18 agosto, 2009

COLEGIO


Hay recorridos comunes, en geografías humanas, cuyo esplendor e inquietud reside en su cercanía (próxima), que se convierte en lejanía debido a su imposible acceso.

Puede que, tras varias noches, el dulzor emanado por esos ojos no fuera el tuyo.

Es una mera elucubración, pues la locura vence a la certeza.

Siempre, o, al menos, en todo este tiempo en el que noche y día no encuentra diferencia en las hojas del calendario, ni en los cubículos reservados para cada fecha en las antediluvianas agendas de bolsillo (que me resisto a sustituir por sus homólogas, pero no igual de románticas, electrónicas), percibo una inquietud de color añil.

Cabría la posibilidad, eterna, de aguardar una respuesta a todas esas cartas escritas con el corazón como autor.

Pero el reloj avanza exhausto y ajeno a cualquier tipo de sentimiento humano.

Y el cartero, como por arte de magia, ha borrado mi dirección postal del mapa de calles que caen bajo su jurisdicción.

Mientras, el buzón relee los remites de las cartas, sin encontrar la grafía que un día, ilusionado, me trajo un perdón por la repentina huida, cuesta abajo, evitando las palabras mayores (y de los mayores).

Y todas las cartas son facturas que el corazón no sabría satisfacer.

Puede que, hablando de M., haya que revisar las viejas cintas de vídeo, en formatos de olvidada lectura, revelando los detalles escondidos en los gestos de los protagonistas de aquella serie televisiva de fenómenos paranormales.

Quizá, en todo lo relativo a las emociones, no exista lugar para las reflexiones sobre la benevolencia de la utilización de modernas técnicas de eutanasia.

O puede que todos los argumentos desborden la ética y la moral... y el recuerdo deba centrarse, única y exclusivamente, en las risas de los compañeros de pupitre que descubrieron, entre las líneas de imaginación, algo más que una declaración de amor.

O, seguramente, todas las palabras se quebraron al intentar demostrar ese amor.

Puede que, en un mundo como el actual, ustedes consideren adecuado que un policía detenga a Bob Dylan mientras éste "caminaba sin rumbo definido" por Long Beach (New Jersey), por estimar que "un viejo desaliñado y sin afeitar" es susceptible de generar algún desorden público.

Puede que resulte ingrato concluir que el último beso (quizá no el más apasionado) no reposará en la comisura de los labios propios.

A mí, ambas cosas, me causan, aún, estupor.

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