30 abril, 2010

EL ÚLTIMO "TÚ"


Quizá, solo quizá, fue el impacto del séptimo whisky.

Agarré el teléfono y marqué el número que aparecía en la sección de clasificados de la edición matinal del diario.

La voz era sensual y atrayente.

Convino el precio y adujo veinte euros más por el desplazamiento.

Hasta que el portero automático emitió un desquiciante sonido, mis manos terminaron tres cartas (una de ellas muy breve) que coloqué, perfectamente, alineadas en la mesa baja del salón.

En los sobres, con trazo desgarbado, garabateé "Papás", "Andrés" y "Tú".

Ella sonrió y me saludó con dos besos.

Estúpidamente pensé que ni su altura ni su pecho se correspondían con la fotografía del anuncio.

El resto se tornó confuso... y muy rápido.

Se aseguró de que afirmara que el material era de mi agrado, sin ni siquiera poder tocarlo.

Y se mostró preocupada por mi más que evidente embriaguez.

La última imagen fue un grito, varios insultos, una carrera hacia el baño y el estrépito de un vómito o el sonido de alguien que escupe, desaforadamente, intentando sacarse algo de su interior más profundo.

Se marchó con un portazo.

Quizá, solo quizá, fue por mi ausencia de aviso.

Observé con detenimiento la bolsa transparente y herméticamente cerrada.

Para ser la primera vez, valdrá.

Será suficiente para ser la última ocasión

Mi cuello se retorció como el de un delfín.

Una, dos, tres, cuatro... hasta cinco ocasiones consecutivas.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

Un picor insoportable, una vasta y desoladora sequedad... en el interior de mi nariz.

Ya sé que los correos no serán contestados.

Ya no habrá respuesta a las llamadas.

Todos los mensajes de texto quedarán en el buzón de entrada, vírgenes.

Me gustaría saber cómo se refleja el sol en la angulosa cara de un cadáver.

Estimo que la mirada perdida de esos ojos entrecerrados ha de ser aterradora.

Siento un profundo desvanecimiento...

Percibo la llegada del final y me arrojo irremisiblemente a sus brazos.

Quizá, solo quizá, debiera mentir y expresar que la última visión fue la de tu sonrisa.

Quizá también debiera revelar que "", quizá, solo quizá, no fueras tú.

28 abril, 2010

EL RÍO


Abatido.

Como en aquellas noches de Dry Martini que acaban... mal.

Despiadado.

Como el escritor que arranca todas las hojas de sus cuadernos... y quema sus tapas.

Desilusionado.

Como el hincha que enjuaga su derrota y las lágrimas en la bufanda de su club... de su antiguo club.

Atribulado.

Como los personajes de los años que escuchan su sentencia cuando el despertador suena... y les asesina.


Hay restos de botellas rotas en la biblioteca... y no recuerdo haberlas quebrado.

Hay manchas de color rosa en la tapicería blanca del sofá... pero mi cuerpo no presenta heridas de consideración.

Hay pétalos de flores que he pretendido despedazar y, sin embargo, me he topado con la dureza de la tela.


Recuerdo voces...


He conocido, y no fue Grenouille, personas que encomendaron parte de su vida a la búsqueda del perfume.

He parlamentado, y no era el Capitán Ahab mi interlocutor, con hombres que confiaron su azar a la captura de una ballena.

Me he emborrachado, y no fue con un diestro, al lado de héroes que han visitado los terrenos de la muerte, con desprecio, para exprimir la esencia de la belleza.

He llorado, y gritado a los vientos, con hermanos que odiaron la pelea por descubrir el rostro que merecería la más linda palabra. Y les puedo asegurar que no fue Franz.


Recuerdo cada una de esas sensaciones e instantes... pero no afirmaría que todos participan de la realidad.


Hoy, en este río metropolitano, veo la suciedad de una ciudad despreocupada... y acelerada.


Oigo esas voces, las mismas voces.

Pero estoy solo.

Quizá igual que antaño.


Reconozco sus perfiles, sus miedos, sus deseos, sus desventuras.. fueron míos.

También a sus ballenas, sus perfumes, sus ejercicios de belleza y sus palabras... las adoptamos conjuntamente.

Pero no los veo.


Tan solo el agua del río.

Ensuciada por copas rotas, hojas de cuaderno arrugadas, bufandas raídas y un cúmulo insospechado de sueños rotos.

EL PAYASO


Se está desmaquillando.

Frente a un espejo antiguo, mal iluminado... con muchas bombillas fundidas.

Quiere arrancar toda la pintura que le convierte en un ser agradable a los demás.

Realmente, quiere eliminar toda mancha, toda la pintura, el más mínimo rastro de color.

Desea volver a ver su rostro (el verdadero) reflejado.

Sus rasgos, angulados, castigados, exentos de la cordialidad y placidez del humorista.

En su mente, perfectamente agarradas, abrazadas intrínsecamente, las sonrisas infantiles que le causan horror y un pánico que le hiela todos los huesos y que le imposibilita asentarse.

En sintonía con ellas, sus manos, bañadas en agua e impregnadas de jabón, suben y bajan por la piel de su cara, como si de cuchillas afiladas se tratara.

Se repite, una y otra vez, en pesada y monótona liturgia la maldita palabra.

Payaso.

Payaso.

Payaso.

Y, casi sin quererlo, una imagen se personifica con la vividez del recuerdo más imborrable.

No ha transcurrido demasiado tiempo.

Aún puede recordar el viento cálido de esa noche en la que paseaba por calles malolientes y primaverales.

Escenificando su derrota.

Una lágrima brota de su ojo derecho, hasta caer en las toallas que usa para secarse tras el proceso de desmaquillaje.

Y escucha las mismas palabras.

Con significado idéntico.

Con un dolor insoportable.

Y olvida limpiarse.

Y recoger su llanto en los trapos.

Y dormir.

Y sus noches.

Y sus amaneceres.

Y su silueta.

Y su nombre...

Y todos los que inventó para ella, también.

25 abril, 2010

EL FIN


(Pre)ocúpate en agasajar, únicamente, a los paladares que sepan apreciar y agradecer tus gestos.

No te descuides. No será sencillo.
Es más, dolerá. Punzante y certero.

No rompas las imágenes de tus más bellos sueños... no. Limítate a desdibujar el rostro que era protagonista en lo onírico.

Confía en tu integridad. Te será de utilidad.

No será suficiente, pero coadyuvará a tu victoria (o tu empate, que ya puede considerarse como tal).
En todo caso, alejarse de las multitudes es un camino tan transitado como cualquier otro.

Recupera cada una de las anotaciones de rutas y restaurantes que señalaste en tu agenda para un futuro no muy lejano.

Sentirás como una nueva brisa te saluda.
Incluso aunque estimases que jamás soportarías ese desasosiego.

Celebra esos amaneceres que te saludarían desde las ventanas de las habitaciones de hotel.

No están perdidos. Nunca lo estuvieron.

Y recuérdalo, (pre)ocúpate en agasajar, únicamente, a aquellos paladares.

Y despídete.

Buenas noches.

LA HISTORIA DE LOS AMORES


Su historia era una más entre las de tantos hombres de amores inacabados.

Unos, por inconclusos.

No materializados otros.

Sentidos... todos.


Y, a pesar de todo, ni el quinto whisky consecutivo, olvidada ya la mezcla con el refresco que lo venía diluyendo, le podía arrancar de su mente la imagen de esa mujer.


Sonriente... ese paraíso de dulzura y placer.

Dubitativa... la inquietud de una vestal que transmite, a su alrededor, pánico e incertidumbre.

Meditabunda... con un rictus pensativo, como si los deseos pudieran disociarse de la actuación.

Sublime... si es que ésa fuera la palabra que pudiera definir la materialización del sueño.


Otro licor más.

Ni siquiera el hielo mitiga la pelea calorífica del líquido deambulando por el organismo.


Un segundo.

El primer picor que le indicó que, tras aquella imagen envuelta en un clásico uniforme de colegio, se escondía un rigor que, en otros rostros y otras voces, jamás le abandonaría.

Otro segundo más.

Una despedida en la que el sol de la tarde languideció y dio paso a un repentino lagrimear que, desde el cielo, pretendió acompañar tu instante de arrepentimiento.


¿Otra vez?


Y el enésimo whisky aún es incapaz de derrumbar su resistencia.

La de una historia de amores inacabados... e interrumpidos.


¿Otro whisky?

EL LIBRO


Leía un libro que, excesivamente voluminoso, no había conseguido atraerle por completo.

Pasaba por sus páginas con cuidado, atento a no perder ningún pequeño detalle que valiera la pena retener, pero todo era en vano.

Y, como en una creciente desazón, la sensación de fugacidad temporal, de minúsculos granos de arena que caen, le provocaba un cosquilleo de desasosiego.

La historia, hallándose perfectamente construida y resultando atractiva, con esa cierta insinuación de inquietudes y secretos, se le antojaba plana, vaga, meliflua, intrascendente...

Y los miedos se sucedían en su cabeza, inspirándole un instinto de abandono e infidelidad.

Y esa voz susurrada al oído que algunos llaman conciencia, le instigaba a obviar el texto y dedicarse, en cuerpo y alma, a otras aventuras contenidas en novelas hermanas aún vírgenes y expectantes.

Historias en las que poder enfrascarse sin posibilidad de escapatoria y que, a la vez, como en perfecta simbiosis, supieran apreciar el esfuerzo del lector comprometido que, noche tras noche, guardaba el momento más bello, el más delicado, para dedicarlo, íntegramente, a la conjunción.

Y, sin embargo, continuaba ajeno a toda injerencia externa, pautando los párrafos, esperando algo, en íntima paz interior, pactando con la honestidad un acuerdo sin cláusula de escape.

Y llegó, en los últimos (pero no definitivos) instantes, con la fuerza y la pujanza de un huracán (que siempre lleva nombre de mujer), con el vigor del beso deseado y que aparece de súbito.

Sorprendente e inesperado.

Agradecido y literario...

Literario, en suma.

EL MENDIGO


Ese sonido acabó por repugnarle.

Aún cuando fuera necesario para asegurar su peculiar supervivencia.

Compasión.

Caridad.

El tintineo de las monedas en el plato, arrojadas desde una altura que, más nunca, significaba superioridad.

Él, que había saboreado las mieles de la gloria, ahora escondía su mirada entre cartones húmedos y una raída manta que, en algún momento, había sido de cuadros.

Ese regusto amargo.

La conversación escuchada, extirpada, de aquéllos que ejercían limosna para con él sin dedicarle la más mínima atención.

Agradecimiento fingido, normalmente con una leve inclinación de cabeza, que escondía la más profunda lamentación y, las más de las veces, una no tan velada maldición.

Alguna tarde hubiese deseado ser el blanco de la ira de esas tribus urbanas vandálicas.

Resultar eliminado.

Incluso de esas vacías miradas que le ignoraban.

De ese lugar oscuro y maloliente en el que, día tras día, desplegaba su rudimentario cartel en el que imploraba caridad y comprensión.

Aquella noche, un ruido le despertó súbitamente.

Sintió como una mano le acercaba un cigarrillo recién encendido y aspiró una fuerte bocanada.

El humo, había perdido la costumbre, golpeó cálidamente sus pulmones.

De repente, sintió como su cuerpo era rociado por un líquido más pesado que el agua.

Oyó una sonrisa.

Y sintió un calor insufrible, unido a una llamarada de luz imparable.

Se dejó abrazar por el fuego.

Recordando, mientras sentía su propio crepitar, que el dolor, a veces, procedía de la insatisfacción del regalo que nos permite vivir.

22 abril, 2010

LAS REGLAS


"Digo: yo puedo subir a tu territorio y soy un huésped sagrado, ¿vale? Entro y salgo cuando quiero. Tú, en cambio, eres sagrado e inviolable mientras estés en los árboles, en tu territorio pero como toques el suelo de mi jardín te conviertes en esclavo encadenado". El barón rampante. Italo Calvino.


Escuchó voces.

Procedían de un lugar lejano.

Parecían ser emitidas desde las paredes, rebotar en los techos y concluir su peregrinar, de forma apenas audible, en sus oídos.

Las escuchó.

Primero, vagamente.

Después, concentrando todos sus sentidos y prestando la más amplia atención.

Le recordaban al timbre de un jilguero que comienza a cantar en la mañana.

Aún desafinado.

Incluso con un arpegio algo frío y fuera de compás.

Pero con un mensaje que llegaba fluido y claro.

De repente, como el viento que, tras engañar en cuanto a su temperatura, comienza a helar los huesos, los sonidos se plasmaron firmes, reales, descriptibles...

Y la habitación se convirtió en un enorme prado que llegaba hasta al mar y que, por instantes, evocaba ser un corredor de noticias fragantes y alegres.

Sus pies comenzaron a ascender unos centímetros del suelo y, como los caballos en pleno galopar, se mantuvo con todas sus extremidades en el aire, violando las prerrogativas físicas más asentadas e inquebrantables.

Disfrutó de esa sensación de ingravidez por segundos.

Los sonidos le resultaban cercanos.

Y, en una fracción de tiempo que el ser humano sería incapaz de medir, el cielo se le antojó próximo.

Tanto que estiró sus dedos para rozarlo, para que se impregnaran de su más particular fragancia.

Justo cuando la vida le sonreía y le regalaba los más dulces manjares, las voces, como la gravedad del tono del jilguero ya entonado, cambiaron su vigor.

Y todo se derrumbó.

La gravedad volvió a atraerle, perentoria e irremediablemente, hacia el suelo.

Sintió su cuerpo pesado.

Y un naufragio interior y exterior.

Recordó una fórmula matemática.

Y dejó de soñar.

19 abril, 2010

LA PRISIÓN


El "Chino" Río llegó a prisión por un robo, con escalamiento, en el que las joyas del botín resultaron de bastante menos valor del esperado.

Las muñecas de sus manos aparecieron cortadas, en perfecta sucesión de líneas verticales.

Juan Sebastián "El Inca" Gutiérrez había sido un prometedor boxeador que vio truncada su carrera cuando un más que turbio asunto de apuestas se cruzó en su camino antes del combate que, en caso de victoria, le hubiese abierto las puertas de la disputa del título mundial.

De ser cierto el contenido del informe médico, falleció por insuficiencia respiratoria, provocada por la retención continuada de bolitas de algodón en la tráquea.

Porfirio Manuel Blanco fue condenado a quince años por haber asesinado, con arma blanca, al amante de su esposa.

Fue descubierto, ahorcado, con la camiseta que concedía la penitenciaria a todos los reclusos perfectamente desgarrada y calculada con su longitud como lo hubiese hecho un auténtico maestro aritmético (cinco centímetros para tocar el suelo).

Percy "Chocolate" Álamos fue arrestado cuando su coche deportivo, repleto de sustancias, intentaba abandonar, a gran velocidad, el país

Su corazón se paró por la mezcla explosiva de alquitrán, el material que componía, primordialmente, la pista deportiva de la cárcel, y paracetamol (en dosis suficiente como para mitigar sus últimas treinta y cinco cefaleas).

Ferrán "el Calvo" Lucendo recibió una sentencia de pena de prisión de cincuenta años cuando, ante la visión en acto de juicio del vídeo que reconstruía los hechos, confesó ser el asesino de la joven que había desaparecido mientras caminaba en bicicleta junto al río.

El bedel del segundo turno de la noche apreció algo extraño en su celda, como un fardo caído en el suelo, y comprobó como el bueno de Ferrán se había estrangulado, con sus propias manos, dejando la marca de sus dedos en torno al cuello.

El Alcaide, horas antes, había descolgado el teléfono.

La voz de mujer, sensual, coqueta, le contestó con sumo agrado al otro lado de la línea.

"Cuerda de putas -pensó al colgar- no suena tan diferente a cuerda de presos".

Y sonrió.

Aquella noche, de las celdas de esa pequeña y recóndita prisión, asentada en un perdido acantilado, escaparon más gemidos que chillidos enloquecidos.

Cuando el encargado de los servicios de pompas fúnebres preguntó porqué habían sido solicitados seis ataúdes, el Alcaide en funciones hizo con él un aparte y, con gesto confiado y frío, susurró algo en voz casi imperceptible.

Horas antes, escasas horas antes, seis mujeres, embozadas, habían abandonado cinco celdas y un despacho de la prisión.

LA IMAGEN DESNUDA


Ha abandonado la cama.

Las sábanas se han retirado levemente, dejando desnuda su más íntima desnudez.

El reflejo luminoso del despertador, cuya alarma no ha sido conectada, la baña con una luz tibia, delicada.

Su silueta dibuja arabescos en la noche. Caprichosos movimientos curvilíneos que embriagan y atormentan mi mirada agotada.

Gira, suavemente, y coloca sus pies en el suelo.

Fuera, posiblemente, ya haya comenzado a amanecer.

Se impulsa fuera del borde de la cama y, ágilmente, se yergue, en un salto de esplendor (como las torres se elevan buscando la cálida caricia del sol de inicio de la primavera).

Su melena, rizada, juguetea por su espalda, caminando hacia abajo y serpenteando, por momentos, entre los huecos que dejan sus brazos y su cuerpo.

Ni siquiera sería capaz de aventurar todo el tiempo que ha pasado.

Se agacha y recoge algo oscuro del suelo, iniciando su salida de la habitación con pasos rítmicos y cadenciosos.

En algún lugar del planeta, las imprentas pretenden culminar un trabajo encargado durante todos los siglos.

Y siempre inacabado.

Su ausencia se encuentra bañada con el halo de incertidumbre e inquietud de los instantes que pueden ser el preludio de las despedidas.

De nuevo, a lo lejos, se adivina la musicalidad de sus pasos.

Y, de repente, inician su deriva hacia el cuarto tenuemente iluminado.

Dirige una mirada rápida a la cama, percibiendo que continúo en idéntica y expectante posición.

Vigilante y observador.

Cautivo.

Retira las sábanas y se desliza al interior, rozando su piel con mi desnudez.

Descubro que cubrió su cuerpo y no alcanzo a reprimir una queja leve... corta, mínima.


Adivino que sonríe, mientras hunde su cara en la almohada.


Ahogando un casi inapreciable murmullo.


Entorno mis ojos y recuerdo la primera noche en la que aprecié el olor de su más perdido secreto.


Percibo su respiración, cada vez, más pesada.


Permito que mis brazos se pierdan buscando su delicada piel y ella accede, entre sueños, a la prisión mediata que pudiera separarla del reposo.


Y tanteo palabras.


Recurro a colores.


Describo sensaciones y olores.


Y, perdido, afianzo en mi memoria su imagen escapando de entre las sábanas.


Su imagen desnuda.


La única que no podrá escapar.

16 abril, 2010

EL FUGITIVO DE LAS LETRAS


Se percató de que estaba huyendo.

No lo había percibido hasta ese momento, pero ya era indudable.

Pagó y cayó en la cuenta que era el decimoquinto libro que compraba desde aquel momento.

En otro hombre cualquiera, no hubiera revestido la mayor importancia.

Pero tratándose de él, alguien que asumía el orden de un modo escrupuloso, fundamentalista y casi enfermizo, la cuestión adquiría tintes más que relevantes.

Esa consigna le hacía que su continuación lectora hubiera de coincidir, cronológicamente, con la secuencia de adquisición de los volúmenes.

E hizo falta esa decimoquinta compra, para revelarle que, como los más fatídicos tramposos, había sido descubierto falseándose en el solitario.

Huyendo.

14 abril, 2010

EL LADRÓN


El ladrón parafraseó a Robert Walser y decidió escribir, en la primera página de su agenda, una frase lapidaria.

"El oficio de ladrón solo puede florecer en libertad".

Después dejó que sus pasos fluyeran, desnortados, por la calle.

Como la cámara que todo lo vigila, grabó las costumbres de los viandantes, atendiendo sus gestos y sus pequeñas costumbres siempre repetidas.

Lo hizo con el tesón del artesano.

Guardando cada pequeño detalle en el lugar más específico de su entrenada y precisa memoria.

Consciente de que el empeño puesto por conseguir lo ajeno no estaba exento del amargo revés de los sinsabores y la incomprensión (de la ausencia de reciprocidad).

Descubrió, con la suficiente claridad que le otorgaba la lucidez del cansancio cuando se convierte en hábito, que los caminos más intrincados favorecen el sacrificio de pequeñas victorias mediatas por el apoteosis y esplendor de la coronación definitiva.

El ladrón, aunque nadie fuera lo suficientemente perspicaz como para intuirlo, no jugaba con las situaciones, tan solo las analizaba al albur de su muy acusada sensibilidad y su más que profunda intuición.

Decidió ser ladrón y no asesino.

Ambos fuera de la ley, ambos proscritos, pero con ese ligero matiz diferencial y romántico... Deferencial.

Aquella tarde, después del almuerzo, cometió el robo.

Sin embargo, pronto advirtió una sensación de galopante desazón que le palpitaba en los más profundo de su corazón.

Había vencido.

Había acometido a su presa.

El resultado era positivo.

Pero, por increíble que pudiera parecer, e irracional, la visión de las futuras portadas de los diarios de mañana, que coparían a cinco columnas con la noticia del perfecto robo, no le satisfacían del modo esperado.

Nadie, en el mundo, entendería su pesar.

Puede que cualquier otro hubiera deseado ocupar su lugar.

Pero para él, para ese ladrón romántico y bohemio, no bastaba el aplauso externo y la admiración desmedida.

Máxime cuando el culmen soñado, y ahora en su poder, no brillaba con la puridad que lo hacía cuando se encontraba en libertad.

12 abril, 2010

LA HONESTIDAD


Cuando sientas que tus ilusiones son zarandeadas y golpeadas.

Cuando escuches como sufren su ruptura en mil pedazos irreconciliables.

Cuando inquieras el motivo que te condujo a quebrantar promesas que creías firmemente asentadas.

Otea el tiempo.

Entorna tus ojos.

Y apuesta por la honestidad.

Cuando el silencio machaque tus oídos de un modo en el que no lo haría ni la más atronadora explosión.

Cuando sientas como la lanza, certera, de la indiferencia se clava en tu costado, contundente.

Cuando todo alrededor permita afirmar que, siguiendo un antiguo rito, volviste a enamorarte de un simple, e irreal, personaje.

Siente el horizonte.

Entorna tus ojos.

Y reafirma tu más intima y propia honestidad.

Cuando el sonido de las trompetas, antes lejano, se acerque y sientas, de un modo conciso, el anuncio del final.

Cuando hayas perdido las esperanzas en entregar tu libertad a cambio de un valor más alzado como el amor.

Cuando las lágrimas quieran bañar tu rostro por el recuerdo de ese otro rostro que esquiva tus pisadas.

Fija tu mirada en el presente.

Entorna tus ojos.

Sí, maldita sea, como solo tú sabes hacerlo.

Juega un doble o nada por la victoria de la honestidad.

Y, entonces, cuando nadie lo entienda, comprenderás que el envite habrá merecido la pena.

Que ser derrotado es, en ocasiones muy puntuales, la victoria más preciada.

Cuando de tus labios quiera brotar el insulto irisada más definitivo.

Entonces, créeme, apuesta tu propia existencia por la victoria de la honestidad.

EL PORTEADOR


K. es un viejo empleado de transportes cuya melena encanecida continúa bailando con el viento.

Se deja ver por detrás de la horrible gorra naranja que, con el anagrama de la empresa, su superior jerárquico le obliga a lucir.

K. tiene unas manos encallecidas, del rigor y el peso de las cargas, de dedos muy largos y finos.

Desoyendo todas las recomendaciones que le fueron impartidas, jamás utiliza guantes.

Conduce con tranquilidad, respetando todas las señales y sin superar la velocidad máxima establecida... ajeno al frenesí del tránsito circulatorio de este lunes inmundo que anuncia el final de la existencia.

Lleva la ventanilla izquierda ligeramente bajada, permitiendo que el viento de la mañana le refresque su cara.

En el lateral derecho de su camioneta, serigrafiado en negro sobre un blanco manchado de polución e insectos, se lee: F. Compañía. Transporte de Pianos.

Y, coronando la leyenda, un pentagrama unido, en su mitad, con las cuerdas de un arpa.

Jamás apreció el distintivo, le parecía patético.

K. sabe que hoy es su último día... Y, aunque odia profundamente su trabajo, se encuentra triste.

Varios compañeros, con los que apenas mantiene un trato que exceda del saludo cuando se cruzan en las taquillas, le avisaron que iba a ser despedido.

Varios encargos que no llegaron a tiempo. Pianos que parecían no estar tan poco usados como sus papeles acreditativos aseguraban. Trato inadecuado, por poco cordial, de la clientela.

Y K. conoce que todo es cierto.

Por eso, hoy, en el que se alza como su última oportunidad, ha señalado una ruta muy distinta, buscando atravesar un bosque.

Allí aparcará su camioneta y, como en tantas otras ocasiones, al cobijo del anonimato, se encerrará en el vagón de carga, desanudará las mantas que protegen al piano, levantará su tapa, dejará que el olor le penetre y, sublimado, comenzará a tocar, de memoria, permitiendo que sus dedos acaricien las teclas blancas y negras.

Sin que el tiempo importe...

Sin que nada le inquiete...

Su último éxtasis.

Será su pieza de despedida.

Luego encontrará algún lugar adecuado para que su liquidación se convierta en alcohol y olvido.

De repente, K. siente un impacto lateral.

Brutal. Seco.

Y ya no siente nada.

Ni sentirá nada.

El piano, perfectamente embalado y protegido, llegará a su destino. En tiempo y forma.

11 abril, 2010

LA VIEJA LIBRERÍA


Ahora paseas por avenidas milenarias, mientras él se envuelve en fantasmagóricas digresiones sobre el futuro y la sensibilidad.

Tomada del brazo, o entrelazando tus dedos (mi visión es lejana y, por lo tanto, equívoca), en el instante en el que sus manos se funden en la primera plegaria del día.

Ambos conocéis que los vampiros siempre mantienen un dulzón sabor a sangre en sus bocas... En los días y en las noches.

Varios días antes, él había deslizado una nota manuscrita en tu habitación, señalando cierta hora del día de hoy, en una librería de antigüedades a la que decidiste no acudir.

Ni el consuelo de la primera edición en castellano del Moby Dick de Melville, en la espera, le permite olvidar tu ausencia... Esa ansiedad.

Caminas, haciendo que tu brillo vuelva las miradas de los viandantes, apurando los primeros helados de la temporada.

Y él arranca notas de un piano que decidió lanzar por el patio interior de su inmueble.

Incluso el librero hubiera deseado que llegases a aquel encuentro.

Hoy, el sol ilumina los rincones más escondidos.

Él se refugia en su atalaya de música y libros.

Tú encomiendas tu presteza a los deseos de las nubles blancas que gimotean con pesar.

Él ha utilizado la última página de su libreta para dedicarte un verso que nunca leerás.

Tú ni siquiera lo imaginas.

Él tan solo imagina.

LOS DÍAS DEL PÁJARO


Quiso convertir aquella noche de domingo en un momento especial e inolvidable.

Despertó temprano, y sin desayunar, encendió su ordenador, conectándose a Internet para leer las ediciones digitales de los periódicos.

Le sorprendió encontrar la referencia a la entrevista que un escritor hacía al personaje de su último libro.

Ficción de la ficción.

El invento en el invento.

Desempolvó las sillas y la mesa de madera y las colocó en la terraza, donde el sol se pronunciaba en su primera majestuosidad de finales de invierno.

Las ilusiones se articulan con pequeños gestos materiales y una importante carga de sentimentalidad.

Un pájaro se sujetaba, con sus afiladas garras, al alféizar redondeado del mirador.

Su mirada estaba perdida, de genio creador que utiliza la realidad en la que, habitualmente, naufraga y que le ahoga.

El hombre se percató de que no se había duchado... aún.

Abrió el grifo del agua y colocó la temperatura en un punto más cálido del indicado.

Quería sentir esa quemazón en su piel, el instinto soporífero del vaho que empañaba progresivamente los espejos y cristales.

Salió y permitió que el aire le golpeara durante unos segundos antes de taparse con su manido albornoz azul.

Rechazó utilizar peine, introduciendo sus dedos en el cabello y utilizándolos como púas.

Se vistió, de manera algo desaliñada, cogió un libro, cuya lectura mantenía postergada durante los últimos meses, y desorientó sus pasos por la ciudad hasta encontrar una plaza en la que en las terrazas se encontraba ese más que reparador sol y sombra.

El alcohol seco y ácido de su bebida fría bajaba por su garganta.

¿Sentirían lo mismo los esforzados corredores de principio de sigilo pasado cuyas carreras narraba el volumen que leía?

El mismo pájaro de la mañana, o alguno de sus hermanos, se posó en el cálido latón del lado derecho de la mesa.

Reprimió un gesto encaminado a apartarlo.

Dejó unas cuantas monedas y se marchó.

Caminando tranquilo. Cubierto tras sus gafas de sol.

Eligió unas rosas blancas en un tenderete dirigido por una gitana muy joven y bella. Deseaba regatear el precio, pero no quería hablar.

Llegó a casa y, tras dejar las flores en un jarrón de agua, se derrumbó en el sofá.

Despertó francamente perdido, sin saber las horas que había durado su letargo.

Se levantó y colocó un nuevo mantel negro sobre la mesa.

Apagó todas las luces y situó en el centro dos palmatorias con velas encendidas.

Abrió una botella de vino, para dejar que se oxigenara de modo adecuado.

Eligió sendas servilletas de color burdeos y unos platos blancos, adornados con una línea especial asimétrica negra en su lado superior. Idéntico diseño al de los cubiertos.

Preparó la cena.

Y, con mimo, la repartió entre ambos platos con precisión milimétrica.

Con la misma tranquilidad, sirvió el vino, coloreando las copas.

Elevó la copa al cielo y murmuró algo entre dientes.

Un brindis.

O una severa maldición.

Dejó que sus labios se refrescaran mínimamente con el vino.

Esperó.

El desgranado caminar del segundero.

El avance de las otras manecillas.

Con los ojos entrecerrados.

De la iglesia contigua, un reiterado sonido de antiquísimas campanas refulgía.

Se levantó con los platos en la mano y los colocó, en precario equilibrio, en el límite del mirador.

La noche se había enfriado y agradeció que el viento le golpease sus pensativas sienes.

Miró hacia la oscuridad del vació.

Entonces apareció, quizá por tercera vez, el pájaro.

Lo miró con sorpresa.

El animal se acercó, saltando, hacia uno de los platos, intentado picotear de su contenido.

El hombre se movió muy rápido.

Tras unos segundos, el sonido seco de rotura de cristal.

Tras un segundo (más), el impacto hermano.

El pájaro, sin embargo, no se alteró.

El hombre continúo impertérrito.

AYES


Hay rastros de sangre pero, por el momento, no he descubierto ninguna herida.

Pero el viento amenaza con su presencia... y su dolor.

Un rigor insoportable.

Hay hojas de frutas comidas que navegan en surcos de agua, zigzagueando hacia un lugar al que, sin embargo, no llegarán, encerradas en un mínimo charco.

Hay botellas descorchadas, y sin corcho, que se elevan mirando al cielo con una mezcla de gallardía y duelo por tu marcha.

Hay recuerdos que no alteran mi visión.

Hay portales en los que dejaría mi vida buscando tu boca y tu inquieta sonrisa.

Estirando segundos. Postergando condenas.

Los alfileres se clavan en mis músculos en esta noche de cobardes, en el transcurso de esta insana vigilia en la que el ambiente es una burbuja de champagne aguado.

Tengo huellas de tu presencia y retazos de mi futura aflicción.

También poseo un pasaporte hacia el abismo... y un espíritu batallador que no conoce marcha atrás.

Hay dos manchas redondas de color carmesí y olor afrutado.

Hay arrugas marcadas que jamás querré alisar.

Las telas significan un rumor de vendaval.

Hay pánico en la mirada que busca los dígitos amarillos del despertador.

Hay destinos que debería ir aprendiendo a asumir.

Hay valentía en el gesto que empuña el rotulador que pretende escribir sobre las hojas de un cuaderno de tapas azul y doradas...

Hay serenidad en el movimiento de cierre... en el reposo, silente, de un cúmulo de hojas blancas, inmaculadas, presididas por un fugaz pensamiento.

Hay epitafios escondidos.

Hay despedidas de besos furtivos, complicados, implicados...

Hay...

Hay ayes.

PARADA EN EL MUNDO


Alguien recita desde un lugar escondido y oscuro la historia del huracán.

En la agenda de direcciones, con un inolvidable sentimiento de desazón, la anotación de la agencia de viajes se ve suplantada por la de una sastrería a medida.

Un grupo de jóvenes pasa un hielo, que cada vez se hace más pequeño, de boca en boca, sonriendo y agotando con avidez, las reservas de alcohol del bar.

El camarero continúa ensimismado en la pantalla de la televisión, en la que conectaron, en directo, con la enviada especial a pie de guerra, en el campo de batalla.

Nada guarda relación entre sí.

Lejos de allí, un hombre es ayudado a vestirse con un traje de corte medieval. Ve su imagen en el espejo, siente responsabilidad y reza, oteando el tiempo por la ventana del hotel, para que el viento se calme a tiempo.

Ella examina con parsimonia el pétalo blanco de un ramo de rosas que había quedado escondido entre las páginas de su libro...

Imagina...

Y refrena un deseo, sintiendo como el humo de su cigarrillo acaricia tibiamente sus dedos y se cuela por el pequeño espacio entre sus anillos.

En el bar, algunas miradas inquisitivas se posan sobre el diabólico trazo de mis papeles.

Bueno.

Todos mis problemas femeninos no acabaron en la oscura mina.

Ni con la mina.

Pero dejaron un evidente recuerdo de sangre...

Y las hojas no dan testimonio de esa brecha.

Porque la mejor metáfora siempre se diluye entre los torrentes de palabras alambicadas.

Y se descubre cuando, en ella, no subyacía tal intención.

Mientras las bombas continúan arreciando y los hielos se derriten en un mundo sin ti.

09 abril, 2010

PULSACIONES

Tu sonrisa.
Mi consuelo.
Tus silencios.
Mi quebranto.
Tu mirada.
Mi arrebato.
Tus dispersiones.
Mi perdición.
Tus arrullos.
Mi reposo.
Tu fruncido.
Mi temor.
Tus besos.
El éxtasis.
Tus inquietudes.
Mi rigor.
Tu pelo cayendo hacia el inicio de tu pecho.
Mi metáfora de la belleza.
Tú.
El apocalipsis... la indefinición.

08 abril, 2010

EL RATÓN


Se me ha quedado mirando.

Entre sorprendido y temeroso.

O, al menos, así lo percibo yo.

El sol se comienza a colar por entre los visillos que adornan las ventanas.

Calculando, rápidamente, concluyo que ésta es mi quinta noche consecutiva sin dormir.

Bueno, quizá, sin dormir de un modo que permita descansar, reposar... un modo humano.

Creo que podrían adivinar a qué me refiero.

No se mueve.

Apenas se eleva, mínimamente, y coloca sus tibias manecillas sobre el pecho blanquecino.

Creo que sonríe.

Pero podría estar pensando en el modo más oportuno de morder algún lugar de mi cuerpo.

Los brazos, posiblemente.

A mi alrededor, en un espacio de caos aparente, en el interregno del desorden pausado, hay múltiples cajas de discos compactos abiertas... los libretos interiores campan, a sus anchas, por la mesa, el sillón y el suelo.

Huele profundamente a cerrado.

Entre los cojines, excesivamente duros, o menos mullidos de lo que debieran para una sensibilidad alterada (y agitada), se esconden varias pelotas de papel que vislumbran composiciones inacabadas.

Retazos de inspiración entrecortados.

Esos versos que sienten pavor a ser leídos por los ojos que derriten... y congelan.

Sus ojos.

Por debajo de la nuca, corolario indubitado de la ausencia de descanso, aviso precipitado de la cercanía de un súbito desmayo, dos punzadas terribles...

Frías, desgarradoras, punzantes...

Él quizá lo sepa... puede que lo haya adivinado.

Tuerzo mi cuello buscando una postura que relaje el atronador traqueteo que castiga mi columna.

Inútil.

Un esfuerzo estéril... otro más.

Por el patio interior al que da la ventana, se escapa una música que se ve acompañada por una letra en idioma que no puedo entender.

Mi padre siempre quiso que aprendiera a tocar la guitarra.

Mi mayor empeño, durante un tiempo, fue no complacerle.

Siempre hay motivos para nuestras decisiones.

Quizá no siempre.

Él lo ha conocido todo, desde antiguo.

Por eso ahora me mira.

Apuesto a que debería temerme. Pero no lo hace.

Ha salido de la oscuridad...

Se ha quedado observando...

Lo ha adivinado todo, con prontitud y calma...

Se siente superior.

Porque ha advertido el horror.

Por eso, avanza tranquilo, buscando mi presencia. El ascenso cómodo por mi espalda para colocarse en mi hombro, a una distancia alcanzable de mi oído.

Entonces lo susurra.

Y yo caigo en la cuenta.

Una leve mancha de vino tinto sobre el blanco del cojín.

Y descubro que no dormiré.

Y descubro que ninguna palabra me complacerá... jamás.

Y él, el pequeño ratón, se marcha... sin decir adiós.

07 abril, 2010

ESTRELLA (ver 2.0)


¿Vieron?

Se apagó una estrella en el firmamento.

Quizá no habían percibido ese repentino y sutil apagón.

Incluso podría resultar que, antes de este inaudito final, jamás elevaran sus miradas hacia esa luz.

¿Vieron?

Su camino se borró de un plumazo, en un trazo único, eliminando la línea fosforescente de calidez.

Concluyó su peregrinar, con una tranquilidad y parsimonia digan de las princesas de cuentos de hadas.

¿Vieron?

Desapareció. Dejando boquiabiertos a los noctámbulos que le dedicaban sus más elaboradas plegarias.

La bóveda oscura del universo lagrimea unos versos de estrofas medievales que los trovadores habían olvidado.

¿Vieron?

Se apagó.

Toda la música se mantuvo en un auténtico staccato, mientras su luz se escondía definitivamente.

Se apagó.

¿Vieron?

Un gato, que escapó de las sombras que dirimían su particular batalla, alza su visión corta hacia el cielo.

Los más viejos del lugar, apurando sus vasos de aguardiente, relatan que le vieron vagar, desconcertado y lloroso, con su felina mirada perdida, durante varias noches antes de morir.

¿Vieron?

Quizá no se haya apagado.

Quizá, como en el parpadeo eléctrico de una bombilla que alerta de su posible fundición, se aletargara unos instantes.

Quizá fue solo fruto de la ansiedad.

¿Vieron?

Si mis ojos, cansados, no me engañan, intuyo, de nuevo, su luz en el cielo.

04 abril, 2010

MISTERIO


Misterio.

De fotos tomadas pero cuya imagen aún no se ha hecho palpable.

Misterio.

De los silencios que acentúan mientras devuelves tu sonrisa, acunada en el hueco de mi antebrazo.

Misterio.

De los pensamientos que recorren tu cabeza cuando me deleito al verte reflejada en el cristal de los trenes.

Misterio.

Del lugar al que las aguas llevarán las medallas olímpicas arrojadas por el campeón desde el puente, tenuemente iluminado, de la ciudad.

Misterio.

Del sentido de los colores que pigmentan los huecos de tu rostro sereno antes de golpear con el rigor del adiós.

Misterio.

De anotaciones minúsculas junto a ensalzadas capitulares. De números y direcciones, de teléfonos que, quizá, no vayan a sonar jamás.

Misterio.

De mapas señalados con antelación a la realización de viajes imposibles. De precisiones marginales abocadas a permanecer en el anonimato de la desolación.

Misterio.

De las entrecortadas conversaciones insomnes que atraviesan los débiles muros de las pensiones concedidas sin reserva previa.

Misterio.

Del íntimo color de tu flor escondida. Del suave jugo que regala tu más interno claustro.

Misterio.

Del errante peregrino que importuna al viento con repetidas preguntas que éste jamás responderá.

Misterio.

Relegado en los posos del café que compartiremos en un viejo parque de Beirut.

Misterio.

De las iniciales que enseñorean las esquelas de la edición dominical del rotativo local.

Misterio.

De las confidencias reveladas sotto voce en los crepusculares atardeceres de una medieval villa asediada.

Misterio.

Del ritmo de tu respiración cuando encoges tu vigor para entregarte a los brazos de un Morfeo esquivo.

Misterio.

De la sustancialidad del veneno que me enamora y de su capacidad para pervivir en mi descreído organismo.

Misterio.

De soñar un amanecer en París, mientras desperezas, entre arrullos, en mi pecho.

Misterio.

LA MÚSICA


Suena la música.

Y vuelves tú.

Releo un poema, escrito entre la angustia y la melancolía de la distancia.

Y añoro tu cercanía para susurrar sus palabras a tu oído.

El cielo de Madrid se ha abierto inopinadamente.

Y el agua ha llorado al no encontrar el largo rizo de tu melena azabache.

Todas las búsquedas hablan de hoteles parisinos, con bellas e iluminadas habitaciones orientadas al Sena.

Y, sin embargo, aún mis números no han bailado la melodía del sueño con los tuyos.

Suena la música.

Ha vuelto a hacerlo.

Traduzco su letra y la nostalgia continúa siendo un páramo insondable.

Y vuelves tú.

Sobrevolando con dulzura.

Aleteando con tu sonrisa y resquebrajando el suelo que me sostiene.

Hoy, que todas las noticias de los periódicos abordan los sucesos más luctuosos.

Suena la música.

Alguien debería de apiadarse de mi espera.

Suena la música.

Todo bajo el cielo (y todo en el cielo) me recuerda a ti.

Investigo metáforas, pero la música se mantiene en el trasfondo del pesar y el encierro.

Y vuelves tú.

Nunca te has ido de mi mente.

Nunca lo harás.

Incluso cuando todo llegue al fin.

Incluso cuando la música cese de sonar.

03 abril, 2010

DESEO


Quiero adornar con mis besos y caricias los recovecos más sutiles de tus muñecas y tu cuello, de las perfectas y cuidadas líneas de tus manos...

Quiero adornarlas, ensalzarlas, loarlas...

Que olviden el refulgir de las joyas, de los anillos, de los cristales y brillantes, de los pendientes y las tiaras.

Quiero entronizarlas, coronarlas, venerarlas...

Deseo que el perfume del desorden de tus cabellos me impregna y me inunda... me refiera tu especialidad y me coloque en el temblor de la mentalidad de la duda.

Quiero temer, sufrir, penar por el inestable equilibrio de tu sonrisa y tu mirada.

Deseo que mi derrumbe me impida balbucir las palabras deseadas, que, tras los suspiros, y en la contienda de nuestros ojos entrecerrados que se observan, los latidos de tu corazón me inoculan el más bello veneno que me alimenta y atormenta.

Quiero que mis manos recorran tu geografía íntima, que pulsen con mimo los resortes más encrespados, que visiten, como los emisarios que portan felices nuevas, la antesala de tus palacios.

Deseo encontrar el temblor de tus palpitaciones, la acelerada sensación de tu pecho, el rítmico vaivén de tus piernas cuando la madrugada enfila por los deltas del amanecer.

Quiero adornar tu presencia, hacer crujir los más profundos sentimientos que la divinidad deparó para las almas mortales, quiero abandonar mi cuerpo en el tuyo y que los torrentes eléctricos fluyan y confluyan, golpeando la quietud...

Deseo sentirme exhausto, inmóvil, rígido, sin movimiento... vencido entre tu idílico paraíso, carente del oxígeno mínimo, temeroso...

Deseo.

EL JINETE


"Yo erraba solo, paseando mi huida -junto del estanque, entre la sauceda- donde la bruma vaga evocaba un gran fantasma lechoso y desesperante". Paseo sentimental. Poemas Saturnianos. Paul Verlaine.


El jinete galopa furioso, eléctrico, sintiendo cada irregularidad del camino en el trote exigido de su entregado caballo.

Piensa y recuerda imágenes que le derribaron y subyugaron, que consiguieron derrumbar esa férrea y fría coraza que cubría su impostura.

Pretende, acelerando aún más el paso de su montura, que los árboles que se sitúan en los bordes del camino conforman un todo cerrado, de negritud, que impide que la luz de la luna llena penetre entre ellos y, de este modo, en íntima comunión con la oscuridad, la soledad y el silencio (mínimamente roto por el acompasado ruido de las herraduras en la piedra y los suspiros de su caballo), recitar, en voz baja, una mundana plegaria que llegue a su lejano corazón.

Advierte, a lo lejos, el lago.

Tranquilo, pausado, cristalino y paradisiaco en el medio de la madrugada y del bosque.

El Jinete la recuerda. Sonriente. Bella. Esculpida entre los rayos madrugadores de un sol perezoso que olvidó calentar el final del invierno.

Instintivamente cede en su presión de las bridas y el animal agradece el gesto deferencial, ajustando su velocidad al escarpado terreno que conduce hasta el lago.

Pausado y tranquilo... como la noche del Jinete... cuando lo fue.

Mira al cielo y contempla la perfección de la luna.

Henchida en su más completa redondez. Luminosa y señora, altanera, dominante, segura de sí misma, perfilando una sonrisa pespunteada en las comisuras de sus labios.

Decide desmontar, dejando descansar a su fiel compañero, y encaminarse, con la lasitud generada por el inconformismo y la búsqueda a la orilla.

Recuerda el pasaje de un libro en el que la asesina, avezada, buscaba señales y designios en los informes del genial detective que la perseguía.

Y ese doble vinculo de la perseguida que, a su vez, rastrea a su perseguidor la reconforta en esta noche frente al lago.

Avisando que el viento responde a sus preguntas o, al menos, le traiga esa brizna del olor de ella que le permita reposar.

Y el Jinete espera... absorto... con la mirada felina e inquieta.

LA RUTA


En el sueño, conduzco.

Mis ojos van cubiertos por unas gafas de sol graduadas que mitigan mi galopante miopía.

Visto camisa negra con puños arremangados y unas casi imperceptibles chorreras que disimulan las inevitables arrugas que provocan las posiciones forzadas.

En el sueño, estás sentada a mi lado.

Te has despojado de tus chanclas y, en acrobática posición, has puesto tus pies sobre el salpicadero, colocando el asiento en posición vertical...

Sospecho que mañana referirás algún tipo de contractura, pero refreno mi reprimenda porque, como aquella primera vez en el minúsculo alféizar, no consigo encontrar palabras para definir.

En el sueño, suena música. Una canción de rock que, salvo que mi oído me engañe, fue versionado Leonard Cohen.

Mientras concluyo la maniobra de reducción a cuarta, para ajustar la velocidad al tramo escarpado y revirado que nos espera, busca el tacto de tus manos que reposan entre los anchos pliegues de la falda blanca ribeteada de azul celeste.

Las encuentro y percibo una breve sensación de frío.

Busco tu mirada y entornas tus ojos, sonriendo, afirmando, sin palabras, la nada sorprendente realidad descubierta.

Permito sostenerla entre mis dedos unos segundos y recorro con mis yemas el camino que lleva hasta tus muñecas.

Con delicadeza, como si el mundo no fuera a terminar, pero el viaje o la ruta pudiera hacerlo.

En el sueño, los relojes no conocían el significado de las horas.

En el sueño, los teléfonos se habían declarado en huelga y no avisaban de las alertas recibidas.

En el sueño, todas las señales de los laterales de la carretera me hablaban de ti.

Y continuaba conduciendo, seguro, tranquilo, olvidando tus futuras molestias y mis sempiternas quejas por las pérdidas.

Porque en el sueño, ni el tiempo, ni los mapas significaban nada.