29 mayo, 2010

EL CORAZÓN DEL BUEN CONDE BOGESUND


Dicen que, en un ataque de excentricidad, ordenó que su corazón, una vez que hubiera dejado de latir, fuese enviado a Estonia, para colmatar el conjunto de reliquias familiares.

Aquella historia llamó poderosamente mi atención durante el tiempo en el que estuve confinado tras las rejas de una desoladora celda del penal de M.

A mi salida, y después de recibir un cortés agradecimiento de mi entidad bancaria por el repentino saneamiento de mi cuenta corriente (que había abandonado sus números rojos coetáneamente al abandono que tú me irrogaste), pensé que era un momento tan adecuado como cualquier otro como para encaminarme a Tallin.

Asumí que debía continuar mi lucha contra la ley de un modo más poético y cargué, en mi maleta, con un libro de H. Quiroga.

Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Ulemiste, me fijé en las contundentes curvas de la azafata rubia de ojos verdes que, durante todo el vuelo, estuvo pendiente de mi particular fobia a los aviones.

Tras un cruce de sonrisas, apunté, descreído, el número de mi teléfono móvil en el pequeño cupón de la tarjeta de embarque, y se lo entregué.

Mientras, utilizando mi paupérrimo inglés, intentaba indicarle al taxista la dirección de mi hotel, la lluvia comenzó a arreciar, conformando, junto con el arrastrar del parabrisas, un auténtico recital musical en la luna delantera del vehículo.

Tras dejar mi equipaje en la exigua habitación del hotel, me escondí tras mis gafas de sol y encaminé mis pasos a la búsqueda del Palacio.

Me sorprendió que los aledaños del imponente edificio se hallasen medio desiertos.

Conforme avanzaba hacia el muro de entrada, intentando adivinar el contenido de una pequeña nota manuscrita que colgaba de un lateral de la puerta, dos mujeres se cruzaron en mi senda, descabalgando lo que, imaginé, era algo parecido a un saludo.

En ese momento, en mi mente, apareció un pequeño texto y maldije haber olvidado mi cuaderno de notas.

El cartel estaba escrito en finés y pedí a un pequeño niño que correteaba cerca, en una mezcla de inglés, español y lenguaje de señas, que me tradujera su contenido.

El dedo índice de la mano derecha del chico se dirigió a su cuello y lo recorrió lentamente.

Abandoné mi propósito de encontrar el corazón del Conde y retorné hacia el hotel.

Mi móvil empezó a vibrar en el bolsillo de mi chaqueta.

Sonreí e indiqué el nombre del lugar en el que me hospedaba.

Dos horas después, mientras leía, desnudo en la cama, a Quiroga, dos golpes secos sonaron en la puerta.

Apenas fue un cruce de miradas.

El resto, sexo, animal, sin lugar a concesiones.

Un breve descanso.

Y un nuevo episodio, idéntico, de conjunción, sin más calor que el de la pasión.

Y algo parecido a un vómito en la copa que reposaba en la mesilla de noche.

Se vistió.

Se fue, sin decir adiós.

Arranqué una página del cuaderno del hotel y escribí el pensamiento que me había asaltado al cruzarse, entre mi camino y el Palacio, aquellas dos mujeres misteriosas.

Lo doblé y dibujé algo parecido a un ave en vuelo como seña de destinatario.

Jamás llegaría a los ojos pretendidos.

Continúe con Quiroga, hasta que pedí a la recepción que me ordenasen el billete de vuelta para la mañana siguiente.

Salí a la terraza para ver la quietud de la noche estonia... y recordé otra visión de otra noche... no tan lejana.

De fondo, quizá por la ventana abierta de alguna habitación contigua, escapaban las estrofas de una canción que hablaba sobre las razones (que son causas) del abandono (sin precisar si propio o ajeno).

Y abracé, con desilusión, la derrota que supone la victoria de la propia honestidad.

Y dormí (supongo). O desmayé.

Hasta que, en la puerta, volvieron a sonar dos golpes secos.

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