01 junio, 2010

MAGIA


No me reconozco en esas fotografías de apenas hace un par de meses.

¿Cuántas noches de Dry Martini han asolado, desde entonces, mi castigado hígado?

Me muestro incapaz de adivinar algún rastro familiar en mi sonrisa de jugador confiado.

¿Son trece (y no por casualidad) las apuestas que he perdido desde aquellas noches de primavera aventajada?

Observo, con detenimiento, el pañuelo que rodea mi cuello y me inquieta que hubiese podido amordazarme.

¿Habré renunciado a insultar al aire por una mera corrección política (la revolución dirigida por unos gritos que jamás pronunciaron mi nombre?)

He revivido, durante todo este tiempo, miles de veces, esos dos lugares comunes.

Y no he entendido aquella llamada, la de tu despertar en una cama compartida.

Y me ha desconcertado no encontrar, entre mis notas, más que apuntes gestuales de algo que, alejado del lirismo, quizá solo resultara animal.

Maldita sea, ¿ustedes tuvieron la sensación de no reconocerse en sus sonrisas pretéritas, en sus afectados ademanes, en su manera de posar ante la cámara, en su arquitectura vacía de muecas forzadas?

Hay un tren que me espera... y he corrido las cortinas para que los cristales no reflejen imagen alguna.

No me reconozco en el viajero que ocupa mi asiento.


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La magia se acaba cuando descubres el lugar en el que se coloca el ilusionista y sus rápidos movimientos.

O cuando eres capaz de desasirte de la subyugante sonrisa de su partenaire.

Jugando a tres centímetros de tus labios, lo que antes hubiesen sido sinceros besos, ahora se convertirían en severos salivazos.

¿Y quién sabe quién y cuándo es uno mismo?

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