despecho y dolor.

Nadie se ofreció a pagar tu rescate a la libertad.

El botín de hielo, piedra, fuego y diamantes se antojaba excesivamente frío e hiriente.

Y sus señas de descubrimiento se escondieron entre las arrugas de los mapas.

17 mayo, 2010

EL BANCO


Los viejos del lugar, ésos que ahora disfrutan, tranquilos, del sol primaveral de mediodía, relatan que, aquella noche, la pareja se besó en el banco que estaba justo a la salida del parque.

También dicen, entre sonrisas, que el sol les descubrió en un bello y tierno abrazo que parecía indestructible.

Y que, cuando los gendarmes les alertaron, despertándoles de un modo menos educado del que la ocasión requería, ellos se marcharon asustados, como si una ráfaga de viento helado hubiese aniquilado el nacimiento de una orquídea.

Dicen, cuando se animan y acceden a tomar una refrescante cerveza en la mesa de mármol del único bar del pueblo, que no volvieron a verles jamás, y que el cartero del pueblo vecino aseguró haberlos sorprendido huyendo en una desvencijada motocicleta sin ningún equipaje.

Ellos recordaban que la narración de la escapada se salpicaba de gafas oscuras, una diadema con una flor indescriptible y una melena que aleteaba al viento.

Ambos sin casco y con esa liviandad que solo puede ser sinónimo de amor.

Justo después, indefectiblemente, el más anciano recuerda el incendio que asoló el parque y los gestos de todos se tornan sombríos y las palabras comienzan a escasear.

Después llegaron muchos años de aburrimiento y sordidez.

Hoy les vi.

Estaban sentados en el banco.

Ella aún mantenía un porte juvenil que contrastaba con las arrugas que surcaban sus manos.

Él miraba con gallardía al lugar que, años atrás, había albergado el parque en el que la besó por vez primera.

Se han vuelto a mirar a los ojos.

Se han besado.

Y se han fundido en un abrazo que, como aquel pretérito, resultará invencible.

Son ellos.

Lo sé.

Me lo ha dicho el único testigo impasible y mudo.

El que les ha acogido hoy como lo hizo varias décadas atrás.

El banco me habló de amor, mientras ellos caminaban tan unidos que se antojaban un único ser.

14 mayo, 2010

... (O EL SILENCIO DE LOS MÓVILES)

Hieren.
Tus sonrisas.
Tus gestos.
Tus palabras regaladas.
Maltratan.
Castigan.
Puede que tú no lo sintieras así.
Ahora que el mundo se reduce a dos números de teléfono que merece la pena descolgar.
Nadie buscará el motivo que condujo a disiparme... en una máscara de estúpida cordialidad, salpicada por episodios de repentino ensimismamiento.
Ahora que los deberes reclaman tu presencia y, sin embargo, tus dedos postulan un lirismo exacerbado, lejano de ese rigor mecanicista.
Hieren.
Tus negativas.
Tus despechos.
Tus temores.
Ahora que lo único que imagino es tu sonrisa (vertical) ante una mesa repleta de sushi.
Hoy que los uppercuts del alcohol castigan mi mandíbula.
Sí, cuando imaginas que estaré agotando mi última oportunidad ante una imagen que desconcentró... solo me turbó (y ya renuncié... desapareciendo, huyendo... como alma que portaba el demonio tras un súbito arranque de incomprensión).
Herido y absorto.
Mientras la sonrisa del mundo canturrea una sonata infantil.
Y las margaritas perfuman ese mínimo paraíso diario.
Hieren.
Y tu abrazo, escondido de la populosidad de las avenidas...
Y tus besos, proscritos en la generalidad de los mercados...
Y tú...
Esa vampiresa que (yo) herí un martes de pasión.

12 mayo, 2010

LA LLUVIA SOBRE LISBOA


Algún día cesó de llover sobre Lisboa...


Todo ocurría con retraso.

Nada, en el fondo, exhibía sus colores reales.

La mujer más bella del mundo había posado, sin saberlo, para una guía turística de la ciudad con más embrujo del planeta.

Y el caminante terminó por romper su silencio y aseguró que mataría por esos ojos a los que había visto llorar.

Quizá también les había causado dolor, desconfianza y llanto.

Pero prometió, escribiéndolo en su agenda de tapas negras, que jamás volvería a hacerlo.

Y apretó el bolígrafo para que la tinta impregnase bien el papel con una sentencia en la que prometía no fijar sus ojos, ni su mente en ninguna otra persona del universo.
Ni en otro color azabache.
Solo el brillo de sus labios recién pintados.
Únicamente la suavidad de esos dedos en los que depositaba un beso cálido y silencioso.

Una condena.

Una redención.


Algún día cesó de llover sobre Lisboa...

Aquella jornada, ambos pasearon, cogidos de la mano, hasta llegar a un restaurante apartado y oscuro del Bairro Alto.

Él musitó su deseo de futuro.

Y ella, sorprendida, sonrió y, algo temblorosa, afirmó.


El resto fueron bellas imágenes que fueron retratadas en una recóndita playa en la que él, completamente miope, pretendía leer, mientras ella aún paseaba por la arena con ese aire de sirena epopéyica.


Algún día cesó de llover sobre Lisboa...

Y sobre la mesa de mármol de ese coqueto restaurante escondido aún reposa una inscripción que afirma el eterno amor.

EL CADÁVER


El cadáver apareció en la bañera sin previo aviso.

Reconozco que la primera impresión fue de pánico.

Atroz.

Quizá si el grito se ahogó en mi garganta fue, única y exclusivamente, porque la razón aguantó el predicado de la visión.

Era de madrugada.

Concretamente la sexta vez en la que me despertaba durante esa noche.

Nada nuevo... pero igual de insano e insufrible.

El cuerpo me sonreía con una mueca huesuda y destartalada.

En el piso de la bañera, reposaban un anillo, solitario con diamante engastado, y una alianza.

La cogí con cuidado y descubrí que su interior no se hallaba grabado.

Opté por mantener esta suerte de repentina convivencia y me marché a la cama.

Todo transcurría cordial hasta que resulté empujado por una fuerza indescriptible (y seca) al suelo.

Encendí la luz y su sonrisa se arrebujaba entre mis sábanas.

Su imagen era plácida.

Reparé, pensando cómo no lo había hecho con anterioridad, en que la presencia mantenía vigoroso y luminoso (intacto, provocador) todo su cuero cabelludo.

Una larga y rizada melena algo más clara que azabache.

Retiré un cojín y me marché hacia el sofá del salón, pretendiendo encontrar una paz que parecía que se iba a alterar de forma más que continuada.

Unos veinte minutos más tarde, había logrado conciliar el sueño, cuando, como un fogonazo, la televisión comenzó a emitir (en un chorro de luz desmedido) una película inspirada en la novela Bajo el volcán.

El cadáver se cruzó de piernas y sonrió (si es que alguna vez había dejado de sostener ese imperturbable rictus).

Caminé hasta la cocina, descorché una botella de vino y preparé dos copas que dejé en la mesa baja que casi golpeaba mi repentino compañero.

No prestó atención a la bebida.

Pasadas unas cuantas horas, el despertador sonó en la habitación.

Corrí a apagarlo y me dirigí a la ducha.

El cadáver continuaba allí.

El calendario refería un rutinario dos de noviembre en el Distrito Federal.

10 mayo, 2010

LA ERMITA


Le miré fijamente.

Su rostro transmitía intranquilidad.

Miedo.

O, al menos, esa inquietud de los espíritus errantes que entienden que, todavía, existe crédito suficiente para la apuesta por el devenir.

Su equipaje era pequeño y la mochila estaba sucia, muy castigada por lo que aventuraba un existir que comulgaba poco con el reposo y el sedentarismo.

Rara vez sostenía mi mirada.

Parecía no tener prisa, pero entre susurros hablaba de visitar ciudades como Roma, Pekín, Buenos Aires, Lima y Lisboa.

También se antojaba, entre sus reflexiones, la rememoración de episodios en lugares muy lejanos.

Vividos entre el pesado humo que puebla las estancias más angostas y oscuras.

Espacios poco recomendables para hombres que sienten miedo del brillo de las hojas afiladas de las navajas o del plateado color de los cañones de los revólveres.

Lo observé durante largo tiempo.

Intenté romper mi silencio y preguntarle, tan solo, qué sería lo siguiente.

Entonces me dedicó su gesto, compuesto por una mirada acuosa y perdida y un rictus acostumbrado a encajar los sinsabores de la vida.

Balbució.

"Muchacho...".

Presté atención, sin interrumpirle.

"Muchacho... -repitió. He visto la celebración de un enlace en el que los invitados amartillaban sus pistolas y el sacerdote había olvidado el texto de las Sagradas Escrituras...".

Su visión provocó en mi cierto ataque de risa que contuve a duras penas.

El hombre continuó su perorata, imperturbable.

"Muchacho... se estaba oficiando un funeral... y el ataúd, para sorpresa de todos, estaba vacío. El muerto había desaparecido... se había esfumado".

Estuve a punto de interrumpir su discurso pero, de repente, muy alterado, pronunció las siguientes palabras:

"Muchacho... todos estaban muertos. Cargaban sus armas en manos pálidas y huesudas y apuntaban, con sus armas, mirando por las cuencas vacías de sus ojos".

Se levantó y, rápidamente, empezó a correr.

"He visto esa ermita, muchacho... y quiero reposar allí".

08 mayo, 2010

INCIENSO


Por la inspiración... y el permiso (y algunas cuestiones más)... gracias.


El paquete de incienso apareció en el suelo.

Estaba allí desde algún momento indeterminado de la madrugada anterior (e interior).

Los gatos huyeron de los tejados para refugiarse en el sanatorio de lunáticos del valle.

Todo ocurría sin observar las leyes de la Física hasta el momento conocidas.

Los cajones se abrieron y cerraron, automáticamente, desafiando cualquier tipo de quietud.

De los grifos del baño, el agua caía demostrando su más completo arrojo y libertad.

Nada volvería a ser como antes.

Nada volvería a ser.

Nunca.

Jamás.

Si es que la medida temporal mantenía, todavía, su anterior relevancia.

No lo olviden, el paquete de incienso apareció en el suelo.

Pero, ahora, ya no estaba allí.


El calamar se empeñó en salir del agua para recitar sus cantos.

Los tentáculos del pulpo pulsaron las teclas del piano.

El salmón evitó situarse en la pendiente del río y olvidó el contenido de las partituras.

Y, sin embargo, la música continuaba sonando mientras el barco se hundía.


No preocupaba a nadie, hasta que las manecillas del reloj dejaron de avanzar para iniciar un perturbador retroceso... imparable.


Y el paquete de incienso volvió a aparecer en el suelo.

04 mayo, 2010

EL EXPERIMENTO


El experimento era lo único que merodeaba su cabeza.

Llevaba haciéndolo unos quince años.

Pero el momento había llegado.

Las camas estaban preparadas.

La dependencia había sido pintada de un negro completo y riguroso.

No existía filtración alguna para la luz.

Las siete camas estaban alineadas.

No les serían proporcionados ni víveres ni agua durante la observación, ni durante los dos días anteriores.

El habitáculo se hallaría íntegramente insonorizado.

Ninguno de los individuos que conformaran la muestra podría conocerse previamente.

Ninguno de ellos podía tener lazos o vínculos familiares o afectivos con ningún ser humano.

Valdrían indigentes.

Los más desharrapados.

Los olvidados.

Ellos serían los más adecuados.

Justo antes de entrar en la sala, desnudos y con una venda negra, percibirían el agudo pinchazo en el brazo, y una sensación líquida recorriéndoles el cuerpo.

Todo comenzaría unas cinco horas después.

Las alucinaciones.

Los gritos.

Las alteraciones de la personalidad.

No era descartable algún brote de violencia incontrolado entre los individuos.

No resultaría descabellado pensar en episodios de autolesión, incluso de automutilación.

Franz, el doctor, no podía conciliar el sueño.

Si su hipótesis era acertada, el mundo habría llegado a su fin.

Si era errónea, la humanidad continuaría muriendo... y matando.

Solo había que esperar a ver cómo reaccionaban siete hombres encerrados, sin comida, ni agua... y sin recuerdos.

EL CAFÉ SIN NOMBRE


Desde el ventanal del café sin nombre, una mujer desliza una flor en un sobre perfumado.

El tecladista dejó parte de los instrumentos en la acera de la calle y se colocó, bajo el negro chaleco de lana, su fina corbata de seda.

Miró a un lado y a otro, pero sus ojos no alcanzaron a los de la mujer.

Resignado, cargó todo el equipaje, se abrazó al bajista, oteó la encrucijada y escupió.

Abrió la portezuela de su furgoneta, de color celeste, y se aseguró que el mapa de carreteras estuviera en el salpicadero.

Ella continúa ensimismada, observando cómo las gotas de agua recorren el cristal, dibujando rutas que se unían y escapaban a la dirección lógica prevista.

En un gesto involuntario, su mano derecha visita el lóbulo de su oreja izquierda.

Recuerda unos pendientes de cristal, largos, que ahora ya apenas utiliza.

También le viene a la memoria el rostro de un hombre que, sin embargo, nada tiene que ver con ese regalo.


El músico avanza por la carretera con el gesto triste.

No quiere dormir, tras el concierto, en ningún hotel, prefiere retornar tras concluir el recital.

Algo la hace aparcar en el arcén y, en apenas veinte minutos, ha escrito una bella canción de desamor.

Despistado, se descubre viendo cómo las gotas de agua dibujan senderos inextricables en su espejo.


Ella abandona el café, y se interna sin paraguas en la lluvia.

Él abre la ventanilla y confunde sus lágrimas con el agua.

03 mayo, 2010

LA VOZ DE ARY


Tú ya no miras con esos ojos.

Yo escondo algunos sueños entre mis muecas.

Ambos envidamos, sin cartas apropiadas, en una jugada que ninguno quiere ganar.

Y el sol enseñorea los lujosos áticos de una ciudad que descubrimos a ciegas.


Puede que nadie lo vaya a entender jamás, pero mi cabeza está siendo permanentemente revoloteada por una mariposa asesina.


Las bebidas que nos esperaban en las antiguas tabernas refrescan otros paladares más agradecidos.

Las banderas que señalaban, en el mapa, los lugares en los que nos hubiésemos entregado han sido pasto de las llamas.

Las habitaciones que deparaban magníficas vistas en el atardecer van a ser derribadas por edicto municipal.


No quiero obtener ni compasión, ni plegarias, solo advierto de esa presencia oscura que me sobrevuela.


He decidido no dar la vuelta a las cartas.

Estimé oportuno olvidar todas las calles que pretendía caminar a tu lado.


Hoy, mientras la puerta de mi casa iba a ser derribada a las seis y media de la madrugada, y corrí a por un cuchillo que defendiese la estúpida integridad física, la voz de Ary Barroso me recordó que los principios son los únicos que te comprenderán cuando abandones tu pasión.

Y olvidas las cartas, las calles, los hoteles, los sueños y el revoloteo (inquietante) de la mariposa que te sobrevolaba.