28 septiembre, 2009

ARROJO


"Solo las sombras me enseñan a ver, desconfío siempre de las luces (...) porque nadie quiere lo que tiene, porque nadie hace lo que debe. Canción del valor para caminar, adonde quieras llegar mi canción del valor y que de presa te hagas cazador". Canción del valor. Loquillo.


Un domingo leyendo un libro de Pessoa, el fantasma de una ciudad conocida como Lisboa (y desconocida por todos los que no perdieron sus pasos, solemnes y solitarios, por ella), y con la más que sospechosa, pero sensata, composición de Loquillo sonando en el reproductor musical.

El chillido de algún aficionado taladró la parsimonia de la siesta vecina... pero los daños colaterales no alcanzaron a la habitual llamada a los cuerpos de seguridad.

Algunos cuerpos se recorren y debaten, entre sábanas de satén, en batallas que culminan en orgasmos (fingidos, placenteros, inexistentes, histriónicos...), pero el tañer de las campanas continúa igual de monótono, e inmisericorde.

Nadie recuerda íntegramente aquellos poemas que hubo de memorizar en la escuela y, sin embargo, su memoria no borró la estrechez y suciedad de los pupitres.

En algún lugar de mis sienes rebota la palabra añil y asumo que no es por el efecto de ninguna bebida espirituosa.

La cartelería de los cines anuncia películas que no me suscitan el más mínimo interés... y recuerdo que alguien descargó su artillería sobre Tlateolco, pero devuelvo a la humanidad una imagen inútil y ensimismada.

Por la calle, el tránsito de pilotos es apasionado y fluctuante, como la sangre de los caballos que acabaron su carrera en el hipódromo.

Mi agenda reclama mi atención sobre invitaciones a cumpleaños en las que el desasosiego, presumo, me hará sentir incómodo... y ausente de espíritu.

Aprendí, relativamente tarde, que los relojes ya no importan.

Los dedos se deslizan por el teclado siguiendo la sinfonía de su más propio arrojo y la autoría es un concepto vago e indeterminado.

Juro que vi a una pareja anciana en la playa desierta.

El rostro de él, miope aquejado por su voracidad lectora, se volvía al de su acompañante, como si pretendiera apoderarse del destello de un rostro (el de ella) que denotaba los contornos de una belleza evocada por los pintores.

Prometo que escuché cómo él musitaba una declaración de amor.

Y ambos sonreían, dejando que el viento aleteara las páginas de sus libros y revistas...

Como si ya no importasen los relojes.

Como si el Mundo les fuera externo.

Como si todos los silencios, todas las palabras dichas, todos los secretos y todas las verdades, se resumieran en esa simple mirada que, en su día, había sido de arrojo.

La mirada cubierta de añil y acariciada por las campanas de una vieja capilla.

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