23 mayo, 2010

EL TELÉFONO


La mujer detuvo un coche.

La luz se apagó.

Cerró su paraguas y saludó con un gesto de cabeza.

Pronunció los datos de una dirección cercana y musitó un cortés "por favor".

El conductor subió el volumen de la estación de radio.

El trayecto se hizo corto.

La lluvia se detuvo cuando ella abandonó el vehículo.

No obstante, se cubrió bajo la tela negra de su paraguas y permitió que sus pasos se perdieran en la noche, sin rumbo.


El hombre salió cargando un tiesto en el que una planta agonizaba con sus hojas secas y caídas.

Apenas dobló la esquina, depositó el bulto en un contenedor que ya había sido recogido.

Caminó, dejando que la inercia de la bajada le colocase, en un breve espacio de tiempo, a varias calles de su casa.

La lluvia había comenzado a arreciar y, en su flequillo, se sostenían pequeñas gotas que, finalmente, caían, indistintamente al suelo o a sus zapatos.

Buscó, sin resultados positivos, un bar abierto en el que apaciguar la repentina sensación de frío que se había apoderado de su garganta.

Mientras una rata se cruzaba, ante él, para esconderse en la alcantarilla, adivinó una cabina telefónica en la que guarecerse.

Buscó en su bolsillo. Introdujo dos monedas y marcó un número aprendido de memoria.


Ella, aún bajo su paraguas, se resistía a acceder a casa.

Estaba plantada frente a la puerta de entrada.

Y, en el interior, el teléfono no dejaba de sonar.

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