Él se lo susurró al oído (adoro saber que no llevas nada debajo) y ella sintió como una descarga eléctrica le recorría lentamente la espalda.
Apenas le sonrió... y entrecruzó las piernas.
Se miraron a los ojos y él la besó apasionadamente.
Los relojes, como antaño, importaban.
Él perdió sus manos bajo los pliegues del vestido y se alegró al saber qué ella lo recibía con un suave camino perlado de humedad y calidez.
No se detuvo.
Venció el peso de su cuerpo sobre los brazos y los flexionó hasta llegar a besar sus entrañas.
Ella le recibió con un grato y suave estremecimiento.
Él la besaba con tranquilidad y permitía que su lengua se adentrase con sigilo y despaciosamente por sus profundidades.
Ambos sabían que esa era su única verdad... y que, de un modo inexplicable, era la mayor de las mentiras.
Ella le oprimía con una firme presión que transmitía el recorrido de la tensión y el placer.
Él no deseaba más que sobre el planeta impactase un enorme meteorito que iniciase la tragedia cósmica.
Y que todo se interrumpiera antes de finalizar...
Ella descargó tres espasmos.
Y la alarma les devolvió a la cruda realidad de anotaciones rojas en páginas de agenda...
De nombres en clave.
De esquinas escondidas.
De amores novelados.
A una realidad que se emborrachaba de la tragedia en un universo amenazado de muerte.
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