28 septiembre, 2009

ARROJO


"Solo las sombras me enseñan a ver, desconfío siempre de las luces (...) porque nadie quiere lo que tiene, porque nadie hace lo que debe. Canción del valor para caminar, adonde quieras llegar mi canción del valor y que de presa te hagas cazador". Canción del valor. Loquillo.


Un domingo leyendo un libro de Pessoa, el fantasma de una ciudad conocida como Lisboa (y desconocida por todos los que no perdieron sus pasos, solemnes y solitarios, por ella), y con la más que sospechosa, pero sensata, composición de Loquillo sonando en el reproductor musical.

El chillido de algún aficionado taladró la parsimonia de la siesta vecina... pero los daños colaterales no alcanzaron a la habitual llamada a los cuerpos de seguridad.

Algunos cuerpos se recorren y debaten, entre sábanas de satén, en batallas que culminan en orgasmos (fingidos, placenteros, inexistentes, histriónicos...), pero el tañer de las campanas continúa igual de monótono, e inmisericorde.

Nadie recuerda íntegramente aquellos poemas que hubo de memorizar en la escuela y, sin embargo, su memoria no borró la estrechez y suciedad de los pupitres.

En algún lugar de mis sienes rebota la palabra añil y asumo que no es por el efecto de ninguna bebida espirituosa.

La cartelería de los cines anuncia películas que no me suscitan el más mínimo interés... y recuerdo que alguien descargó su artillería sobre Tlateolco, pero devuelvo a la humanidad una imagen inútil y ensimismada.

Por la calle, el tránsito de pilotos es apasionado y fluctuante, como la sangre de los caballos que acabaron su carrera en el hipódromo.

Mi agenda reclama mi atención sobre invitaciones a cumpleaños en las que el desasosiego, presumo, me hará sentir incómodo... y ausente de espíritu.

Aprendí, relativamente tarde, que los relojes ya no importan.

Los dedos se deslizan por el teclado siguiendo la sinfonía de su más propio arrojo y la autoría es un concepto vago e indeterminado.

Juro que vi a una pareja anciana en la playa desierta.

El rostro de él, miope aquejado por su voracidad lectora, se volvía al de su acompañante, como si pretendiera apoderarse del destello de un rostro (el de ella) que denotaba los contornos de una belleza evocada por los pintores.

Prometo que escuché cómo él musitaba una declaración de amor.

Y ambos sonreían, dejando que el viento aleteara las páginas de sus libros y revistas...

Como si ya no importasen los relojes.

Como si el Mundo les fuera externo.

Como si todos los silencios, todas las palabras dichas, todos los secretos y todas las verdades, se resumieran en esa simple mirada que, en su día, había sido de arrojo.

La mirada cubierta de añil y acariciada por las campanas de una vieja capilla.

26 septiembre, 2009

EL CAMINANTE


Sabes que caminas, pero desconoces el sendero...

Avanzas con la pausa que provoca el desasosiego y la desatención.

Y el sol golpea, con sus rayos, con la crudeza de los puños de Evander Holyfield en la década de los noventa.

Desorientado, buscas con la mirada la curva que da acceso al bosque, pero no la divisas y el miedo saluda tus cábalas e inquietudes.

Entonces alcanzas a un caminante... desaliñado, maloliente, con un andar todavía más cansino que el tuyo.

Y te llama la atención su sombrero raído y desgastado.

Aprietas el paso, pero el hombre te susurra para reclamar tu atención... y te detienes.

"Apenas le molestaré, amigo...".

Para cambiar el rumbo, temeroso de una especie de interrogatorio insano, tomas la delantera y le inquieres:

"¿Por qué camina solo por aquí?".

Y él te mira con piedad y cercanía y te sentencia con sus palabras:

"Soy mucho más viejo que usted y, por supuesto, atesoro más temores que olvidar".

El desvanecimiento quiere apoderarse de tu cuerpo y escuchas de nuevo al viejo.

"Quizá, solo intente olvidar. Por eso, la velocidad de nuestro avanzar se va haciendo más baja conforme pasa el tiempo".

Y, de repente, sientes que envejeces.

Las imágenes de tu infancia y juventud se agolpan en tu memoria, pretextando inquietud y atención en un mar de confusión.

El viejo se adelanta y, con cierta autoridad, te espeta:

"No puedo permitirme detenerme... Me encamino a la negación y una parada podría ser fatal".

Y su voz te suena familiar. Como si se tratara de la tuya propia cuando alcances su edad...

Piensas que ese hombre ha aparecido antes en tu vida, pero la memoria continúa batallando frente a la sucesión de episodios pretéritos...

El caminante se gira y te devuelve una sonrisa antes de despedirse de forma enigmática:

"Le espero en el próximo camino".

Y, remiso, observas como una fuerza te atrae, contra tu voluntad, hacia la dirección contraria del sendero.

El sol desaparece y la noche se alza en la bóveda.

Continúas arrastrando tus pies por el suelo.

Y el viejo es ya una mínima mancha al fondo.

Se aleja de ti...

Y solo entonces entiendes que tú eres el único caminante.

20 septiembre, 2009

Carta a E.


Querida E:

No aúlles por mi derrumbe... mis pasos se hunden en el barro que antes acogió la caída de otros.

Dejaré que mis palabras fluyan en este papel y alcancen una altura en la que, posiblemente, coqueteen con la incomprensión y la oscuridad.

He escrito tanto que, quizá, pueda leer el futuro (ajeno) en las conchas de las tortugas que nadan en el estanque.

Puede que el techo vaya desprendiéndose mientras concluyo esta última misiva, y los trozos blancos de cal y pintura golpeen, como metralla blanda, a los insectos que corretean por el sucio suelo del parquet que jamás acuchillamos.

Hace años, aunque la noción del tiempo me resulta esquiva desde varios milenios ha, las manecillas del reloj se detuvieron y los pasos del fantasma que habita la buhardilla continúan repiqueteando, con parsimonia y absurdidad, consiguiendo que el pavor (ese concepto que solo las mujeres inteligentes diferencian del pánico) se cincelara en el nombre de la placa de nuestra calle.

El jardinero olvidó sus herramientas en la parte trasera del corral, y las rosas se secaron, conformando un escenario de naturaleza muerta que el bohemio pintor retrató en aquel cuadro, cuyo lienzo terminó por rajar una noche de verano sin estrellas, adornada por sus indescriptibles gritos.

El polvo se ha adueñado del piano y el color de las teclas ha de adivinarse. Nadie las presiona ya con esa sutileza y precisión. Vuelvo a colocar mi sábana sobre la tapa y percibo como el polvo colorea el interior de las telas.

Ya nada importa.

Alí, en el póster que cuelga de la pared, amenaza, con vigor, al fardo que desde el suelo llamaron Sonny Liston en la pelea de Lewiston. Incluso el viejo Cassius requiere, ahora, de ayuda para pasear...

Y en los canales de televisión, repetitivos, anodinos, infames, no encuentro el final de La Ventana Indiscreta... y mi memoria es incapaz de colocar a James Stewart y Grace Kelly en aquel piso que se convirtió en atalaya preferencial.

Un pequeño jilguero se presenta en el alfeizar de la ventana. Pía con una mezcla de cansancio y terror. En sus ojos se vislumbra el desasosiego de los cuerpos que han conocido el dolor extremo de la soledad, la elasticidad infinita del hálito de la desesperación.

Puede que no comprendas, cuando retornes a esta estancia, porqué las paredes se cubrieron de una pintura maligna y negra, disparada, como a espasmos, por un ser maligno.

Puede que estas letras jamás provoquen un acceso de lágrimas, ni sonrisas, ni temblor, en tu interior.

Puede que las fuerzas me abandonen y no sepa expresar el terrible dolor de la pérdida...

Puede que el jilguero me superviva y salude tu llegada con una honesta y agria despedida.

Tuyo.

PRAGA


Hace unos años, R., visitó Praga.

El cielo estaba encapotado, a pesar de ser verano, y los rayos de sol peleaban por intentar hacerse un hueco entre las nubes.

Paseando por sus calles, R., se preguntaba sobre la opinión que tendría el huidizo y temeroso Franz Kafka respecto del hecho de que la ciudad, su ciudad, se hubiera llenado de reclamos publicitarios (bolígrafos, camisetas, llaveros, cuadernos, puntos de lectura...) con su efigie o, más abominable aún, con el dibujo caricaturizado de la imagen del genial escritor checo.

Las callejuelas del centro de Praga ofrecieron a R. un escenario de paredes frías, de piedra negra, cubiertas por carteles que la humedad se encargaba de recortar siguiendo la más pura ley del antojo.

Para R., como para cualquier turista no especialmente políglota, resultaba entretenido imaginar el contenido de los anuncios, máxime cuando el azar (y la acción de la lluvia) había mutilado la integridad de los mismos.

La sensación de ajeneidad sobre lo referenciado confería a R., a la vez, una especie de desilusión y ternura.

A demasiados kilómetros del hogar, ése en el que nadie esperaba ya, R. asumía su perfil extranjero integral, reconociendo, con la resignación del lobo que lame sus propias heridas, que el retorno era tan descorazonador como la huida.

Y dejó que, entre sus manos, se escurriera, hasta los charcos que poblaban el suelo, el mapa-guía turístico que el incomprensible y antipático recepcionista del hostal en el que se alojaba le había proporcionado.

Regresó por el mismo itinerario y atravesó una plaza pequeña, con un parque al costado derecho.

Una vieja, sentada en un banco, sostenía a su nieta en las rodillas.

La anciana dirigía su mirada a un libro del que R. no supo adivinar el título.

Mientras la señora leía y susurraba el texto al oído del bebé, éste lloraba con un gimoteo desaforado.

Y, entre las sombras, R., advirtió el reflejo de una luminosa melena rubia.

Compró una postal en una tienda de recuerdos. La franqueó con sello internacional y garabateó un más que revelador: "Te he perdido".

La vieja dejó de leer.

La lluvia se detuvo.

Y el agua del charco desecó la tinta de colores que dibujaba el mapa de Praga.

En el reloj de la vieja ermita, algunos pájaros preguntan cuándo será el próximo día de fiesta.

Y Kafka olvidó algunos manuscritos bajo el colchón de la habitación del hostal de R.

Pero su genio (el de R.) no asumió la derrota.

FIEBRE


El tacto suave de la seda en la piel amada.

El recorrido de los dedos por la delicada elipse que forman tus hombros.

Y el nudo, oriental, que desato sin confianza (pero con delicadeza), cae en voluptuosas tiras, acariciando tu espalda desnuda.

Desconozco si el proceso (o cuadro) febril deriva de la inoculación de sustancias o de la explosión de sensaciones...

Y los relojes de la estancia parecen detenidos, perplejos.

Reducidas las distancias, el contacto de tu espalda en mi pecho desencadena un torrente de golpeos rítmicos que la Medicina, excesivamente pulcra y alejada de la Poesía, quiso denominar contracciones auriculares y ventriculares.

Y, en el fragor de una batalla para la que las noches se presentan demasiado cortas y la luz del día terriblemente reveladora, los suspiros continúan señalando el final de un camino que, como ya hubiese escrito Faulkner, no es una salida.

Aprieto mis párpados y naufrago en una oscuridad creada que me permite sostener la fragancia y el hálito mágico de esos besos que salpican la victoria de la rebeldía frente a la corrección.

Me resisto a creer que fue el viento de las montañas el que, con su ulular, despertó las corrientes otoñales y tradujo en llanto los recovecos de esos parques que acogieron las aventuras.

Puede que el reloj de pulsera pretenda engañarme y mentir sobre los segundos en los que la maravilla se persona y traza estelas de sonrisas e irresistible encanto.

Quizá, sí, fuera que el mecanismo adelantó su caminar y convirtió los segundos en horas y los días en vidas.

O puede que fuera esta repentina fiebre que el mercurio del termómetro es incapaz de marcar.

13 septiembre, 2009

ESTRELLA


"Entonces recogí otra vez mi estrella,con cuidado la envolví en mi pañuelo y enmascarado entre la muchedumbre pude pasar sin ser reconocido". Pablo Neruda. Oda a una estrella.


¿Se detuvieron a pensar que, en ocasiones, las estrellas que nos provocan esa sensación de auténtica especialidad no reposan en el firmamento?

El camino, como a los Magos de Oriente que llegaron al austero portal de Belén, me aparece guiado por una estrella que conoce, mejor que cualquier otra, los entresijos, dificultades y secretos de las profundidades (donde reside la oscuridad y el regusto maravilloso de la luz más cristalina).

Puede que solo lo incomprensible, lo mutado, lo cambiante, lo arrancado de su cotidiano y pacífico ser para verse arrastrado a un terreno distinto, merezca una reflexión plasmada en papel y dejada en los recovecos de la posteridad (que es hoy).

La visión que se me ofrece, desde este trono en la atalaya de la locura y la casi completa incomprensión (que es sinónimo de la más preciosista complicidad), resultaría pavorosa de no estar bañada por esa especial seguridad que me transmite, en lenguaje cifrado, el cuerpo de la estrella.

Hoy, mientras reparo en las bellas terminaciones de sus cinco brazos, en su sintonía perfecta de calcáreo vigor, adquiero conciencia del paso de un tiempo que se escapa, como un fugitivo embozado, por la seguridad de las callejuelas más recónditas.

El asteroideo mantiene su belleza, como el recuerdo material de un segundo que roza lo inenarrable.

La brutal sinrazón de la rumorología quiso convertir en perjudiciales y venenosas las picaduras de un veneno que mi estrella aseguro no poseer.

Y en el silencio de una noche estrellada, introduciéndose por las ventanas el característico aroma que fluye en los patios tras el agua caída, todos los diccionarios decaen en su intento de establecer una palabra lo suficientemente real y no cotidiana que demuestre el agradecimiento. Sí, un término apartado de los convencionalismos paradigmáticos y manoseados, un vocablo que resuma el primor de esos segundos en los que, como en el poema, pude esconder el tesoro obsequiado y perder mis pasos entre un desierto de gente.

Deletreo la palabra que brotó del corazón y, en su cortedad, adivino la mayor honestidad... La lanzo al aire, pensando que, como en las epopeyas, sabrá superar los peligros, esquivar los vendavales, escalar las montañas, remontar los ríos y llegar a tu ventana, abriéndose paso con la fragancia y majestuosidad con la que nació.

Como esta estrella que, ahora, en silencio, me cuenta las maravillas que vio en el fondo del mar.

MIEDO (TEMBLOR)


"Cuando hay que tener miedo es cuando no hay motivo para tenerlo". Don DeLillo. El hombre del salto.


Quieren hacernos creer que, ocho años antes, nada hubiera pasado.

Y, si estima en algo su quietud, no lea los periódicos de ayer si aún no repasó las ediciones de anteayer de esos mismos rotativos.

Pero el miedo continúa campando, a sus más cómodas anchas, por las autopistas de un territorio que, algunos, pretendieron llamar normalidad.

Ciertas noches, justo antes de introducirse en la cama, R. orina en el mismo arbusto de su descuidado jardín, oteando el horizonte, y, pausado, se agacha para cerciorarse que ningún monstruo habita debajo de su lecho. Es una costumbre adquirida en su niñez y que no ha logrado ser erradicada ni por la paz de un aburrido matrimonio que se prolonga, sin amor, por más de veinticinco inviernos.

Mis viejos vecinos afirman, sin ápice alguno de temblor, que, tras la explosión nuclear, las mismas cucarachas que se empeñan en perseguir por el suelo de su cocina caminarán... supervivientes.

M. perfila su figura ante el espejo. Éste devuelve una imagen que se le antoja extremadamente ajada para continuar concitando el favor de su público. Y ni las ovaciones, percibidas de un modo muy mitigado por la distancia en el camerino, resultan tan reparadoras como antaño.

Cuando el tic-tac del reloj se detenga, tan solo podrán escuchar, con desesperación inusitada, la respiración de un fantasma que, irremediablemente, no será el propio.

A. mantiene una inexplicable fobia a la visualización de fósforos utilizados. Nadie entendería que es el mismo hombre que atenazó sus nervios ante la bala que pretendía segarle la vida y que, por obra de una fortuna mayúscula, acabó rebotando en su medalla. Y, ahora, mientras camina por la línea que divide el precipio de la corrección, titubea cuando alguien le pregunta por la llamativa abolladura de la presea.

El capitán escuchó resignado el impacto de la ballena en su catamarán... Resuelto y protocolario, firmó un testamento que ningún hombre pudo arrebatar al mar. Fueron las olas las que descubrieron que las últimas voluntades no contenían más que una firma ilegible.

El temblor de F. debió delatar su presencia en el andén... Cuatro minutos después, llegaron las explosiones... y el fin del mundo.

08 septiembre, 2009

LA MANO DE CORAZONES


Ambos sabemos que, aunque nos empeñemos en jugar nuestras cartas con un marcado rictus de seriedad e importancia, el mejor final que nos deparará el futuro será el infierno.

El viejo loco gritó: "¿De qué vale pretender ser original, si todo lo que merece ser dicho ya lo cantó Tom Waits?".

Y al dar la vuelta a los naipes, sobre un tapete manchado por restos de semen, mi mano de corazones resultó perdedora.

De fondo, si la memoria no resulta alterada por la ayahuasca, el sonido del piano se entrecortaba con tu sonrisa victoriosa (y el ambiente se enrarecía por un repentino olor a azufre).

Vi la sombra de un ahorcado, balanceándose, en el reflejo del espejo. Sus zapatos me recordaban, de manera inquietante, a los que, días antes, había adquirido en cierto zapatero artesano.

El sistema electrónico de alertas de mi sucursal bancaria me informó que, en mi cuenta corriente, se había procedido a registrar el apunte de una prestigiosa cadena de hoteles, por una noche que no recordaba haber compartido.

El mimbre del respaldo del asiento cedió ante mi violento empuje al impulsarme... pero una fuerza indescriptible me venció, derrumbándome al suelo. Postrado de hinojos, rendido, cautivo... vacilante y sin habla.

Solo entonces descubrí que nuestro juego se encontraba regido por normas dispares, y no necesaria, ni comúnmente, respetadas.

En mi boca, saboreé la fragancia de tu más profundo interior, interrogándome sobre la verdadera procedencia de las manchas del tapete.

Y sentí que, quizá tan solo por término de unos meses, mi mano de corazones valdría para ganar la partida.

De fondo, me pareció apreciar que el cadáver del ahorcado bailaba al son de la canción que Waits cantaba al piano.

07 septiembre, 2009

LA COLECCIONISTA DE DESNUDOS


La gente apuraba los últimos rayos de sol para disfrutar de los capítulos finales de sus lecturas veraniegas. Sentados en bancos, al apacible cobijo del sol y sombra de un benévolo final del mes de septiembre.

Hacía algunas noches, Margot me había telefoneado.

Estaba inquieta, revuelta. Traviesa, me confesaba.

Según ella, su colección de desnudos femeninos (fotografías de gran formato) se truncaba. Quizá no tanto su colección, que era francamente encomiable (producto de un denodado esfuerzo artístico y económico), como su afán compilador.

El motivo era, al menos así lo estimé en un primer momento, poco menos que banal, peregrino, para todos los que, desafortunadamente, no estamos especialmente dotados para el entendimiento del arte y sus inextricables rudimentos internos.

Con un tono cadencioso, que se aceleraba por instantes, Margot me contaba que, paseando por un conocido parque de la ciudad, había chocado, literal y físicamente, con una bella joven que, rápida y visiblemente compungida por su despiste, se disculpó, haciendo gala de unos refinados y muy cuidados modales.

El percance no hubiese tenido nada de referencial, cuanto menos para la colección de Margot, de no ser por los acontecimientos posteriores.

Cuando llegó a casa, y repitiendo un sagrado ritual inmemorial, Margot repasó todos y cada uno de sus desnudos...

Pero, por primera vez, los encontró vacíos, inexpresivos, insensibles, sin capacidad para transmitir emoción alguna...

Se marchó a dormir, azorada, y el insomnio le presentaba, como en repeticiones a cámara lenta, el rostro de la mujer con la que había topado... La perfección.

Y Margot no podía conciliar el sueño. La cama se le antojaba pequeña para soportar sus idas y venidas.

El mismo ritual, con la revisión asqueada de las fotografías y el insomne proceder nocturno, se venía repitiendo, según me confirmaba, durante el lapso de un mes.

Otra vez, sonói el teléfono. Era Margot.

Las lluvias visitaban la ciudad y los chiquillos saltaban, divertidos, en los charcos. Sonrientes. Inocentes...

Por el auricular, percibí el crepitar de unas llamas, intuyo que a sus espaldas, en la pira en la que había convertido su colección y su hogar.

Incluso, de no ser materialmente imposible lo afirmaría ante todos ustedes, creí recibir un olor a carne quemada por el teléfono.

El tenebrismo de la escena me atenazaba, paralizándome... Confuso pero consciente de que ni siquiera una urgente llamada a los bomberos podría servir de algo. Margot ya ni transmitía su respiración al otro lado.

Hoy, en mi buzón, entre propaganda, facturas y una postal que no estaba dirigida a mí, un sobre lacrado contenía los resultados de la autopsia de Margot.

En su tercera página, con la frialdada y objetividad de ese tipo de documentos, se revelaba la presencia de órganos reproductores masculinos en el cuerpo del finado.

06 septiembre, 2009

ECLIPSE (O LA EVOCACIÓN DEL JARDINERO)


Descubrir una fisonomía, en busca de puntos, altitudes, llanuras y valles, gracias a los vaivenes de la literatura imaginativa y de la percepción.

Recorrer los caminos marcados por tu piel, las líneas (largas y marcadas) que relatan el futuro en tus manos.

Pulsar el sentido de tus miedos y temblores en el oro del pelo que cae por tus hombros.

Percibir el latido de tu tensión en las venas que, como el delta de un río, se abren en tus muñecas.

Desemboco con las yemas de mis dedos en el resbaladizo y vertiginoso requiebro ondulante de tu cuello, avanzando hasta la elipsis de magia en la que detengo mis manos para que, con la memoria inteligente de los lugares conocidos, pueda posar mis besos y pespuntear de saliva sus recovecos, con una lengua que profesa un silencio involuntario.

Celebrar la llegada al reparador descanso de tus respiraciones en mi cuello, de esos matices de inspiración que solo pretendo acompasar a las pulsaciones que tu corazón transmite, hacia fuera, en un mecánico y sublime movimiento rítmico de alcance inimaginado.

Ahí, en el exterior, como suele ocurrir en los instantes grandiosos, todo era nada... salvo los crujidos de vivencias que parecen acarrear las furtivas miradas del universo que accedió a vender su especialidad por un puñado de alarmas, a primeras horas de la mañana, y la certeza de los abonos extraordinarios coincidentes con Navidad y verano.

Y, mientras, cuando el crepúsculo de S. nos rebota los aullidos de nuestra ciudad, que no duerme, vislumbro el eclipse en tus ojos, zafiros, simultáneo al rumor susurrante del supuesto beneficio de no despedirse en las esquinas ocultas.

Y amortiguo con silencio mis ansías de relatar las experiencias y sensaciones, para que las palabras brotadas no resulten vencidas por tu incredulidad, salpicada de sonrisas arrebatadoras, ante las que ningún arma se antoja eficaz.

Con los oídos quebrados por las plegarias de un apóstol vigilante, pierdo mis pasos hacia un destino de sábanas arrugadas y vacías...

A mi lado, caminan los fantasmas... y la emoción.
Atribulado, les formulo respuestas a preguntas que no me desean hacer.

05 septiembre, 2009

HISTORIA DE UN SUPERVIVIENTE


Las malas lenguas decían de Johny que, en sus interminables viajes, portaba, siempre y como único equipaje, la funda de una guitarra que escondía un subfusil Thompson y varios cargadores Parabellum de nueve milímetros, que constituyeron la herencia exclusiva de un padre que se marchó antes de tiempo a buscar la calma bajo tierra.
También contaban que una noche, en Queens, Johny había agotado las reservas de whisky de los locales que rodean el Estadio Shea de los Mets, antes de derrumbarse en la bicicleta de un vendedor de helados que descansaba, atada por una cadena, a una farola fundida.

Pero eran rumores.
Otras voces situaban al bueno de Johny tras las teclas del piano de un antediluviano vodevil, acompañado de una multitud de artistas y tramoyistas a los que daba la espalda nada más terminar la función, para encaminarse a su recóndito y apartado refugio en la grandiosa roulotte que les llevaba por los más tremendistas lugares del Mundo.
Las palabras de un párroco del pequeño pueblo francés de Gironde, en la región de Aquitania. Según el cura, Johny no se separaba de un devocionario ajado cuyas cubiertas estaban recubiertas por las tapas de un periódico en el que se referenciaba el desplome de las Torres Gemelas un once de septiembre que, sospechosamente, no era el del año 2001.
Pero las palabras estaban, también, equivocadas.

La última fotografía de Johny se había tomado en una estación de autobuses. Se encontraba tumbado en uno de sus sillones que reflejan el olvido y el paso del tiempo, con el pelo alborotado, la funda de la guitarra a los pies, páginas del periódico tiradas en el suelo y leyendo un libro de Pessoa que se le antojaba, francamente, maravilloso.

Sin embargo, el fotógrafo que captó aquella instantánea no recordaba el nombre del joven que le sirvió de modelo y aseveraba que sus modales eran poco menos que de varios siglos pasados.

Y, sin embargo, Johny no apareció en aquel aquelarre, aunque las noticias del día le refieran como el principal artífice de la tragedia.

Solo Johny había besado los labios del amor y la belleza y, entre las cortinas de un sorprendente viento veraniego, se vio obligado a retornar, con la música de Bob Dylan, al lecho que consideraba impropio. Rezó una plegaria descolgada y se masturbó con violencia.

Y nadie estuvo allí para contarlo.

Porque la verdad se escribe con letras que, únicamente los insensatos, se muestran capaces de escribir.

02 septiembre, 2009

LITERATURA DE SECRETOS Y MENTIRAS


"Gente nace y gente muere cada día, los demás nos limitamos a estorbar. Y jugamos a secretos y mentiras, y después nos lamentamos, qué viva el ser humano, la gente grita, hey, hey". Secretos y mentiras. Nacho Vegas.

Jamás inventarían, imagino, que un afortunado quiebro, muestra inopinada de reflejos que asumían ya perdidos, les salvó de estampar su rostro en la señal de tráfico que, impertérrita, observaba su ascenso a los cielos nocturnos (que comparten denominación con los infiernos subterráneos) de una capital ajena...
O, al menos, a un creador insomne no se le pasaría por la cabeza. Ni tan siquiera en esas interminables noches en las que el artífice navega en busca de una simple concatenación de palabras ingeniosas y, sin embargo, su mente solo le devuelve, repetitivamente, un indigesto "te amé hasta Manhattan". Aun cuando él nunca tuvo la valentía suficiente (y necesaria) para cruzar el charco (quizá, ningún charco).
En todo apunte literario, puede que incluso en todas las vivencias (que, a final de cuentas, no son más que derivaciones creativas de cada cual), existe una combinación de secretos y mentiras que abarca desde los personajes, las situaciones en las que éstos desarrollan sus peripecias, así como las propias actuaciones que se presentan al lector.
Cabría conjeturar, en todo caso, si los episodios escondidos (las caras b de ese disco que nos empeñamos en grabar con una música que no nos pertenece y con letras cuya composición termina por antojársenos insostenible) no alcanzan una mayor dosis de realidad (que conjuga con el patetismo de la ficción).
Evocar fantasmas subraya el talante de aquel que desdibuja sus temores y los atribuye a los personajes inventados sobre el papel... La piedad es una virtud que compadece las concesiones y el cariño con el que se perfilan los rasgos de nuestro alter ego.
Sin cierta pasión (que es dolor atribulado), la existencia pierde la esencialidad de su carácter.
Los trovadores aún mantienen que las virtudes de la amada son más importantes que sus facciones. Bella declaración de intenciones que nos encamina a una errática exploración y, en ocasiones, a la gratuita adjudicación de las mismas a algunas beldades (y no verdades).
Ulises escuchó el canto de las sirenas y se personificó en el alzó como el primer trovador histórico.
Supongo que la señal tampoco debía estar allí, pero se encontraba, hierática, fría, como la isla rodeada de cadáveres en las que habitan las sirenas...
Pero, probablemente, la suposición también participe del secreto y la mentira.

01 septiembre, 2009

ESPEJISMOS Y VENENO


A veces, la visión de un escenario, sorpresiva y que nos trae a la mente experiencias pasadas, nos desconcierta.

Puede que esta vez fuera el cerro que, desde la altura, dirigía su mirada al resto de mortales y, especialmente, a mí, que, justo en ese momento, separaba la vista de la sección de sucesos del periódico para dejarla reposar en el paisaje por el que transitaba el tren.

La fugacidad de la imagen, así como el más completo sentimiento de desubicación espacial, me hizo dudar sobre el conocimiento que la memoria me había arrojado sobre aquel paraje.

Pero, con la velocidad, la locomotora confirmó mis sospechas al atravesar la estación del municipio en el que había permanecido parte de mis años de escolar y al que, por diversos rigores vivenciales, nunca volví.

Aún algo aturdido por la repentina aparición de ese otrora lugar visitado, en el que se asentaba una vieja y no especialmente atractiva ermita que recogía, en una bellísima hornacina, la figura del santo patrón de la localidad, vino a mi mente, como en absurda e incomprensible asociación, el rostro de un muerto.

Y, de fondo, como la música que acompaña los reportajes de imagen que elogian la personalidad de un reciente finado, la historia que, por correo electrónico, me relató un antiguo compañero de colegio al que había perdido la pista durante casi década y media.

Hablaba de E. y evocaba sus recuerdos como aquel que pretende revivir a un ahogado, insuflando vivencias propias en mi interior para que éstas despertasen la aletargada memoria pasada.

Refería, como si su simple mención deviniese fundamental, el apodo con el que solíamos dirigirnos a él en los recreos y que servía para mofarse de su terrible incontinencia. Tal era su tara que hasta las niñas, mucho más maliciosas en su encubierto rictus de bondad mundial, le señalaban cuando el pobre E. cruzaba sus piernas bajo la mesa y, angustiado, solicitaba permiso al profesor para acudir al baño.

Líneas más adelante, el texto evocaba un partido de fútbol, en el que presumiblemente yo había marcado dos goles, y que E. había aprovechado para robar el disco de un grupo de moda que obraba en la mochila del otro delantero titular, que aquel encuentro se fue de vacío. La fechoría, además de reportarle una soberana paliza, oficiada por mi compañero y sus secuaces, convirtió a E. en el más solitario e incomprendido de los chavales.

El resto de la comunicación hablaba de que E. se dedicó a las labores en el campo, continuando el oficio paternal, del hombre que decidió no ver amanecer una plúmbea madrugada de agosto, y que ocupaba el resto de su tiempo en cuidar, con igual afán, de su madre (pérdida la cordura y la visión tras el suicidio de su esposo) y de sus pájaros (que aportaban cánticos a un hogar sumido en las más hondas tinieblas).

Culmina conjugando la utilización, por parte de E., de un fulminante combinado de abono químico, alpiste y leche, para preparar una repugnante papilla que acabó, casi simultáneamente, con la vida de su madre (o lo que quedara de ella), de sus pájaros y del propio E.

No sé muy bien cómo, cuando concluye esta sucesión de recuerdos, el tren atraviesa una estación que no tiene parada. Es la de una pequeña villa en la que también dejé dos años de mi educación obligatoria.

Volví hace apenas tres meses, por culpa de un negocio que no fue fructífero para ninguna de las partes implicadas.

No recuerdo que tuviese cerro, ni que en su ermita se adorase a ningún patrón...

Sólo revivo un olor tremendo a fertilizante, mientras la locomotora avanza rápida y despreocupada, dejando atrás la parte trasera de una parcela aneja al cementerio.

El lugar donde reposan los ahorcados y todos los que no merecían, según la costumbre y la creencia, descansar sus restos en suelo santo.

El lugar en el que los miedos y la incomprensión pretenden ser obviados por la mente humana.

Apartado de la visión. Borrado de los buzones de entrada de los correos electrónicos.

Como aquel e-mail que relataba el final del bueno de E.