31 enero, 2010

EL CASTILLO


En el exterior del castillo, el deshielo alcanzaba cotas de extrema gravedad.

Pero todo ocurría despacio, imperceptible para los demás.

Solos, tú y yo, divagábamos sobre la magnitud de la tragedia en ciernes, con la sumisión e irremediabilidad que lo habían hecho, tiempo atrás, los músicos de la orquesta del Titanic.

Con bohemia en las páginas de nuestras lecturas y no en los cristales.

Apreciando y saboreando cada una de tus sonrisas, perspicaces, como si fueran las últimas... al menos, las postreras de estos de inicios de década del milenio.

¿Dónde estuviste en la mañana del fin del mundo?

¿Quién cerro tus ojos aquella noche?

En las páginas amarillentas del libro, que dejas reposar en la mesa cuadrada de cristal que nos separa, los hombres intentan escapar de su destino, huyendo en busca de su propio epílogo (que es epitafio insalvable).

Y, sin embargo, lo realmente reinante e imperante, es esa presencia de elegancia que propele una auténtica fragancia de especialidad.

Todos seguimos indicios equivocados, pistas erróneas que nos abocan a un precipicio del que ningún manual refirió ni su profundidad, ni su composición.

Ese sosiego que presagia la escena trágica tras la que caerá el telón.

Esa desesperación e inquietud de los instantes en los que la comunicación permanece suspendida en los brazos de la inestabilidad y la probabilidad.

El rumor del agua comienza a crecer y el pánico de las multitudes entona, junto con las sirenas de la Policía, una desaforada sinfonía de carnaval con inclemencias meteorológicas.

El gato pasea entre tus piernas y me dirige una mirada que mezcla su incomprensión con una evidente altanería... la del vencedor que recorre los terrenos que anhelamos habitar.

Salta y acaba con los restos del sushi que quedaban en el plato.

Me detengo en todas las respuestas que aún no me diste, en todos los desencuentros pasados que perfilaste como las gotas de agua dibujan círculos en el mar cuando llueve.

Articulo un discurso honesto que el tiempo no me permitirá representar.

El agua ya asciende por las ventanas de la azotea en la que me miras con recelo y desconfianza.

Por algún extraño motivo, pienso que ningún español fue campeón en Las Vegas.

Y me recorre un pánico calmo, certero...

LAS CONSECUENCIAS DE LAS SEÑALES


Fue, entonces, cuando escuchó la palabra.

Fuera de contexto parecía atesorar idéntica pujanza y poder del que, en su día, alardeaba.

Sin embargo, la realidad es que, siendo como fuere, la había advertido y había activado todos los dispositivos que conectan los sentimientos con el pasado, los recuerdos y ese temblor (en ocasiones, cosquilleo) que produce la fabulación del porvenir.

Todas las metáforas devienen tan planas como el silbido de cierre de las puertas del Metro cuando se desvela su contenido.

Alguna canción les había enseñado, a ambos y por separado, que proseguir viviendo era jugar...

Ninguna composición se atrevió a poner en duda que las reglas pudieran ser erróneas o que, a buen seguro, lo más honesto fuera esquivarlas con elegancia.

Escribió la palabra en la pantalla de su ordenador y, al verla destellar en el fondo blanco, principió un ataque de sinceridad, desbocada, que afinaba la primera persona del singular hasta un lugar excesivamente iluminado del escenario.

Todo, al igual que en aquella estúpida guerra, sucedía despacio... y los tiempos de espera eran sustancialmente más aterradores que los de batalla.

Cerró, enérgicamente, la carcasa de su portátil y decidió dejar reposar las ideas y las letras en el diván del silencio y el anonimato.

La música hablaba de direcciones incorrectas y de espíritus errantes y batalladoras (algunas canciones tan solo pueden escucharse cuando uno pasea por Madrid).

La noche cubrió de negro un sueño interrumpido por los cuervos y las sirenas.

Todos los aviones sobrevolaban los escenarios de crímenes pretéritos.

Quiso creer que aquella guerra no había existido.

Pretendió olvidar los sonidos de la madrugada, el camión de la basura, los gritos de los crápulas insomnes, las bolsas rasgadas por los felinos depredadores hambrientos.

Derrumbó su agotamiento en un incómodo sillón y entrecerró los ojos viendo, al fondo, el final del drama.

Y, entre los incendios, el olor a pólvora, el fragor de la contienda, la sonrisa de una mujer que habitaba, en régimen de alquiler, las aventuras de una indómita y valerosa narración.

Descubrió, atónito, que su mano señalaba hacia el corazón.

Y pronunció un sonido inteligible que simulaba ser Angkor Wat.

28 enero, 2010

LA LLUVIA


Llueve.
Y la visión de la calle se deforma en cada minúscula gota de agua.

Lloré.
Era estúpido negar que esa simple mirada del adiós sería suficiente
para hacer brotar, de lo más profundo, la tristeza que acumulamos,
inconscientemente, cuando los segundos parecen ser los más lindos del Universo.

Llueve.
Los paraguas son los escuderos de las parejas que pasean abrazadas en lo torrencial.

Grité.
El silencio se convertía en una cuenta más del rosario que guiaba mi desesperación,
una pesada cruz que portaba sin cirineo que aliviara mi carga,
de vuelta a un Gólgota que Shakespeare confundía en Hamlet.

Llueve.
Y la Luna asiste impasible, reflejada en los charcos, a un espectáculo que la despertó de su letargo.
Rebotaron mis sienes.
Eternamente inquietas por los efectos de algunos licores que sólo fueron anestesia,
Parcial e inoperante para un diagnóstico frente al cual los médicos se sintieron impotentes.

Llueve.
Ansío con fuerza que tu imagen aparezca entre la cortina de agua que cubre mi
ventana, el muro incólume que me separa del bien y del mal.

Desmayé.
El cansancio fue un aliado que me apartó del recuerdo,
mi fiel escudero en la batalla que libré, perdedor previo,
contra el perfume de los besos que ascendieron con nosotros al exilio de lo onírico.

Llueve.
Recuerdo el compás de la fúnebre y molesta sintonía del agua en el alféizar.

Continúa lloviendo.
El cielo comulga en este sacramento penitencial que solo las almas enamoradas
están condenadas a repetir en un ceremonial oscuro y apesadumbrado.

Creí.
Fui el habitual ateo pero hoy, absorto, asenté mi fe en el cripticismo de nuestros códigos internos comprendidos.

27 enero, 2010

V.- LIBRE


Se sorprendió al adivinar su propia caligrafía en uno de los cuadernos.

En la quinta página, numerada siguiendo los cánones romanos, la letra era casi diminuta, tan minúscula que costaba leerla con cierta continuidad.

Trató de recordar el motivo que habían propiciado esos versos libres...

Supo reconocer, en la lejanía, una playa desierta, el rumor de las olas, cierto ansia, irremediablemente insuperable, y una composición que, a todas luces, era insuficiente para obtener la perseguida victoria.

Las tapas acartonadas se veían, por el paso del tiempo, dobladas y castigadas.

Desde la ventana, Madrid se erigía en una sucesión de mastodónticos edificios coronados por cúpulas y estatuas de inexpresiva piedra.

Volvió a sus letras.

Añoraba esos estímulos repentinos originados por la sorpresa de las comunicaciones recibidas.

Desconcertado, se limitaba a saborear la hiel de los silencios, de las abruptas interrupciones, el temblor causado por el miedo a excederse en las sinuosas líneas de la complicidad recién adquirida...

Los carnavales estaban a punto de pasear por las calles de Colonia.

Sin embargo, entendió que el antifaz que encubre la realidad puede ser visto, según el enfoque, como una demostración de gallardía e invencible superioridad.

Se descubrió recostado en el incómodo pomo de la puerta del desvencijado armario ropero, que gruñía ante la caída de su peso.

Sensato, intentó recomponer el antiguo poema.

Y comenzó por variar las referencias personales que éste contenía.

Decidió sustituirlas por una inicial, mayúscula, pretendidamente anónima, evidentemente notoria...

Las gárgolas del monumental edificio de enfrente se miraron asustadas.

Las nubes del cielo se habían abierto, ambiguas, para conformar las alas, batientes, de una gaviota.

Colocó, en el margen derecho de la hoja, un punto final que atisbaba no resultaría definitivo.

25 enero, 2010

LAS PREGUNTAS


Se dijo que existían determinadas cuestiones para las que no deseaba obtener respuesta.

Al menos aquella noche.

La luz iluminaba tenuemente la habitación y el silencio predicaba en la madrugada.

Comenzó besando sus cabellos, suaves, con ese olor característico que le visitaba durante el resto del día, por muy lejos que su melena se encontrara.

Entonces, recordó el primer, y timorato, beso en la boca.

Adolescente, casi pecaminoso...

Regalado. Como tantos y tantos otros.

Descendió hasta llegar a sus labios y los mantuvo entre los propios durante apenas dos segundos, señalando con su lengua en las comisuras de ella, marcando los límites de un deseo pasional e irrefrenable.

Pensó que mataría por esa sonrisa, que no era suya... ni de nadie.

Solo del tiempo.

Visitó sus pechos con la delicadeza y el detenimiento que permiten las noches en las que los relojes obvian las alarmas.

Los grillos del jardín entonaron una sonata clásica que atendía el rítmico vaivén de los suspiros.

La distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, pero, únicamente, para los que no ganaron su excomunión en las calles de tortuoso trazado.

Profundizó en su conocimiento y derrotó en el limpio y fresco sexo que se abría ante él.

Inescrutable.

Mantuvo la separación con sus labios y dejó que su lengua se adentrara, como sagaz detective, en los más procelosos y recónditos lugares.

Olvidó la sucesión de los segundos.

Mantuvo su mente vacía.

Las preguntas no requieren ser respondidas.

Llovía cuando todo acabó.

Volvió a su hogar dejando que sus pasos se perdieran entre las callejuelas de una ciudad castigada.

Los jóvenes vomitaban sus borracheras en las esquinas.

Los ancianos compraban su periódico del día.

Los relojes digitales, colocados en asépticas marquesinas, avanzaban sin piedad.

Notó sus labios agrietados.

Su lengua aún caliente.

El interior de su boca débilmente pegajoso.

Y su mente llena de preguntas sin responder.

24 enero, 2010

EL CUERVO


Quizá no fuera tan mala la idea.

Desaparecer...

Pero no de un modo temporal. Más bien con vocación perpetua, eterna.

Como el agua que cae desde el nacimiento del manantial.

Ya había visto en su rostro (el de ella), a los catorce, que andaba más pendiente del brillo de los diamantes que de las incongruencias producidas por el alcohol y las sustancias.

Ahora, a los treinta y dos, ella había concluido los episodios más inhumanos en los maratones politóxicos.

Y los brillos de las joyas resplandecían, continuaban haciéndolo, en los escaparates de las joyerías de moda.

Por eso, cuando golpeó con saña en la estimación del tiempo; mejor, en la del paso del tiempo, él decidió evadirse, huir, hacia delante, una fuga en el vacío, en el muy limitado espacio terrenal...

Porque, como todos saben, el rostro de las mujeres amadas y terceras no es susceptible de olvido, ni de alejamiento... ni tan siquiera forzoso. Tan solo forzado... y ése duele... tanto.

Quizá por ello, cuando redactaba una breve nota de información sobre el cambio de domicilio para la Administración Tributaria, se contuvo antes de volver a intentar establecer comunicación con ella.

Conviene no felicitar al contrincante que acaba de derrumbarte, al menos hasta que tus heridas hayan restañado por completo.

Pero hay sangre que se empeña en persistir brotando.

Cerró los ojos, se vio completamente vestido de negro, de la cabeza a los pies, con las violáceas manchas que circundaban sus ojos... y la mirada inmisericorde ella.

Sus gestos.

Su desaprobación.

Pensó en desaparecer, en la realidad, de nuevo...

Una ciudad lejana, de idioma extranjero, de costumbres extrañas, de secretos escondidos...

Y el cuervo le visitó.

De poco valía intentarlo.

Los daños no se abandonan.

Siempre consiguen un billete contiguo al que ocupamos.

Peregrinar era una opción tan miserable como el olvido.

Ahuyentar los fantasmas podría ser un camino... para seguir.

Para seguir, recordándolos.

Y el cuervo no se marchó.

Jamás.

22 enero, 2010

CAMPANAS QUE TAÑEN A DUELO


En el deforme círculo dibujado en la arena, apostaste tres monedas doradas a mi más que segura derrota.

Y recibí dos puñetazos cuando aún te encontrabas abandonando la primera línea de visión de la contienda.

Las campanas, al menos aquéllas, siempre tocaban a réquiem.

Con modales de caballero antiguo, recompuse mi figura, mientras, Dios sabe porqué, recordaba las explicaciones universitarias sobre la causa torpe.

Algunas alimañas correteaban por el suelo sobre el que se tambaleaban mis piernas.

Escuchaba gritos de euforia ensordecedores.

Ánimos, vítores... insultos.

Todo sucedía a cámara lenta, como las palabras que continúan los trazos dejados por los puntos suspensivos.

Excepto la huida de aquel gato que, deseoso de averiguar la causa del revuelo, se había hecho acreedor de un más que doloroso pisotón en su rabo.

Mi boca saboreó el cálido dulzor de la sangre líquida.

Y, a pesar de que la balanza de los puntos se inclinaba netamente hacia mi contrincante, todavía sus puños no habían tocado mi rostro.

Mentiría si dijera que no despisté mi guardia al intentar confluir mi mirada con la tuya.

El resto es la historia del boxeo clásica, dos crochets y un definitivo uppercut.

Falta de oxígeno, sensación de liviandad y desconexión en las sensaciones para con el espacio y el tiempo.

Y el árido sabor de la tierra que se introduce por tus labios.

Malherido, cuando todo el mundo, incluso tú, se había escapado del improvisado damero de la batalla, descubrí que, dentro del círculo, o lo que el demonio quisiera que fuese geométricamente hablando, reposaban tres monedas doradas.

Volvieron a tañir las campanas.

Y, desorientado, emprendí un camino desconocido, guiado por las palmas incompletas que se me antojaban en el batir de las alas de los pájaros.

21 enero, 2010

EL ESPEJO


Quiso creer que las palabras lanzadas no herirían.

Pretendió que, recubiertas de cristal, nadaran entre los procelosos océanos de bytes.

Imaginó reacciones... mas no halló motivo para las lágrimas.

Y, sin embargo, el viento le anunció tristezas y resentimientos.

Recurrió a la medida más objetiva...y, sin embargo, el tiempo resbalaba entre sus dedos y ante sus castigados ojos.

Maldijo.

Entrevió a un antiguo profesor, en la tarima, sumido en eternas diatribas sobre el tempus fugit.

El espejo le devolvió una imagen distorsionada que era la que comulgaba, en los más justos términos, con la realidad.

Releyó sus palabras, y adivinó una despedida recubierta de edulcorada educación.

Negó sobre el sentir de los silencios y las palabras no dichas.
Derrumbó sus pensamientos en la destartalada silla y el fogonazo de luz le envió al suelo.

Estudió todos sus antiguos libros de texto, pero no dio con el poema que anhelaba encontrar.

Volvió al espejo y supo que sería la última vez que vería su efigie reflejada.

Acertó a intuir las causas.

Y, tembloroso, dibujó su cuerpo yerto entre las frías paredes de la madera del ataúd.

No lagrimeó.

La compasión y la caridad, en cantidades abundantes, pueden ser el más letal de los venenos.

Intentó recuperar los mensajes enviados... pero ya era (demasiado) tarde.

Y, sin embargo, al igual que sucedía con la condena final, convenía asumirla con gallardía.

Quizá, solo quizá, el espejo estuviera equivocado.

20 enero, 2010

DESÓRDENES INCÍVICOS


A V., gracias.


El titular del diario croata era francamente indescifrable.

El amable camarero, en un mezcla indescriptible de italiano y español, intentaba explicar que la Policía Local investigaba una serie de sucesos calificados, según la desviada traducción, como desórdenes incívicos.

En la fotografía, a cuatro columnas, que ocupaba gran parte de la portada del periódico, una desvencijada roulotte, a la que habían sombreado la placa de matricula, escapaba de una reserva protegida del Parque de Plitvice.

Algo resultaba familiar, en el vehículo, a los ojos del turista.

Pero su expresión era lejana, como intentando demostrar que la historia no le generaba la más mínima inquietud.

Desde la terraza, podía contemplar como el sol coloreaba, con distintas tonalidades, las tejas de las casas que habían sido azotadas por las bombas años atrás.

Como en una incomprensible metáfora, intentó asemejar la brillante miscelánea de marrones rojizos que se presentaba ante él con el caos propiciado por ese desorden que mantenía alerta a todo el país.

Pronto cayó en la cuenta de la manifiesta imposibilidad.

Y sonrió, advirtiendo que lo más relevante estaba en el intento.

En la puerta del bar, una bandera croata ondeaba al viento.

Perdió su mirada en el horizonte.

Atardecía.

Posiblemente, los crímenes continuaran sucediendo, para nada parecía poder empañar aquella visión descubierta y escondida.

Todas las ciudades, aunque se recorran sin parsimonia, mantienen secretos cuando los pasos son compartidos.

Recogió del suelo la edición del New York Times y advirtió, en un suelto a pie de página, una crónica que le dejó descolocado.

El enviado especial a Z. informaba que la artista, una vez conocida su identidad ganadora tras la apertura de la plica, había escapado aprovechando las corrientes del Limmat.

En la última línea, el periodista refería el pseudónimo bajo el que se había presentado al, a la postre, desierto concurso.

Desórdenes incívicos.

16 enero, 2010

LA MIRADA


Tú aún no lo sabes, pero yo ya te observo.

Y, sin embargo, me miras.

Acomodada, en un sillón de damero, rojo y beige, sobre el que extiendes tus brazos y cruzas tus piernas.

Recupero tus últimas palabras escritas y advierto una más que importante dosis de sagacidad y perspicacia.

Sonrío.

Le pregunté al pavo real azul de pico rojo (que posiblemente pudiera ser un faisán) sobre tus inquietudes y desvelos.

Y el animal me observó con cierta incredulidad.

Dio media vuelta y se zafó de mi presencia.

Me gusta creer que detuviste el tiempo en tu reloj de pulsera.

Desearía pensar que sigues siendo la misma chiquilla que sonreía mientras giraba en el patio de columpios. Que la cruel realidad del devenir no hirió tu inocencia. Ésa que evoca tu porte oriental cuando anudas tu pelo.

Y tiemblo al pensar que he visitado lugares comunes a los tuyos, y he detenido mi cámara fotográfica para plasmar idénticas realidades a las que adornan tus paredes.

Incluso creo que F. nos invitaría a su mesa de mármol de A.B.

Adivino ese temor que regala el tiempo que hemos dejado atrás sin conocer la verdad.

Maldigo todos esos vientos que han acariciado tu suave melena en esas orillas de los ríos en cuyas aguas espejeó tu delicada figura.

Disparo al sol que acarició tus curvas en las playas frente a las que dormiste, junto a otros cuerpos, que no eran el mío, mientras el amanecer os regalaba una estampa turbadora.

Yo te miro. Lo hice durante toda esta tarde.

Y, sin embargo, tú, aún, no lo sabes.

Aunque algo me hace pensar que lo intuyes.

12 enero, 2010

SOLEDAD


Nadie espera encontrar a una mujer de ojos verdes, a la mesa de una cafetería, a las ocho de la mañana.

Menos aún, si viste medias negras altas y un liguero de encaje a juego, y hojea, distraída, las páginas de la edición del periódico gratuito de hace tres días.

Pronto, la atención se dirige al rosario azabache que reposa en el mármol de la mesa y cuyas cuentas ella acaricia como en un gesto de repetida convicción.

El resto de sillas están vacías. Solo el camarero, que quizá sea, también, el propietario del local, rompe la tranquilidad con una frase tan vacía como cargada de sentimiento: "no me gusta el invierno".

La mujer no hace el menor aprecio al aserto, continuando en su pose de femme-fatale.

Nadie espera que el Destino dibuje imágenes literarias en las mañanas soñolientas de una ciudad como Madrid.

Nadie espera que las mañanas traigan nuevos anocheceres que den cabida a los sueños violentados por los rayos de luz.

Nadie espera en esa cafetería... tan solo ella lo hace.

Con esa mirada íntima y desconcertante que provoca torrentes de palabras y ensoñaciones.

Nadie espera que esa mujer sola pueda invitarle a su mesa, que es la antesala del mundo del horror.

Nadie adivina que la palabra soledad es polisémica cuando esos ojos verdes andan detrás.

Nadie sabe si, realmente, su nombre es Soledad y era sobrina de aquella anciana a la que amortajaron como había vivido, con tres relojes (dos en la muñeca izquierda y uno en la derecha).

Nadie osó preguntarle... por una suerte de temor reverencial y pánico alzado.

Hasta ese día, nunca nadie había pedido dry martini para desayunar.

Y puedo decirles que su sabor me reconfortó el temblor de verla.

11 enero, 2010

EL CARTERO


El cartero dejó hoy, en el buzón, mi carta enviada a los Reyes Magos.
Y, en el cuadro de incidencias, señaló, con una cruz garabateada, la casilla de "rehusado".
En el mojón de piedra del kilómetro 23 de la carretera secundaria grabé nuestros nombres, cincelando con denuedo la piedra.
Descubrí que alguien los había tachado, cubriéndolos de pintura negra... y mi desconfianza posó sus ojos en el cartero.
Desde hace cierto tiempo, escucho excusas sobre aberrantes crímenes que aún no han sido cometidos.
Y, sin embargo, las manos del emisario que se exculpa apestan a sangre pútrida.
El mensajero que traía los libros que había comprado en una librería electrónica excusó su retraso.
No pronunció palabra alguna de disculpa cuando, tras percibir que del sobre abierto habían extraído un volumen de McCullers, envalentoné varias recriminaciones y musité diversas imprecaciones.
Anoche no dormí.
La imagen de un cuerpo arrastrando otro, a punto de expirar, hacia las profundidades de un lago helado, me quebró el corazón.
Nevaba, y la imagen era observada por una legión de mujeres vestidas con traje de novia, pero sin ramos de flores.
Un cartero las espiaba, escondido entre la maleza, mientras en sus ojos se reflejaba la luminosidad de la nieve.
Esta mañana, los chicos jugaban con su punteros de luz, intentando que las lagartijas cayeran de las paredes.
Ya en el suelo les arrancaban, de un firme pisotón, sus colas, que bailaban durante unos mínimos segundos.
El cartero bufaba de frío, pero no se paró a pensar cómo era posible que las salamanquesas se arrastran de entre las rendijas de los edificios.
He ordenado que el joyero inscriba mis iniciales en la larga hoja del puñal.
Están ávidas de sangre.
Anhelo que el cartero mantenga su ensimismamiento.

07 enero, 2010

LA ANCIANA


Primero fue el disparo de la anciana en el Metro.

Cuando el vagón quiso reaccionar, la vieja corría despavorida, por las escaleras mecánicas, hacia el exterior.

Los periódicos no otorgaron demasiado relevancia al suceso.

Luego, unos días después, el empleado del horno encontró, en el callejón de acceso al establecimiento, el cadáver de un hombre decapitado.

La policía científica no halló ninguna huella dactilar en el lugar de los hechos.

Las hipótesis de investigación no creyeron oportuno relacionar ambos crímenes.

Pasados unos quince días, cuando ya apenas nadie recordaba lo anterior, un joven de veinticinco años fue encontrado muerto en la bañera de su casa.

Nadie concedió mayor relevancia al hecho de que todos los orificios de su cuerpo se encontrasen sellados con silicona.

Era la primera vez que la ciudad cerraba las puertas con pestillos de seguridad.

El Alcalde convocó una rueda de prensa en la que no admitió preguntas de los medios presentes.

Unos cuantos meses después, la anciana abrió su bolso de piel cuarteada y extrajo una cuchilla de afeitar, con la que degolló al portero del edificio.

El charco de sangre ensució la alfombra recién estrenada por la comunidad de propietarios tras las fiestas navideñas.

El comisario de la Policía Local reveló a su esposa, justo después de hacerle el amor, que temía por la seguridad de la ciudadanía.

La hija de ambos palideció al encontrar, en el cubo de basura, una peluca canosa, restos de tubos de maquillaje y una bolsa cerrada que desprendía un insoportable hedor a sangre corrompida.

El hombre dio la espalda a su esposa, que remoloneaba entre las sábanas tras la cópula.
Después sintió un frío inusitado... y dolor, mucho dolor, hasta que desvaneció.

06 enero, 2010

VINO


Abrió la botella de vino que guardaba con celo en lo más profundo de su bodega.

Supo porqué brindar pero no encontró la copa con la que chocar.

Devolvió a la basura pensamientos que nunca debieron escapar de ella.

Rompió, con rapidez, palabras que ella había escrito en posavasos de lugares oscuros y con música.

Alteró el orden anterior y cubrió las paredes de escenas pretéritas que algunos considerarían trasnochadas.

Asumió los postulados de leyes antiguas que pretendió seguir a rajatabla.

Escuchó discos que acumulaban polvo en antiguas estanterías.

Desconectó el despertador.

Permitió que los ojos vaciaran su pesar entre la penumbra de una fría noche de edificios.

Advirtió que las cartas posiblemente anuncien un futuro que depare caminos inconexos y dolorosos.

Sospechó que las lágrimas que aparecieron en una esquina podrían ser de ella.

Visitó los antiguos tangos de Discépolo y maldijo su Confesión.

Escudriñó entre los restos de aquel maremoto y descubrió sombreros y plumas que antes le hubieran hecho sonreír.

Dejó que la noche se cerrara sobre la ciudad.

Se colocó sus gafas de sol aunque el sol se había perdido en el horizonte muchas horas antes.

Sorprendentemente, se vio caminando las calles abrazado al cuello de una botella... de vino, en busca del puente que cruzaba el río.

03 enero, 2010

ESTACIÓN DE TÉRMINO


Las tristes estaciones de tren vacías, donde los vagones se detienen sin sensibilidad.

Los andenes y las dársenas desiertas, huérfanas de besos que acogen al inquieto y temeroso peregrino.

Los libros acabados que se portan entre los periódicos del día.

El banco de azulejo que, indefenso, recibe los golpes de agua que la lluvia le dirige.

Los relojes, esos malditos relojes, que no muestran la hora exacta, con una mezcla de engaño e indiferencia.

Ciertas voces me refieren la existencia de antiguas cartas de amor que no recuerdo haber leído.

Misivas de años de trincheras y amores que oraban ante arrugadas estampas de advocaciones marianas.

Y sospecho que, en términos comparativos, el tenor del mensaje no difiere, en demasía, de mis composiciones.

Dos mujeres se pelean, en la sala de espera de un aeropuerto, por la posesión de un barato paraguas que alguien dejó colgado de esas indescifrables papeleras múltiples.

A miles de kilómetros de allí, el viajero esconde sus ojos entre los cuellos alzados de su abrigo... y evita mirar la soledad de las naves de los talleres de reparación de los autobuses de línea.

Imaginando el sonido de los dados en tableros de cartón, recordando que, solo en los instantes de mayor relevancia, el neón refracta una preciosa luz violeta...

Arrastrando las ruedas de un pasado que, como la concha, obstina el peregrinar del caracol...

Mordiendo, por enésima vez, las leyes de la diplomacia para no restringir el camino de la corrección.

Visitando los pétalos de una flores que no me fueron remitidas... Reescribiendo en reservas de hoteles con apellidos que no se compadecen con los de las cartas de identidad.

Está lloviendo en la estación. Y las fieras pasean, timoratas y melancólicas, en sus jaulas del Circo Italiano.

Puede que, en el futuro, siempre lo hagan y siempre lo haga.

Las pulsaciones de mi corazón continúan acelerándose aunque conozco el final de esta historia... y dista de ser halagüeño.

Quizá los epílogos consigan cambiar el devenir.

Incluso si el agua se cuela por las rendijas del techo de piedra del hangar de esta inhóspita estación.

PREGUNTAS


¿Confiaron en alguien cuyo apellido era "persona"?

¿En alguien que escondió su identidad en la de otros? ¿Que les cedió su gloria inmediata?

¿En un hombre que esperó la llegada de un buque sabedor de que el emisario vendría con las manos ensangrentadas?

¿En aquél que dejó de visitar la biblioteca cuando descubrió que la mujer que la frecuentaba había desaparecido?

¿Hay algún juego mayor, y más corrupto, que la Literatura?

¿Se sentarían, sin temor, a la misma mesa de un ser que reservó cubierto para su sombrero?

¿Sabían que ese sujeto arrebató la pajarita a su propio fantasma que deambulaba por las calles?

Sus iniciales encubren algo más que un enigma.

¿Querrían mantener la mirada de un cuerpo animado por la maldad?

¿Quién sostendría el pulso dialéctico al infante del demonio?

Los viejos aforismos no sirvieron para descifrar sus más personales sortilegios.

Todas las calles por las que transitó evocan su pausado caminar con melancolía.

Si desconocen su existencia, él ya ha tendido sus redes sobre ustedes.

Sonrían... al menos, mientras puedan.

Respiren tranquilos antes de saludar a la negra dama.

PENSAMIENTOS EN VOZ ALTA


Está desnuda, de pie, al lado de la cama, tenuemente iluminada...

En el exterior, escucho palabras en un idioma cercano pero impropio, que me obligan a atender para permitir ser descifradas.

Se viste, con ropa interior blanca, adornada, muy lentamente.

Intento encontrar la palabra... pero ninguna sirve para definir con exactitud y suficiencia.

Recuerdo que, en algún libro, se decía que solo algunas (pocas) mujeres (¿solo ella?) son tan sensuales cuando se desnudan como cuando cubren su cuerpo.

Los recuerdos son esas cadenas que tendemos al pasado para aferrarnos a un futuro que ya es presente... y pasado.

He olvidado mi primera vez recorriendo estas calles, de modo voluntario, para que ninguna nube pueda empañar la belleza de esta tarde lluviosa.

Quizá los contrasentidos demuestren su pujanza en los momentos más surrealistas... Quizá...

Percibo el dulce olor que emiten las sábanas arrugadas y paseo mi lengua por el interior de mi boca, exprimiendo y saboreando el néctar de la flor marcada.

Los relojes de pulsera refieren una hora que, sin embargo, aún no ha llegado.

Recuerdo, cerrando los ojos, caminar el sendero sensible que derrota en el monte en el que naufragué, donde mis sentidos presenciaron su liviandad, en el que tiempo y espacio eran conceptos puramente relativos.

Quizá haya cometido el error de pensar en voz alta.

Descreída, sonríe por mi apreciación.

Se apresura al vestirse.

Siento una punzada en algún lugar indeterminado del bajo vientre...

VIRGEN DE LA ESPERANZA


Virgen de la Esperanza...

Tú que conoces mis cuitas y mis temblores.

Virgen de la Esperanza...

Dueña de los desvelos que me acucian y golpean.

Virgen de la Esperanza...

Adorada en mis oraciones y loada en las plegarias que, noche a noche, recito.

Virgen de la Esperanza...

Tú que velas por mis guaridas y amparas mis pasos cuando éstos se pierden en los territorios de la clandestinidad.

Virgen de la Esperanza...

Confidente de mis más íntimos deseos de pasión...

Virgen de la Esperanza...

Faro que guía mis actuaciones, brújula de los destinos que anhelo y posada del rumiar de mis rencores.

Virgen de la Esperanza...

Tú que perseveras en mi cuidado y escribes los momentos que me esperan.

Virgen de la Esperanza...

Tesoro de los mares que han cubierto la tierra del hombre.

Virgen de la Esperanza...

Ay, Virgen de la Esperanza...

Virgen de la Esperanza...

Tú que puedes vigilar su respiración...

Tú que puedes colocar tu mano en los obstáculos de su camino...

Tú que has descubierto el nombre de mis avatares...

Tú que has recriminado los yerros que cometí, con mimo y sin desdén.

Ay, Dios, mi Virgen de la Esperanza...

Si existe el Cielo, reserva un lugar para que los sueños que me inquietan se escriban con letras de realidad.

Virgen de la Esperanza...

Tiende tus manos para que mi espera eleve férreos puentes hasta derribar los muros de sus desconfianzas.

20 LATIDOS


Estos ojos vieron las llamas del infierno. El crepitar del final en un entorno esquivo.

Estas manos han sentido el frío del hielo al derretirse en el Polo. El llanto del proceso de cambio de estado.

Estos pies han recorridos descarpados senderos. El desnivel de los accidentes naturales en los confines del Mundo.

Estos labios han saboreado el licor del más dulce elaboración. El elixir que brota de tus más íntimas entrañas.

Esta nariz ha percibido los olores más indescriptibles. El aroma del deseo que propalen tus cabellos al ser besados.

Estos dientes han desgarrado los bocados más exquisitos. Ninguno de ellos son comparables con los manjares rodeados de lunares de tu piel.

Estas palabras han desoído los consejos de los más viejos del lugar... y han ocupado el espacio público que jamás hubieron debido visitar.

Estos sueños que se hacen huéspedes de mis madrugadas.

Estas noches sin horarios.

Estas eternas madrugadas.

Estas canciones que me devuelven tu sonrisa, la que detiene el girar de los planetas.

Estas danzas que evocan antediluvianos rituales y suspiros en lechos desordenados.

Estos libros que me sobrevivirán cuando nadie me recuerde, ni visite mis restos...

Estos peluches que te saludan.

Estos discos que tus hijos mirarán como se observan las reliquias de los tesoros de las catedrales.

Estos días y sus noches.

Este rebotar del agua en los cristales.

Estas joyas que reclaman tu respuesta desde el silencio.

Este miedo a perderte... Este temblor a no tenerte...

Este sentido amar apasionado.