30 agosto, 2009

CÁLIZ DE SANGRE


"De todos los siglos en los que he vivido, a buen seguro, éste no es el mío" - musitó el vampiro.

El cuadro es abstracto.

Una mancha circular roja ocupa el lado derecho, como si una gota de sangre se hubiese precipitado desde el cielo hasta el lienzo.

El resto es negro, en distintas tonalidades, oscuridad y decepción.

"He cultivado las artes más variopintas. Escuché a las mejores orquestas en Viena. Degusté las esculturas más perfectas en Florencia. Paseé las galerías pictóricas de París, permitiendo que las explosiones de color provocaran un torrente de sensaciones en mi retina y cerebro" - silabea , entrecortado...

Un violín suena suave, llenando la estancia de una mezcla de calidez y caricias, como los instantes posteriores a un orgasmo de amor.

La melodía va dejando notas de pasión y quebranto, con esa majestuosidad de la música hecha para ser paladeada y no solo escuchada.

"Soporté las diatribas de los máximos mandatarios de las potencias mundiales. Escuché las autocomplacencias de los éxitos narrados por los empresarios más opulentos y usureros. Vi sus caídas y derrumbes. Adiviné, en sus sonrisas forzadas, las líneas que surcaban el pánico y el temor".

Las palabras parecen llegar con una mezcla de aliento fétido y rosas.

La porcelana del jarrón se encuentra adornada por figuras y arabescos que simulan los recovecos que dibujan las llamas de fuego en una chimenea encendida, sin cuidado, ni rigor.

Las violetas irradian una pulcritud que preludia algún próximo ajamiento.

"He apreciado las tormentas, con su ingente aparato eléctrico. Me han azotado los más crueles y desapacibles vendavales. Creé la palabra huracán para denominar la virulencia que solo es comparable con la mujer".

El cáliz reposa sobre el centro de la mesa, sin adornos, sobrio, sobrenatural.

La copa está labrada, con incrustaciones e inscripciones de un idioma no humano o, en su caso, pretéritamente humanoide, cuasi animal, ininteligible, indescifrable... común con el misticismo y la adoración.

"Ni en la lluvia, ni ante el Sol más desolador, ni frente a la más insoportable ventolera, ni bajo la cruel nevada de copos prietos... ni vivo, ni muerto, ni nosferatu... resistí la belleza de la ventura, de la gracia, de la Mujer".

Y el dolor, la incisión en el labio, provoca la caída de una gota de sangre en el cáliz, justo en el lateral derecho.

Sobre el cuadro, dos líneas blancas, finísimas, atraviesan el lienzo horizontalmente.

La música se detiene y el jarrón se quiebra en pedazos, mientras las violetas vuelan por la estancia para estamparse, cómodamente, en la alfombra que cubre el suelo.

Y el vampiro ansía amar, sin la premura que martillea la eternidad.

LA CHICA DE LOS PATINES


"Miénteme, como hiciste la primera vez, que por más que lo intento no te creo. Con el miedo de encontrarte entre los brazos de otro amante, ayúdame a olvidarte, ayúdame a olvidarte. Te ahoga tanto silencio y a mí me devora el tiempo, si te viera un momento, si te cuento qué siento". Miénteme. Pasión Vega.


En el sueño, la plaza es rectangular y tiene dos alturas, comunicadas por escalinatas de peldaños irregulares.

En el centro de la primera altura, preside una fuente desvencijada y de la que no brota agua. Seca.

En el lado izquierdo, junto a un olvidado y desconsolado parterre, existe un viejo quiosco de helados, cubierto por pegatinas de jugadores de fútbol de temporadas pretéritas.

En la segunda altura, perfectamente alineados, tres bancos inhóspitos de granito, sin respaldo, y reforzados en su medio con antiestéticos mojones de hormigón.

Una paloma se posa encima de uno de ellos y afana buscando algo de alimento entre las bolsas de chucherías que los niños dejaron olvidadas al llegar la hora de volver a casa.

En el sueño, sopla viento y la ciudad no parece ser la que debería acoger la realidad del paraje.

En el sueño, aparece un niño con mi rostro y unos quince años menos de los que tengo en la actualidad.

Juega con sus canicas en la arena, solo, entrenando para las partidas de verdad con sus recién estrenados compañeros de colegio (los terceros en menos de tres años y dos mudanzas, por motivos laborales, de su padre).

Está ensimismado y permanece, de espaldas, ajeno al ajetreo de la plaza.

Por su mente, además del partido de baloncesto que jugará el sábado, pasa el título de un libro que quiere comprar, pero para el que su asignación no le alcanza.

La temática, vampiros, le atrae, pero teme que su lectura le provoque, como así hará, inoportunas pesadillas y más de una noche sin poder conciliar el sueño.

En el sueño, por la calle que desemboca en la plaza, aparece, a gran velocidad, una chica rubia sobre unos patines.

Sortea, con maestría, los obstáculos, a la vez que su melena juguetea, coqueta, con sus hombros.

La edad de la patinadora es la misma que la del niño que juega a las bolas y, sin embargo, su rostro refleja una edad indefinida que sobrepasa los veintititrés pero que, en modo alguno, supera los veintisiete.

Está perfectamente maquillada, resaltando sus bellísimos pómulos y realzando la profundidad de unos ojos que están llamados a vivir y disfrutar de la belleza de este Mundo.

Repara en el chico que juega, abstraído de su presencia, y se encamina a su encuentro.

Se agacha y le toca con dos dedos en el hombro izquierdo.

El niño, sin perder su posición genuflexa, la mira y reconoce en el rostro que se le enfrenta una cordialidad y proximidad que, sin embargo, no indica unión.

Se siente atormentado, incómodo en un cuerpo pequeño y preso de cavilaciones adultas (y humanas, excesiva e incomprensiblemente humanas).

Ella le sonríe. Conoce el futuro (es su dueña) y ha vivido el pasado (su pasado y el pasado de todas las descendientes de Eva).

En el sueño, comienza a llover.

La paloma vuela asustada hasta el barandal de un edificio próximo que, a buen seguro, es el Ayuntamiento.

El agua gotea por el flequillo rubio del muchacho y su expresión transmite la incertidumbre de la inseguridad, el temor de los preludios de las tragedias.

Y, como el último deseo que conceden a los condenados a muerte, el pequeño se hinca de rodillas en el suelo, hundiendo con su presión una de las canicas en la tierra, y, desgarrado, emite su súplica ante la mujer que le contempla.

En el sueño, ha dejado de llover.

En la ventana de mi habitación, escrita por el vaho, puede leerse una súplica que, para mis adentros, entono con melodía suplicante: "miénteme".

Puede que, sorprendentemente, la palabra del niño no fuera otra que: "rescátame".

26 agosto, 2009

LA QUINTANA DE LOS MUERTOS


AUSPICE DEO: PRO LIBERTATI REGIS PALLADIS LEGIO: ANNO MDCCCVIII.

La plaza no es, del todo, desconocida.

El viajero considera improbable que haya estado ahí con anterioridad... pero su memoria, como cualquier mujer, deja lagunas que la comprensión se muestra incapaz de colmatar.

Cae la tarde, cediendo protagonismo (que es la segunda cara de la agonía) a una noche gélida y ligeramente lluviosa.

Las luces se encienden e iluminan una placa al fondo.

El hombre se siente, repentinamente, enceguecido.

Repasa, en su cuaderno escolar, las notas de su viaje y descubre, con dificultad, un poema que no supo concluir y que, sin embargo, ha corregido en distintos colores con tintas de bolígrafos prestados.

Recuerda, ahora que el tiempo y la lluvia le son familiares, que las primeras palabras fueran escritas en la casa de recreo de su difunta abuela, la noche del velatorio que, tras varias décadas, se erigió como el ceremonial necesario para reunir a la diáspora en que se había convertido su familia.

Y busca, entre sus enseres, algún lapicero que le ayude a plasmar uniones que rebotan en su cabeza, como la de Minerva y Marte (para defender un Mundo ajeno a las invasiones) o la de Moral y Derecho (que su perverso y alocado profesor de Filosofía del Derecho se empeñaba en repetirles en sus interminables clases de la Facultad).

Pero la plaza se llena de siluetas y el hombre retrocede, con el miedo que provocan los años y los cadáveres que se han dejado atrás. Con ese temor que producen las palabras calladas y las acciones reprimidas. Con la inseguridad generada por la política de la corrección.

Olvida la inspiración y corre, asustado, hacia un lugar en el que la luz le cobije artificialmente.

Tras sus pasos retumban los de otros hombres, antiguos, abigarrados, valientes... como todos aquéllos que supieron que la Historia no contaría la historia de pusilánimes y temerosos.

Y la plaza, como por arte de magia, ensombrece, de nuevo...

Y la luz se difumina sobre la placa, hasta recubrirla de una penumbra de tranquilidad y quietud.

MENTIRAS Y CREENCIAS


"¿Y a quién le puede importar lo que entre mano tenemos? Porque si te fijas bien somos muy buenos expertos en mentiras de vez en cuando, mentiras cuando queremos, para qué decir la verdad, tenemos bastante con vernos. Mentiras de vez en cuando y al resto de mundo perdemos y solas así podemos contarnos nuestros secretos". Mentiras. Jaime Urrutia.


Puede que ustedes no me crean.

No les culpo.

Quizá mantengan una firme convicción basada en la adoración a Lars von Trier.

Y sería muy loable.

Incluso si esa creencia se viera reafirmada por el seguimiento de Diego A. Maradona y su gol de 86 en México ante Inglaterra, sus principios me parecería, además de sostenibles, enormemente honestos.

Cabría aumentar esa deidad con la figura del más que imprescindible y transgresor Bret Easton Ellis y, a buen seguro, profesaría por ustedes respeto y elogio.

No les obligo a la creencia. Faltaría más.


Todo ocurrió una dudosa y vertiginosa tarde de agosto, a bordo del barco de una naviera gallega que cubría el trayecto de vuelta entre las Islas Cíes y Vigo.

Cuando el avance de la nave se hacía más pesado, remontando las corrientes, los pasajeros comenzaron a emitir aullidos, cayendo en súbitos estados de inconsciencia y desmayo.

El vaivén de la embarcación presagiaba una tragedia que coparía las primeras planas de noticiarios de radio, televisión y periódicos, ávidos de noticias relevantes (o melodramáticas, tanto da) durante la canícula veraniega.

En ese pandemónium, sucedió.

Y me aferraré, de por vida, a aquellos mágicos setenta y cinco segundos.

De entre el oleaje, a lomos de un león que caminaba, pausado, sobre el mar, apareció la figura, elevada, iluminada, de Roberto Bolaño.

Sujetaba con empeño sus lentes de cristales redondos y mantenía un aspecto entre desaliñado y entrañable.

Saltó de lomos de su especial vehículo y abordó el barco, accediendo hasta mi asiento.

Con gesto inalterado, se sentó y pronunció una sola frase:

"El amor jamás quedará reflejado en un escrito".

Y levantó su cuerpo con el impulso de sus manos sobre el tablero, y se marchó en su león, surcando los mares como un moderno Neptuno.

Las aguas se apaciguaron después.

El resto de viajeros de la naviera, como en un repentino y común despertar de un hipnotismo plural, continuaron su accionar.

La radio entonaba una insoportable canción de esos grupos de jóvenes cuyo pop se halla abocado al más cruel de los olvidos.

Y pasados diez minutos, atracamos en Vigo.

Hasta la noche no recuperé la presencia de ánimo.

Y el relato me desbordó, conociendo que, como en el amor, uno puede aspirar a la honestidad, jamás a la comprensión.

AMOR VERDADERO (MUTANTE)


"Amor fugado. Me tomas, me dejas, me exprimes y me tiras a un lado. Te vas a otros cielos y regresas como los colibríes. Me tienes como un perro a tus pies". Labios compartidos. Maná.


Comparen la estética del tiempos.

De los vividos por separado, de los que se mantienen en vilo, brujuleando una visión común en el cielo que nos ampara (a todos por igual).

Revisiten, si pueden (o sus arrestos son suficientes), los límites del precipicio.

Con la lejanía, las palabras brotan igual de sinceras. Pero los silencios resultan muchos más aterradores. Y hasta el perfume de las flores adivina el vuelo de un pensamiento hacia ultramar.

Bailen con el rigor de la ausencia como compañero.

Todas las sonatas de la orquesta son réquiems aceptados por el tripulante inesperado de un barco que navega hacia el naufragio sin solución de continuidad. Y cuando el agua empape las notas de las partituras y ahogue los intentos de respiración últimos, los músicos continuarán desafinando.

Acudan a esos lugares compartidos de ciudades plurales en los que su fantasma pasea con una mezcla de indolencia y silencio.

El espíritu emanado por determinadas calles de M. es rojo y negro. La pasión de una aterradora droga de la que no se puede escapar. Extendiendo sus larguísimos tentáculos y aferrando a su cuerpo de velocidad y domingos de nostalgia y repetición.

Investiguen y repasen el contenido de los buzones de llamadas perdidas, de mensajes enviados y recibidos de los teléfonos móviles y ordenadores personales.

Las mayúsculas y minúsculas descubrirán la existencia de un misterio pero, en modo alguno, su posibilidad de resolución (si es que ésta existiera).

En la esquina, apenas iluminada, de la encrucijada que diviso desde la enésima (e impersonal) habitación de hotel que cobija mis estúpidos devaneos, un mendigo dirige su mirada a los párrafos de una novela de Palahniuk.

Y desconozco si el Mundo (o su secreto) es suyo.

Pero me aferro a un leve sonido que quebrante la monotonía de este océano de desinformación que, paradójicamente, llega de las islas.

Y los aviones, como en la canción, siguen pasando por ahí afuera.

PROFANACIÓN


El enterrador se encontraba francamente sorprendido.

El frío cortaba y el viento aumentaba la sensación térmica.

- Agente, es la primera vez que ocurre algo así en este cementerio. Al menos desde que yo estoy al cargo del mismo.

El policía caminaba entre las diferentes calles del cementerio, buscando perspectivas distintas del nicho profanado.

- Quizá buscasen alguna reliquia, o se tratara de algunos de esos aficionados desalmados y locos... Ya sabe, de ésos que no se inquietan en sortear la ley para lograr sus objetivos...

El agente César, se cansaba de repetir que era apellido y no nombre, estaba hastiado de la perorata del camposantero.

- Se lo agradezco. Volveré por aquí.

- Para lo que necesite. Usted sabe que los hombres de bien, para la defensa de la autoridad, siempre están dispuestos. Como decía mi padre, ojo avizor y presentes... Con Dios.

El policía apenas señaló con su dedo índice el ala de su gorra en señal de despedida.

En su bloc de notas, además de la ausencia de huellas o daños materiales de relevancia, se hallaba un croquis de la disposición de la pintada que cubría el lugar que ocupaba el epitafio en la lapida:

"Esta Victoria es mía".


En la taberna del pueblo, Marcelo había agotado la paciencia del camarero.

- Whisky.

- Marcelo, joder, no puede ser más...

- Whisky - repitió golpeando la copa en el mármol de la barra.

El camarero dispuso apenas dos dedos de licor.

Marcelo lo bebió de un solo trago.

El local estaba desértico, con servilletas arrugadas y cabezas de langostinos en el suelo, la televisión y la radio apagadas, las sillas colocadas encimas de las mesas a la espera de la marcha del último cliente.

- Marcelo, voy a cerrar.

- La última.

- Marcelo...

- Joder... la última.

El camarero volvió a servir una imperceptible cantidad de whisky.

El movimiento fue rápido.

Un par de billetes arrugados encima de la barra.

- Con Dios.

Y el ruido de una verja metálica que quiebra el silencio de la noche.


El hombre, con torpeza, lanzó el ramo de flores por encima de la tapia.

El cubo de pintura, roja, pesaba muchísimo.

Valoró la posibilidad de lanzarlo, como había hecho con las flores, pero el temor de causar un escándalo le hizo desestimar su idea.

Afanándose, y en un más que precario equilibrio, logró franquear la altura del tejado del cementerio.

Recogió el ramo, recolocó las flores y, tambaleándose, enfiló el pasillo central.

Se detuvo y depositó las orquídeas en la tumba de Victoria.

Entre dientes, un Padrenuestro recitado a gran velocidad (como el de los miércoles de mayo en la escuela).

Tras ello, se escucharon crujidos en la madrugada y el casi silente correr de la pintura sobre el mármol.

Un sonido similar al que ha de provocar el reguero de sangre que brota de un corazón abierto tras una inhumana sucesión de celosas puñaladas.

CHAMPAGNE GRIMPEUR


A Henry Desgrange.

Siete años después de desestimar mirar a los ojos de la bella francesa que le acompañaba en la cena (a la que, como descubriría, nunca debió acudir) mientras brindaba con un carísimo champagne francés, Frank visitó la consulta de su médico personal.

En la vacía sala de espera, localizada en los bajos de un edificio a las afueras de la ciudad (poco menos que un local clandestino), atrajo hasta sí una edición antigua de la revista Ciclismo a Fondo.

Con un cierto regusto nostálgico y dolorido, se vio en dos fotografías tan idénticas como divergentes.

En la que ocupaba la parte izquierda de la página par, se le veía demarrando en las rampas más duras del Mont Ventoux, dejando de rueda al, en aquel momento, líder de la clasificación de la montaña, un achaparrado colombiano que, enrolado en un equipo español estaba siendo, hasta aquella etapa, la revelación de la carrera.

La otra, que ocupaba las columnas extremas de unión de ambas páginas, le mostraba en el podio de los Campos Elíseos de París, con el maillot de puntos rojos, y besado por las guapas azafatas de la marca de supermercados que patrocinaba el premio.

Una mezcla de orgullo y decepción le recorrió al recordar la desafortunada recepción del Cónsul Español y la posterior cena que, en honor a su victoria, se celebró en un hotel más que lujoso de la Place Vendome.

Parecía que, por momentos, el escozor de la sequedad de aquel champagne volviera a presentarse en su garganta.

De repente, como trallazos eléctricos, volvieron a sus piernas las sensaciones de las campañas posteriores a ese maldito triunfo. Querer y no poder. Un derrumbe paulatino y desolador.

La puerta se abrió y el doctor le saludó:

- ¡Cuánto tiempo! Pase, campeón, por favor.

Asintió.

- Veamos - dijo el médico - si la transferencia es ya efectiva.

Lo era. Ordenada dos días antes desde una cuenta corriente secreta, abierta en una sucursal bancaria de las Islas Caimán.

- Perfecto, campeón, perfecto. Túmbese en esa camilla y arremánguese. Este año va a estar pletórico.

25 agosto, 2009

LÁGRIMAS DE LLUVIA


Los sueños topan con el dosel de la cama medieval dispuesta en la insalubre posada que reservé sin más referencia que el azar.

Me acostumbré, más por resignación que por voluntad, a que la fina lluvia despejase mis dudas mientras paseaba entre piedra e historia.

Todo sonido metálico, esa otrora inmunda e insoportable alarma, me provoca vuelcos de corazón y aceleraciones súbitas de movimientos y contracciones (en las hojas de mi agenda escribí, acelerado, el comienzo de una frase que, asumo, no seré lo suficientemente valiente para concluir con la honestidad requerida).

Por el suelo, miles de señales áureas guían unos pasos que no me pertenecen.

En el cielo, pretendo avistar las estrellas que velarán tu sueño en esta noche de infinita pereza.

Todos los relojes de estaciones (¿se percataron alguna vez?) se encuentran fuera de hora... al menos para este errante viajero.

Los canales de televisión se suceden, monocordes, repitiendo la noticia del suicidio de una estrella de rock, acaecida quince años antes, y de la que, todavía, no he podido recuperarme.

Sobre la mesilla de noche reposan, además de una novela de Pynchon y un poemario de Rilke, las llaves de un apartamento alquilado por jornadas que no voy a utilizar.

Siento una punzada en el corazón al descubrir que el inquilino anterior olvidó, en la papelera, varios envases de Alprazolam (solo el inquilino, me temo, pues el servicio de limpieza pareció extraviar, en su favor, parte de lo perdido).

Aprieto los cierres de mis zapatillas y mi visión se centra en un bosque sobre el que las nubes han decidido descargar, sin piedad, esa fina lluvia que, hoy (igual que ayer y anteayer) se confunde con mis propias lágrimas.

18 agosto, 2009

LA PORTERÍA DEL GOL NORTE

A Roberto Jorge Santoro.

Sea como fuere, las leyendas están escritas con una mezcla indeleble de tiempo y superstición, el estadio del Atlético Marinero parecía contar con numerosos fantasmas que lo habían convertido en un fortín inexpugnable para los equipos rivales.

Desde que se inauguró, una ventosísima tarde de hace más de cincuenta años, los locales no habían resultado derrotados en ninguna ocasión, continuando una impecable racha que el Marinero había iniciado al imponerse por un claro 5-0 al Manchester United (que, apenas unos meses después, se vería asolado por la tragedia del accidente aéreo de Munich, cuando regresaba de disputar los cuartos de final de la Copa de Europa ante el Estrella Roja de Belgrado).

Cada año, coincidiendo con el primer partido del campeonato nacional, las autoridades descubrían una placa a la entrada del estadio, en la que se referenciaba el número de partidos invictos del Marinero. Dicha costumbre se mantuvo hasta que la pared exterior se halló repleta y el homenaje mutó en la colocación de un ramo de flores detrás de la portería en la que se colocaba la virulenta hinchada del equipo (la del Gol Norte), mientras, por megafonía, atronaba el himno del conjunto marinero.

Los aficionados más viejos de lugar solían comentar que las corrientes de aire (la arquitectura del campo dejaba casi completamente al descubierto uno de los flancos del edificio) se empapaban de la sal del mar y que los jugadores visitantes no se acostumbraban a respirar el mismo, quizá por su pesadez. Tal circunstancia les provocaba un repentino cansancio mediada la segunda parte que aprovechaban los hombres del Marinero (cuya indumentaria local era de camiseta franjiroja y pantalón blanco) para vencer los enfrentamientos.

El antiguo utillero del equipo, que compartía nombre y primer apellido con el famoso navegante Hernán Cortés, en su lecho de muerte, y rodeado, entre otros, por el socio número 1 del club, y a la sazón primo hermano del malogrado Hernán, confesó que, durante sus más de cuarenta años en el cargo, había escuchado relatar, en los vestuarios de los equipos foráneos, las más diversas explicaciones a ese inextricable fenómeno que era popularmente conocida como "la maldición marinera".

El único equipo que había soñado con alzarse con la victoria en aquella cancha, marchaba ganado por 0-1 cuando apenas faltaban treinta segundos para el final del partido, vio como un efecto extraño en el remate de un córner, botado sobre la portería del Gol Norte por el Atlético Marinero, les arrebataba, además de los tres puntos, la gloria de escribir una página de oro en la historia del fútbol, el final de la leyenda.

Incluso, para aumentar el contenido mítico, el guardameta del aquel equipo, que era internacional indiscutible, se suicidó, dos semanas después de aquel sospechoso tanto. El forense encontró una nota en la que el cancerbero advertía que el esférico había sido desviado por un fantasma que, mediante un golpe seco, como provocado por una repentina carambola, había originado el extraño que le despistó y desbarató su portentosa estirada.

Hoy, plácidamente sentado en la Plaza de Armas de Arequipa y conectado a Internet, descubro que el estadio ha sido derruido para construir un centro comercial.

Según informa el corresponsal de la edición digital del diario de noticias que consulto, en las excavaciones se han descubierto fosas ocupadas por religiosas de cierta orden que se encargaba de cuidar ancianos y que, tras ejercer su labor de apostolado, abandonaron la localidad, cediendo los terrenos al prohombre de la ciudad, por la ayuda y las atenciones que siempre les había deparado en su tarea de cuidado de los necesitados. Éste, primer presidente del Atlético Marinero, fue el que ordenó el levantamiento del estadio.

El texto se acompaña por el peculiar testimonio de una de las monjas, de más de noventa años, que ejercía las labores de madre del asilo que precedió, en ubicación, al invicto coliseo deportivo. Según sus palabras, y si la memoria no le fallaba, el más viejo de los residentes que ella cuidó en el antiguo hospital siempre se empeñaba en golpear, con sus pies cansados y sus piernas arqueadas, la pelota que construía con la servilleta de papel de los desayunos, las comidas y las cenas.

La religiosa, con la ternura que concede la distancia temporal, relataba que si alguien intentaba quitarle ese ficticio balón al futbolista, como cariñosamente lo describe, éste le golpeaba con el bastón que portaba y, con gran seriedad, le espetaba alguna maldición que, por respeto, ella no iba a transcribir.

Según narra la sor, la única indicación llamativa que dejó el viejo en su testamento fue que le enterraran junto con su bastón y una pelota de papel junto al pozo que se encontraba en el jardín del asilo.

Me resisto a creer que ése no sea el mismo lugar que, años más tarde, ocuparía la portería del Gol Norte.

COLEGIO


Hay recorridos comunes, en geografías humanas, cuyo esplendor e inquietud reside en su cercanía (próxima), que se convierte en lejanía debido a su imposible acceso.

Puede que, tras varias noches, el dulzor emanado por esos ojos no fuera el tuyo.

Es una mera elucubración, pues la locura vence a la certeza.

Siempre, o, al menos, en todo este tiempo en el que noche y día no encuentra diferencia en las hojas del calendario, ni en los cubículos reservados para cada fecha en las antediluvianas agendas de bolsillo (que me resisto a sustituir por sus homólogas, pero no igual de románticas, electrónicas), percibo una inquietud de color añil.

Cabría la posibilidad, eterna, de aguardar una respuesta a todas esas cartas escritas con el corazón como autor.

Pero el reloj avanza exhausto y ajeno a cualquier tipo de sentimiento humano.

Y el cartero, como por arte de magia, ha borrado mi dirección postal del mapa de calles que caen bajo su jurisdicción.

Mientras, el buzón relee los remites de las cartas, sin encontrar la grafía que un día, ilusionado, me trajo un perdón por la repentina huida, cuesta abajo, evitando las palabras mayores (y de los mayores).

Y todas las cartas son facturas que el corazón no sabría satisfacer.

Puede que, hablando de M., haya que revisar las viejas cintas de vídeo, en formatos de olvidada lectura, revelando los detalles escondidos en los gestos de los protagonistas de aquella serie televisiva de fenómenos paranormales.

Quizá, en todo lo relativo a las emociones, no exista lugar para las reflexiones sobre la benevolencia de la utilización de modernas técnicas de eutanasia.

O puede que todos los argumentos desborden la ética y la moral... y el recuerdo deba centrarse, única y exclusivamente, en las risas de los compañeros de pupitre que descubrieron, entre las líneas de imaginación, algo más que una declaración de amor.

O, seguramente, todas las palabras se quebraron al intentar demostrar ese amor.

Puede que, en un mundo como el actual, ustedes consideren adecuado que un policía detenga a Bob Dylan mientras éste "caminaba sin rumbo definido" por Long Beach (New Jersey), por estimar que "un viejo desaliñado y sin afeitar" es susceptible de generar algún desorden público.

Puede que resulte ingrato concluir que el último beso (quizá no el más apasionado) no reposará en la comisura de los labios propios.

A mí, ambas cosas, me causan, aún, estupor.

14 agosto, 2009

CEGUERA



La historia de amor contenía todos los elementos para convertirse en un serial de sobremesa o en una obra de la no siempre considerada Corín Tellado.


Ella, joven hija única de un terrateniente influyente y acaudalado hombre de negocios. No excesivamente agraciada, ni en lo físico, ni en lo intelectual.


Él, apuesto y fornido guardador de parte de los terrenos del patrón. Callado, hombre de confianza en la casa y con un aspecto más que cumplidor con los férreos principios de las primeras décadas del siglo pasado.


Aunque el matrimonio no estaba bien visto por ninguna de las familias, los miedos conocen tanto las alturas como los suelos, el mismo se contrajo en una fastuosa celebración que duró varios días con sus interminables noches. En la escena del lujo y el dispendio no hubo lugar para reserva alguna.


Y los recién bendecidos amantes disfrutaron de una más que corta historia de amor.


Pronto empezaron las disputas y los abandonos.


El lecho conyugal rara vez era visitado por él, que personificó su nueva posición social en multitud de dispendios residenciados en lupanares, cacerías y otras holganzas igual de mundanas.


Ni siquiera los hijos anidaron en el vientre de ella y una tremenda e irremediable tristeza anidó en su corazón. En la soledad de las frías noches de invierno, su sombra se apostaba al balcón esperando la llegada de su marido. Un retorno que jamás se anticipaba.


Y fuera la pena o el deseo de evitar el sufrimiento, la ceguera le regaló una oscuridad que nubló recuerdos y enturbió situaciones.


Las palabras de hijos ilegítimos retumbaban en una casa que ella jamás sintió como propia y las caricias perdidas no encontraban su cuerpo por más que pudiera buscarlas o reclamarlas.


Así fue hasta el día en el que, tras una larguísima convalecencia, la negra dama la arrancó sin piedad en la única noche de su vida en la que él le acomodó la almohada bajo la cabeza.


Con su pérdida, y como si la enfermedad hubiese sido transmitido (aunque mutada), él comenzó a perder el habla (nadie supo si voluntaria o forzosamente).


Se aisló en el pajar de la casa de campo y se afanaba en la limpieza, compulsiva, de los cañones de sus escopetas de caza.


Ese ritual se repetía noche tras noche, mientras las mañanas se dejaban, repetitivas, anodinas, en la plaza del pueblo, recostado en las columnas del mismo edificio, con la mirada perdida. Mudo.


La maldad, esa traicionera compañera, le regaló una larga vida de arrepentimiento y reflexión. Posiblemente por ausencia de los arrestos necesarios para culminar con un bello suicidio que, al menos, hubiese abonado los costes y daños causados a la única mujer por la que, sin estar enamorado, perdió el corazón.


Fue la madrugada de su noventa cumpleaños. Justo cuando iba a encaminarse a limpiar los inmaculados cañones, notó un repentino, pero firme, pinchazo en el pecho.


Y apenas pudo avisar al servicio.


Quizá ni ese momento hubiese roto su silencio sepulcral.


Lo encontraron tumbado, con una sonrisa.


El médico certificó su deceso y, sorprendido (desconocía los avatares anteriores), consignó en su informe que el finado había muerto ciego.

12 agosto, 2009

POSTALES

"... y ahora dile al que me siga, lo que me decías a mí, que con él te has estrenado porque todo lo pasado fueron juegos de aprendiz. Y nos hemos devorado en cada lecho, en cada esquina, y en cualquier lugar del Mundo hemos hecho maravillas. Y en tu cuerpo, y en el mío, hasta quedan cicatrices... y ahore dile al que me siga, que para ti yo no existí". Al que me siga. Luis Miguel.

Hay cierta urgencia en la caligrafía del texto de la postal, como si hubiese sido escrito con temor a ser descubierto, en la clandestinidad de la esquina iluminada, tenuemente, por una farola enemiga.

Sin embargo, el discurso se encuentra perfectamente cohonestado.

Es bello, pulcro, elegante. Con esa cercanía y profundidad de las estrofas simples de las canciones monumentales que a todos nos gustaría haber escrito.

Habla de amor.

Posiblemente sería más correcto decir que es una declaración de amor.

Y ahora que repaso sus líneas, me avergüenzo. Me siento como el ladrón que penetra en un edificio y saquea los cajones de los dormitorios de las familias que vacan en las playas.

En la mesa, desordenadas en la caja que contenía la postal, franqueada en un lugar de impronunciable nombre sesenta años atrás, reposan fotografías en blanco y negro.

Mi mirada se pierde en la imagen de un joven apuesto, con el pelo perfectamente peinado, porte señorial y ataviado con traje que, mientras sostiene un cigarrillo en la mano izquierda, estrecha la mano con algún compañero de correrías que, sin embargo, no es capaz de sostener la pretendida oficialidad y rigorismo de la instantánea.

El tiempo ha decolorado la tinta de las letras, pero no ha sido capaz de eliminar las líneas oblicuas que, como despedida, contornean un más que revelador "espérame".

No hay firma, ni rúbrica alguna.

Apenas una simple, y serpenteante, pero firme "s". Minúscula, pero mayúscula en significado.

Entonces, de una manera fulgurante e inesperada, una mano de mujer me arrebata la cartulina y la guarda junto a su pecho.

Puede que yerre al escuchar, pero el viento me trae una declaración de amor que, en lo sustancial, es similar a estas palabras:

"Quedan esquinas oscuras atentas para recibir la conjunción de las sombras que no firman los billetes enviados".

Y agradezco que mi memoria guardara el cuerpo de lo evocado en la postal.

06 agosto, 2009

DIAMANTES


"Una es el amor sagrado, compañera de mi vida, esposa y madre a la vez, la otra es el amor prohibido, complemento de mis ansias, a quien no renunciaré, y ahora ya pueden saber como se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco". Corazón loco. R. Damemberg.


Diamantes.

Susurros del viento, cómplice, espectador

Diamantes.

Como los de antes. Envueltos en el suave terciopelo azabache.

Diamantes.

Encuentros insospechados de sirvientes, en reservados de botillerías, que portan billetes oportunamente cerrados, con románticas letras descuidadas.

Diamantes.

Vehículos aparcados en calles contiguas a restaurantes con mesas reservadas.

Diamantes.

Oraciones y prédicas que ascienden por los alminares.

Diamantes.

Un viajero escribió en la pared de un lamentable muro de Berlín: "La labor de apostolado no se encuentra exenta de pecado".

Diamantes.

El conductor del carruaje pretendió esquivar el camino hacia el castillo.

Diamantes.

Silencios, entre besos, para apreciar el crujido de las maderas que anuncian presencias.

Diamantes.

Que son, tan solo, puro carbón.

Diamantes.

Notas de restaurantes abonadas sin cotejar su exactitud.

Diamantes.

Doce noches de insomnio, once madrugadas de temblor, diez (número mágico) en deseo, nueve paseos al atardecer, ocho infinitos segundos apostado en la despedida de tu balcón, siete pecados capitales por afrentar, seis días ansiando que vuelva el amparo de los despachos, cinco vasos sobre la mesa de una antediluviana cafetería adornada al estilo victoriano, cuatro entradas a conciertos de rock, tres flores blancas remitidas a direcciones postales erróneas, dos suspiros ahogados en inconsciencia (o desconocimiento), un sueño por materializar.

Diamantes.

O di lo que gustes...

Mientras el amanecer arrastrará un nuevo episodio de apnea.

05 agosto, 2009

GEOMETRÍA


"Si una recta, al cortar a otras dos, forma los ángulos internos de un mismo lado menores que dos rectos, esas dos rectas prolongadas indefinidamente se cortan del lado en el que están los ángulos menores que dos rectos". Quinto axioma de Euclides.
Dibuja un cuadrado, con sus cuatro lados paralelos, enfrentados, quizá ajenos o inconexos.

Puede que el escenario actual participe más del rombo, imperfecto... Compuesto por líneas irregulares, de longitud disímil, sin ojos en los ángulos interiores (quizá algunas miradas furtivas, quizá palabras que surcan el viento como jeroglífico insondable, al menos para el mínimo número par).

El huracán derribó una de las líneas. Y, como el hueso fracturado que pelea por recomponerse, la figura mutó en triángulo, soportando, abigarrado, la crueldad del peso restante y el dolor y la melancolía de algún, no por esperado menos tétrico, adiós.

El fuego bloquea las salidas de emergencia en el hotel que los turistas alquilaron en aquella ciudad. Todo, antes del azote del virus.

Y, cuando la arquitectura hubiese recomendado un soporte en el débil equilibrio triangular, el terremoto vuelve a resquebrajar la figura, reduciéndola a su mínima expresión común.

Desde este punto (que, en puridad, son dos, línea recta), todo es onírico y, francamente, ininterpretable (o, volviendo a los orígenes, susceptible de las más variopintas razones o motivos).

Desconozco si la camisa que habito lleva bordadas mis iniciales.

Desconozco, puede que no me atreva a asomarme al precipicio, si el ruido que llega a mis oídos es el alegre correr de las aguas en el nacimiento del río o, por el contrario, son los rumores del batir de las olas que arrastran cuerpos ahogados hasta la orilla.

Desconozco si la cuenta de diez y el jalear del público me pertenece o soy el púgil que derrama un hilo de saliva y sangre en la lona.

Desconozco si los bellos niños que corren hacia mí, en el parque, me abrazarán para demostrarme su amor filial.

Aquel viejo profesor de dibujo técnico sonrió despiadado, mientras observaba el borrón de tinta china y asumía mi nuevo suspenso en Geometría.

Y en el bolsillo exterior de mi mochila hay un libro en cuya portada se dibuja un corazón (el mío) adornado por una cartulina blanca que pende de uno de sus laterales.

03 agosto, 2009

SÍSTOLE Y DIÁSTOLE


"Looking through some photographs I found inside a drawer / I was taken by a photograph of you / There were one or two I know that you would have liked a little more / But they didn´t show your spirit quite as true". Fountaine of sorrow. Jackson Browne.


Sístole (a).
Los relojes marcan horas ajenas que aspiran a retrotraer el tiempo (físico). Todas las catedrales del país se me antojan refugios de pasión.
Sístole (v).
Releo párrafos de obras cuyo sentido varía en mi cabeza. En el suelo de algunos vagones de trenes nocturnos reposan los puntos de lectura que perdí en viajes pretéritos.
Diástole.
Anhelo recorrer calles lo suficientemente iluminadas como para no resultar excesivamente oscuras al ojo humano de este siglo.
Sístole (a).
Sólo la memoria me une a la maravilla. Pero los trazos inspirados preñan de color un lienzo que jamás verá la luz.
Sístole (v).
Examino planos y cartas de navegación en busca de un océano con el que compartir este secreto con chirimías.
Diástole.
Me aferro a sensaciones que, como el agua, se me escapan entre los dedos.
Sístole (a).
Todas las dársenas de autobuses, los millares de vías de tren, las salas de espera de aquellos aeropuertos esperan que nuestros cuerpos vuelvan a fundirse en abrazos.
Sístole (v).
Nuestro conventículo fecundó ciudades que ya no nos pertenecen.
Diástole.
Las noticias de los periódicos de verano son francamente prescindibles.
Sístole (a).
Continúo prendado de esa mirada del adiós.
Sístole (v).
Jamás setenta y dos horas pregonaron tanta soledad en este erial de multitudes.
Diástole.
Mi diccionario obvia expresiones por pánico a manifestarse increíble o reiterado.

Sv.- Y el ciclo de mi corazón ansía noches sin final al abrigo de parajes esquivos a la mirada plural.
Sa.- Mientras, el ronroneo de las voces asciende por las escaleras hacia mi escondrijo de inspiración.
D.- Cuando mi cuello giró, aquella primera mañana, hacia tu portal, el tiempo se detuvo, entre sístoles y diástole.