20 septiembre, 2009

PRAGA


Hace unos años, R., visitó Praga.

El cielo estaba encapotado, a pesar de ser verano, y los rayos de sol peleaban por intentar hacerse un hueco entre las nubes.

Paseando por sus calles, R., se preguntaba sobre la opinión que tendría el huidizo y temeroso Franz Kafka respecto del hecho de que la ciudad, su ciudad, se hubiera llenado de reclamos publicitarios (bolígrafos, camisetas, llaveros, cuadernos, puntos de lectura...) con su efigie o, más abominable aún, con el dibujo caricaturizado de la imagen del genial escritor checo.

Las callejuelas del centro de Praga ofrecieron a R. un escenario de paredes frías, de piedra negra, cubiertas por carteles que la humedad se encargaba de recortar siguiendo la más pura ley del antojo.

Para R., como para cualquier turista no especialmente políglota, resultaba entretenido imaginar el contenido de los anuncios, máxime cuando el azar (y la acción de la lluvia) había mutilado la integridad de los mismos.

La sensación de ajeneidad sobre lo referenciado confería a R., a la vez, una especie de desilusión y ternura.

A demasiados kilómetros del hogar, ése en el que nadie esperaba ya, R. asumía su perfil extranjero integral, reconociendo, con la resignación del lobo que lame sus propias heridas, que el retorno era tan descorazonador como la huida.

Y dejó que, entre sus manos, se escurriera, hasta los charcos que poblaban el suelo, el mapa-guía turístico que el incomprensible y antipático recepcionista del hostal en el que se alojaba le había proporcionado.

Regresó por el mismo itinerario y atravesó una plaza pequeña, con un parque al costado derecho.

Una vieja, sentada en un banco, sostenía a su nieta en las rodillas.

La anciana dirigía su mirada a un libro del que R. no supo adivinar el título.

Mientras la señora leía y susurraba el texto al oído del bebé, éste lloraba con un gimoteo desaforado.

Y, entre las sombras, R., advirtió el reflejo de una luminosa melena rubia.

Compró una postal en una tienda de recuerdos. La franqueó con sello internacional y garabateó un más que revelador: "Te he perdido".

La vieja dejó de leer.

La lluvia se detuvo.

Y el agua del charco desecó la tinta de colores que dibujaba el mapa de Praga.

En el reloj de la vieja ermita, algunos pájaros preguntan cuándo será el próximo día de fiesta.

Y Kafka olvidó algunos manuscritos bajo el colchón de la habitación del hostal de R.

Pero su genio (el de R.) no asumió la derrota.

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