26 agosto, 2009

MENTIRAS Y CREENCIAS


"¿Y a quién le puede importar lo que entre mano tenemos? Porque si te fijas bien somos muy buenos expertos en mentiras de vez en cuando, mentiras cuando queremos, para qué decir la verdad, tenemos bastante con vernos. Mentiras de vez en cuando y al resto de mundo perdemos y solas así podemos contarnos nuestros secretos". Mentiras. Jaime Urrutia.


Puede que ustedes no me crean.

No les culpo.

Quizá mantengan una firme convicción basada en la adoración a Lars von Trier.

Y sería muy loable.

Incluso si esa creencia se viera reafirmada por el seguimiento de Diego A. Maradona y su gol de 86 en México ante Inglaterra, sus principios me parecería, además de sostenibles, enormemente honestos.

Cabría aumentar esa deidad con la figura del más que imprescindible y transgresor Bret Easton Ellis y, a buen seguro, profesaría por ustedes respeto y elogio.

No les obligo a la creencia. Faltaría más.


Todo ocurrió una dudosa y vertiginosa tarde de agosto, a bordo del barco de una naviera gallega que cubría el trayecto de vuelta entre las Islas Cíes y Vigo.

Cuando el avance de la nave se hacía más pesado, remontando las corrientes, los pasajeros comenzaron a emitir aullidos, cayendo en súbitos estados de inconsciencia y desmayo.

El vaivén de la embarcación presagiaba una tragedia que coparía las primeras planas de noticiarios de radio, televisión y periódicos, ávidos de noticias relevantes (o melodramáticas, tanto da) durante la canícula veraniega.

En ese pandemónium, sucedió.

Y me aferraré, de por vida, a aquellos mágicos setenta y cinco segundos.

De entre el oleaje, a lomos de un león que caminaba, pausado, sobre el mar, apareció la figura, elevada, iluminada, de Roberto Bolaño.

Sujetaba con empeño sus lentes de cristales redondos y mantenía un aspecto entre desaliñado y entrañable.

Saltó de lomos de su especial vehículo y abordó el barco, accediendo hasta mi asiento.

Con gesto inalterado, se sentó y pronunció una sola frase:

"El amor jamás quedará reflejado en un escrito".

Y levantó su cuerpo con el impulso de sus manos sobre el tablero, y se marchó en su león, surcando los mares como un moderno Neptuno.

Las aguas se apaciguaron después.

El resto de viajeros de la naviera, como en un repentino y común despertar de un hipnotismo plural, continuaron su accionar.

La radio entonaba una insoportable canción de esos grupos de jóvenes cuyo pop se halla abocado al más cruel de los olvidos.

Y pasados diez minutos, atracamos en Vigo.

Hasta la noche no recuperé la presencia de ánimo.

Y el relato me desbordó, conociendo que, como en el amor, uno puede aspirar a la honestidad, jamás a la comprensión.

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