"Y si te dicen que duermo de día, y es verdad, y es verdad... No te olvides que soy grande porque tengo multitudes que me esperan afuera". No son horas. Andrés Calamaro.
Desastres cotidianos.
En la cocina, en el baño, en el patio de vecinos y en la cuerda de tender.
Pánico de un martes anodino.
En las venas, en la mente y en el acompasado bombear del corazón.
Horror de parajes olvidados.
En los patios de la escuela, en los bancos de los parques y en las habitaciones, previamente reservadas, de hotel.
Miedo a la inspiración en su secarral.
En los versos, en las postales y en los cuadernos adornados con flores árabes.
Catástrofes manifiestas.
En las hojas garabateadas y arrancadas, en el papel metal que reposa, usado, en las papeleras y en los cruces para peatones manchados de sangre carmesí.
Lamentables desgracias.
En los calendarios de fechas tachadas, en las cubiertas ajadas de agendas regaladas y en las notas olvidadas en el primer cajón de las mesas ajenas.
Sucesos inclasificables.
En el champagne amargo, en las fresas que se han agriado y en las piezas de sushi que enmohecieron esperando su oportunidad.
Desastres cotidianos.
En las taquillas de entradas agotadas, en las plateas vacías y entre las bambalinas donde susurran nuestros fantasmas.
Desastres cotidianos.
En las venus despistadas, en las lunas violadas y en las estrellas que apagaron su luz.
Solo, y nada más que, estos desastres cotidianos.
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