01 septiembre, 2009

ESPEJISMOS Y VENENO


A veces, la visión de un escenario, sorpresiva y que nos trae a la mente experiencias pasadas, nos desconcierta.

Puede que esta vez fuera el cerro que, desde la altura, dirigía su mirada al resto de mortales y, especialmente, a mí, que, justo en ese momento, separaba la vista de la sección de sucesos del periódico para dejarla reposar en el paisaje por el que transitaba el tren.

La fugacidad de la imagen, así como el más completo sentimiento de desubicación espacial, me hizo dudar sobre el conocimiento que la memoria me había arrojado sobre aquel paraje.

Pero, con la velocidad, la locomotora confirmó mis sospechas al atravesar la estación del municipio en el que había permanecido parte de mis años de escolar y al que, por diversos rigores vivenciales, nunca volví.

Aún algo aturdido por la repentina aparición de ese otrora lugar visitado, en el que se asentaba una vieja y no especialmente atractiva ermita que recogía, en una bellísima hornacina, la figura del santo patrón de la localidad, vino a mi mente, como en absurda e incomprensible asociación, el rostro de un muerto.

Y, de fondo, como la música que acompaña los reportajes de imagen que elogian la personalidad de un reciente finado, la historia que, por correo electrónico, me relató un antiguo compañero de colegio al que había perdido la pista durante casi década y media.

Hablaba de E. y evocaba sus recuerdos como aquel que pretende revivir a un ahogado, insuflando vivencias propias en mi interior para que éstas despertasen la aletargada memoria pasada.

Refería, como si su simple mención deviniese fundamental, el apodo con el que solíamos dirigirnos a él en los recreos y que servía para mofarse de su terrible incontinencia. Tal era su tara que hasta las niñas, mucho más maliciosas en su encubierto rictus de bondad mundial, le señalaban cuando el pobre E. cruzaba sus piernas bajo la mesa y, angustiado, solicitaba permiso al profesor para acudir al baño.

Líneas más adelante, el texto evocaba un partido de fútbol, en el que presumiblemente yo había marcado dos goles, y que E. había aprovechado para robar el disco de un grupo de moda que obraba en la mochila del otro delantero titular, que aquel encuentro se fue de vacío. La fechoría, además de reportarle una soberana paliza, oficiada por mi compañero y sus secuaces, convirtió a E. en el más solitario e incomprendido de los chavales.

El resto de la comunicación hablaba de que E. se dedicó a las labores en el campo, continuando el oficio paternal, del hombre que decidió no ver amanecer una plúmbea madrugada de agosto, y que ocupaba el resto de su tiempo en cuidar, con igual afán, de su madre (pérdida la cordura y la visión tras el suicidio de su esposo) y de sus pájaros (que aportaban cánticos a un hogar sumido en las más hondas tinieblas).

Culmina conjugando la utilización, por parte de E., de un fulminante combinado de abono químico, alpiste y leche, para preparar una repugnante papilla que acabó, casi simultáneamente, con la vida de su madre (o lo que quedara de ella), de sus pájaros y del propio E.

No sé muy bien cómo, cuando concluye esta sucesión de recuerdos, el tren atraviesa una estación que no tiene parada. Es la de una pequeña villa en la que también dejé dos años de mi educación obligatoria.

Volví hace apenas tres meses, por culpa de un negocio que no fue fructífero para ninguna de las partes implicadas.

No recuerdo que tuviese cerro, ni que en su ermita se adorase a ningún patrón...

Sólo revivo un olor tremendo a fertilizante, mientras la locomotora avanza rápida y despreocupada, dejando atrás la parte trasera de una parcela aneja al cementerio.

El lugar donde reposan los ahorcados y todos los que no merecían, según la costumbre y la creencia, descansar sus restos en suelo santo.

El lugar en el que los miedos y la incomprensión pretenden ser obviados por la mente humana.

Apartado de la visión. Borrado de los buzones de entrada de los correos electrónicos.

Como aquel e-mail que relataba el final del bueno de E.

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