07 septiembre, 2009

LA COLECCIONISTA DE DESNUDOS


La gente apuraba los últimos rayos de sol para disfrutar de los capítulos finales de sus lecturas veraniegas. Sentados en bancos, al apacible cobijo del sol y sombra de un benévolo final del mes de septiembre.

Hacía algunas noches, Margot me había telefoneado.

Estaba inquieta, revuelta. Traviesa, me confesaba.

Según ella, su colección de desnudos femeninos (fotografías de gran formato) se truncaba. Quizá no tanto su colección, que era francamente encomiable (producto de un denodado esfuerzo artístico y económico), como su afán compilador.

El motivo era, al menos así lo estimé en un primer momento, poco menos que banal, peregrino, para todos los que, desafortunadamente, no estamos especialmente dotados para el entendimiento del arte y sus inextricables rudimentos internos.

Con un tono cadencioso, que se aceleraba por instantes, Margot me contaba que, paseando por un conocido parque de la ciudad, había chocado, literal y físicamente, con una bella joven que, rápida y visiblemente compungida por su despiste, se disculpó, haciendo gala de unos refinados y muy cuidados modales.

El percance no hubiese tenido nada de referencial, cuanto menos para la colección de Margot, de no ser por los acontecimientos posteriores.

Cuando llegó a casa, y repitiendo un sagrado ritual inmemorial, Margot repasó todos y cada uno de sus desnudos...

Pero, por primera vez, los encontró vacíos, inexpresivos, insensibles, sin capacidad para transmitir emoción alguna...

Se marchó a dormir, azorada, y el insomnio le presentaba, como en repeticiones a cámara lenta, el rostro de la mujer con la que había topado... La perfección.

Y Margot no podía conciliar el sueño. La cama se le antojaba pequeña para soportar sus idas y venidas.

El mismo ritual, con la revisión asqueada de las fotografías y el insomne proceder nocturno, se venía repitiendo, según me confirmaba, durante el lapso de un mes.

Otra vez, sonói el teléfono. Era Margot.

Las lluvias visitaban la ciudad y los chiquillos saltaban, divertidos, en los charcos. Sonrientes. Inocentes...

Por el auricular, percibí el crepitar de unas llamas, intuyo que a sus espaldas, en la pira en la que había convertido su colección y su hogar.

Incluso, de no ser materialmente imposible lo afirmaría ante todos ustedes, creí recibir un olor a carne quemada por el teléfono.

El tenebrismo de la escena me atenazaba, paralizándome... Confuso pero consciente de que ni siquiera una urgente llamada a los bomberos podría servir de algo. Margot ya ni transmitía su respiración al otro lado.

Hoy, en mi buzón, entre propaganda, facturas y una postal que no estaba dirigida a mí, un sobre lacrado contenía los resultados de la autopsia de Margot.

En su tercera página, con la frialdada y objetividad de ese tipo de documentos, se revelaba la presencia de órganos reproductores masculinos en el cuerpo del finado.

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