04 mayo, 2010

EL CAFÉ SIN NOMBRE


Desde el ventanal del café sin nombre, una mujer desliza una flor en un sobre perfumado.

El tecladista dejó parte de los instrumentos en la acera de la calle y se colocó, bajo el negro chaleco de lana, su fina corbata de seda.

Miró a un lado y a otro, pero sus ojos no alcanzaron a los de la mujer.

Resignado, cargó todo el equipaje, se abrazó al bajista, oteó la encrucijada y escupió.

Abrió la portezuela de su furgoneta, de color celeste, y se aseguró que el mapa de carreteras estuviera en el salpicadero.

Ella continúa ensimismada, observando cómo las gotas de agua recorren el cristal, dibujando rutas que se unían y escapaban a la dirección lógica prevista.

En un gesto involuntario, su mano derecha visita el lóbulo de su oreja izquierda.

Recuerda unos pendientes de cristal, largos, que ahora ya apenas utiliza.

También le viene a la memoria el rostro de un hombre que, sin embargo, nada tiene que ver con ese regalo.


El músico avanza por la carretera con el gesto triste.

No quiere dormir, tras el concierto, en ningún hotel, prefiere retornar tras concluir el recital.

Algo la hace aparcar en el arcén y, en apenas veinte minutos, ha escrito una bella canción de desamor.

Despistado, se descubre viendo cómo las gotas de agua dibujan senderos inextricables en su espejo.


Ella abandona el café, y se interna sin paraguas en la lluvia.

Él abre la ventanilla y confunde sus lágrimas con el agua.

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