25 septiembre, 2011

LO IMPOSIBLE




Desde las últimas semanas se apostaba en la valla y, tranquilo, se enfrentaba al constante aterrizar y despegar de los aviones en las pistas del aeropuerto.



Todo surgió como una costumbre relajante, como el que acude al mar a descifrar el sentido oculto del dispersarse de la espuma de las olas.



Apenas amanecía el domingo, conducía su vehículo hasta el parking del aeródromo, sacaba la silla de tijera y una pequeña bolsa con varias bolsas de snacks y una viejísima cantimplora con la que ascendió, por primera y única vez, el Monte Igueldo.



Se disipaba en el rugido de los motores de las aeronaves al despegar y se admiraba por la belleza en movimiento de los pájaros de hierro en descenso sostenido.



Allí, solo allí, olvidaba el resto.



Esa voz que se le había grabado a fuego en su mente.




El timbre inquieto y nervioso de un amor perdido... de un amor esquivado... desatendido y cansado.



Por eso, incluso los días de lluvia, se agenciaba su paraguas y se mantenía impertérrito, bajo el aguacero, en su actividad contemplativa.



Una tarde, un niño se le acercó y, con mirada intranquila, le preguntó ¿Qué hace?



El hombre le observó, interrogándose sobre el paradero de los padres del pequeño, y, con gesto contrariado, le respondió en tono frío "Olvidarla".



El niño, asustado, se dio media vuelta y corrió a la velocidad que sus cortas piernas le permitían.



Con el hilo de voz que escapaba de su cansado resuello le gritó "No lo conseguirá. Es imposible".



Y el hombre, resignado, se giró hacia la pista de aterrizaje, esperando que un nuevo avión se encaminara hacia su fin.

24 septiembre, 2011

LA ESCAPADA

Era un hombre complicado, de contornos difusos y arduos e intrincados razonamientos, incluso, para las cuestiones más banales y sencillas.
Era, también, un caballero a la antigua usanza; esperaba a que las mujeres atravesaran primero las puertas, aguardaba hasta el final para tomar su ración en los platos comunes, nunca olvidaba su pañuelo de tela y, además, gustaba de elaborar interminables parlamentos para celebrar la oportunidad de compartir mesa y mantel con los más allegados.
Una antigua compañera de las que se descolgaron en medio del exigente y tortuoso ejercicio que suponía asumir sus rarezas, le comunicó, la misma noche en la que le transmitía su adiós definitivo, que jamás había podido soportar su afectación, ni su incontrolable gusto por escuchar las conversaciones ajenas, para luego elucubrar los más variopintos motivos y futuros para las mismas.
Cierta noche, tras haber notificado su deseo de causar, irremediablemente, baja voluntaria en su trabajo, una vieja perfumería tradicional, introdujo todos sus billetes en la cartera y se encaminó a la estación de autobuses.
Con extrema cortesía y una voz impostada pidió un pasaje para el siguiente trayecto.
Esperó en la dársena y ascendió al vehículo con parsimonia.
Pidió al conductor que le despertaran al alcanzar el destino.
Cuando, una vez concluido el viaje, el empleado de la línea de autobuses se encaminó hacia su asiento, le encontró pálido, abrazando un libro de poemas de Rilke.
En vano, procuró despertar al cliente sin provocarle un efecto sorpresivo.
Inquieto, solicitó la ayuda de los servicios médicos de emergencia de la estación.
Varias horas después, el Juez levantó el cadáver y pidió, a los efectos que fueran oportunos, que no violentaran el abrazo pétreo que el rigor mortis había causado.
Sorprendentemente, fue la única ocasión en la que el hombre no agradeció un bello gesto o deferencia.

21 septiembre, 2011

AVENIDA DEL DESENGAÑO

Hay rostros que mienten.
Bueno, quizá lo anterior sea incorrecto.
Puede que solo sean las miradas las encargadas de delatar esos espacios sustraídos a la verdad.
Aunque, en puridad, posiblemente lo más revelador sean esos tres segundos de silencio en los que la conversación permanecen suspendida de un invisible hilo todopoderoso...
Sí, al menos podría intuirse la presencia de esa sensación...
En su mirada, en sus silencios, en el impostado modo en que recobró la frase, mientras sus ojos se perdían en la lectura del nombre escrito en la placa de la calle.
Avenida del Desengaño.
Y algo pretextaba que esa misma Avenida denominaba un pasado concienzudamente cubierto del más impenetrable tenebrismo.
Su mirada mentía... en aquella otoñal tarde de Madrid.

18 septiembre, 2011

LA TRAGEDIA CÓSMICA



Él se lo susurró al oído (adoro saber que no llevas nada debajo) y ella sintió como una descarga eléctrica le recorría lentamente la espalda.

Apenas le sonrió... y entrecruzó las piernas.

Se miraron a los ojos y él la besó apasionadamente.

Los relojes, como antaño, importaban.

Él perdió sus manos bajo los pliegues del vestido y se alegró al saber qué ella lo recibía con un suave camino perlado de humedad y calidez.

No se detuvo.

Venció el peso de su cuerpo sobre los brazos y los flexionó hasta llegar a besar sus entrañas.

Ella le recibió con un grato y suave estremecimiento.

Él la besaba con tranquilidad y permitía que su lengua se adentrase con sigilo y despaciosamente por sus profundidades.

Ambos sabían que esa era su única verdad... y que, de un modo inexplicable, era la mayor de las mentiras.

Ella le oprimía con una firme presión que transmitía el recorrido de la tensión y el placer.

Él no deseaba más que sobre el planeta impactase un enorme meteorito que iniciase la tragedia cósmica.

Y que todo se interrumpiera antes de finalizar...

Ella descargó tres espasmos.

Y la alarma les devolvió a la cruda realidad de anotaciones rojas en páginas de agenda...

De nombres en clave.

De esquinas escondidas.

De amores novelados.

A una realidad que se emborrachaba de la tragedia en un universo amenazado de muerte.

15 septiembre, 2011

LIBERTAD INVOLUNTARIA

- ¿Pretende que me crea su historia?
El policía caminaba con pasos cortos, rodeando al hombre esposado y, en cada circunferencia, acortaba el radio, haciéndole sentir su proximidad.
El hombre no contestó.
- ¡Maldita sea! -acompañado de un sonoro y efectista puñetazo en la mesa. ¿Me quiere explicar, entonces, cómo demonios justifica que encontrásemos rastros de su semen en la boca de la difunta?
El reo construyó una sencilla explicación mental, acompañada de cierta ironía para con el desconocimiento del Comisario, una ocurrencia que, al relacionar a la esposa del investigador, prefirió guardar en algún recóndito paraje de su memoria.
- Ya le he confirmado que mantuvimos relaciones sexuales esa noche.
El policía entró en cólera.
- ¿Y aspira a que sea creíble que la chica se fuese de su casa, tomase un taxi y apareciera en la puerta de su casa muerta, cuando no se han encontrado más huellas dactilares que las suyas sobre su cuerpo?
Silencio.
- Maldito bastardo... ¿me desea engañar?
El hombre se contrajo.
- Puede creerme o no, pero yo no la maté.
- ¿Y las heridas que la desangraron?
- No sé de qué me habla.
El Comisario encendió un reproductor y, sobre la pared, se proyectó la imagen de una mujer yacente, aún con los ojos abiertos, vacía... inerte.
- Vamos, cabrón, dígaselo a ella.
El reo entrecerró los ojos.
- No la conozco. Bueno, ahí, ¿sabe lo que quiero decir?, en esa foto... no la reconozco...

El informe psiquiátrico que lo salvó de la cárcel concluía con la palabra parasomnia.

12 septiembre, 2011

LA CAÍDA EN LAS SOMBRAS


La pesadilla, al menos el recuerdo que quedó de ella, transcurría del siguiente modo. Él salía una mañana de su piso y, en la puerta del edificio, un taxista le esperaba con la ventanilla bajada. Desde su interior, atronadora, la melodía de "Born in the USA" de Bruce Springsteen. Algo, en el interior de su cuerpo, le decía que no debía de subir en ese automóvil. Pagaba al taxista y le pedía que continuara su camino. Avanzaba por la calle y accedía al Metro. En las paredes, escritas con rotulador permanente, las primeras estrofas de la canción ("Born down in a dead man's town, the first kick I took was when I hit the ground"). Aceleraba el paso, escapando, y conseguía acceder en el vagón en el segundo previo a que sus puertas se cerraran. Y, de nuevo, la misma música se escuchaba por los auriculares de un joven que, despreocupado, leía el diario gratuito de la mañana. Aterrado, descendía en la primera parada, se encerraba en el ascensor y, tras una escalofriante subida, se internaba en lo que se antojaba una lujosa discoteca al aire libre. Al fondo, majestuoso, un escenario perfectamente preparado. De repente, una mano fuerte le atenazaba por detrás, impidiéndole girarse para comprobar su identidad. Le situaba en primera fila, ubicado en un lugar privilegiado, justo cuando las luces del recinto se apagaban y los focos proyectaban chorros luminosos hacia el taburete que ocupaba el centro de las tablas. Entonces aparecía Bruce. Solo, con su guitarra, y comenzaba a cantar esa canción. Y, a su lado, una mujer la tarareaba mientras le mantenía sujeto. Y él lo comprendía todo... Y rompía a llorar.

07 septiembre, 2011

LLAMADAS



Él envió un correo electrónico que contenía una invitación directa y sorpresiva para una cena esa misma noche.


Sabía que ella comprobaba su buzón de entrada a tiempo real, por lo que cada segundo sin contestación le acercaba un poco más a la negativa.


Descubrió, con cierta sorpresa, que sus manos sudaban.


Y, de súbito, en la esquina inferior derecha de la pantalla, apareció un aviso de la respuesta que estaba esperando.


La abrió con celeridad y leyó con rapidez.


Sonrió.


Descolgó el auricular del teléfono mientras confirmaba el número del restaurante.


"Sí, por favor. Le ruego que la ubicación de la mesa sea lo suficientemente apartada".


Silencio.


"Por supuesto. Dos personas, a nombre de..." y pronunció dos palabras que denominaban a la figura literaria femenina más esquiva y susceptible de provocar, a iguales partes, embeleso y perdición.


Desgranó, con lentitud, su número de teléfono, primero tres cifras y, las seis restantes, agrupadas de dos en dos.


Se despidió con una impostada corrección.


Apretó el botón de inicio del reproductor del ordenador y la voz desgarrada del intérprete le recordó algo.


Se deshizo de los auriculares y tomó, nuevamente, el teléfono.


"Puede que hoy llegue un poco más tarde...".


Silencio.


"Claro. No te preocupes. Ve a esa cena. Te hará bien salir y despejarte un poco".


Y, con mimo, situó el auricular en su espacio.


Sonrió... y desconectó su teléfono móvil.