30 agosto, 2009

LA CHICA DE LOS PATINES


"Miénteme, como hiciste la primera vez, que por más que lo intento no te creo. Con el miedo de encontrarte entre los brazos de otro amante, ayúdame a olvidarte, ayúdame a olvidarte. Te ahoga tanto silencio y a mí me devora el tiempo, si te viera un momento, si te cuento qué siento". Miénteme. Pasión Vega.


En el sueño, la plaza es rectangular y tiene dos alturas, comunicadas por escalinatas de peldaños irregulares.

En el centro de la primera altura, preside una fuente desvencijada y de la que no brota agua. Seca.

En el lado izquierdo, junto a un olvidado y desconsolado parterre, existe un viejo quiosco de helados, cubierto por pegatinas de jugadores de fútbol de temporadas pretéritas.

En la segunda altura, perfectamente alineados, tres bancos inhóspitos de granito, sin respaldo, y reforzados en su medio con antiestéticos mojones de hormigón.

Una paloma se posa encima de uno de ellos y afana buscando algo de alimento entre las bolsas de chucherías que los niños dejaron olvidadas al llegar la hora de volver a casa.

En el sueño, sopla viento y la ciudad no parece ser la que debería acoger la realidad del paraje.

En el sueño, aparece un niño con mi rostro y unos quince años menos de los que tengo en la actualidad.

Juega con sus canicas en la arena, solo, entrenando para las partidas de verdad con sus recién estrenados compañeros de colegio (los terceros en menos de tres años y dos mudanzas, por motivos laborales, de su padre).

Está ensimismado y permanece, de espaldas, ajeno al ajetreo de la plaza.

Por su mente, además del partido de baloncesto que jugará el sábado, pasa el título de un libro que quiere comprar, pero para el que su asignación no le alcanza.

La temática, vampiros, le atrae, pero teme que su lectura le provoque, como así hará, inoportunas pesadillas y más de una noche sin poder conciliar el sueño.

En el sueño, por la calle que desemboca en la plaza, aparece, a gran velocidad, una chica rubia sobre unos patines.

Sortea, con maestría, los obstáculos, a la vez que su melena juguetea, coqueta, con sus hombros.

La edad de la patinadora es la misma que la del niño que juega a las bolas y, sin embargo, su rostro refleja una edad indefinida que sobrepasa los veintititrés pero que, en modo alguno, supera los veintisiete.

Está perfectamente maquillada, resaltando sus bellísimos pómulos y realzando la profundidad de unos ojos que están llamados a vivir y disfrutar de la belleza de este Mundo.

Repara en el chico que juega, abstraído de su presencia, y se encamina a su encuentro.

Se agacha y le toca con dos dedos en el hombro izquierdo.

El niño, sin perder su posición genuflexa, la mira y reconoce en el rostro que se le enfrenta una cordialidad y proximidad que, sin embargo, no indica unión.

Se siente atormentado, incómodo en un cuerpo pequeño y preso de cavilaciones adultas (y humanas, excesiva e incomprensiblemente humanas).

Ella le sonríe. Conoce el futuro (es su dueña) y ha vivido el pasado (su pasado y el pasado de todas las descendientes de Eva).

En el sueño, comienza a llover.

La paloma vuela asustada hasta el barandal de un edificio próximo que, a buen seguro, es el Ayuntamiento.

El agua gotea por el flequillo rubio del muchacho y su expresión transmite la incertidumbre de la inseguridad, el temor de los preludios de las tragedias.

Y, como el último deseo que conceden a los condenados a muerte, el pequeño se hinca de rodillas en el suelo, hundiendo con su presión una de las canicas en la tierra, y, desgarrado, emite su súplica ante la mujer que le contempla.

En el sueño, ha dejado de llover.

En la ventana de mi habitación, escrita por el vaho, puede leerse una súplica que, para mis adentros, entono con melodía suplicante: "miénteme".

Puede que, sorprendentemente, la palabra del niño no fuera otra que: "rescátame".

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