29 diciembre, 2010

USTED


No le conozco.

Jamás he visto sus ojos enfrentados a los míos.

Y, sin embargo, en la distancia saboreo la incertidumbre de sus pensamientos como si fuera mía.


No he compartido mesa y mantel a su lado.

Jamás pudimos brindar, a la salud de algún deseo futuro, con un caldo suficientemente mencionable.

Y, en todo caso, he visitado los mismos páramos de desilusión que, a buen seguro, ahora acogen sus pasos.


No he descubierto sus palabras más delicadas.

En ningún momento, quizá fuera de aquellas frases que se perdían en una noche de inicio primaveral, he escuchado el tono de su voz al filo del precipicio.

Y, de manera real, me apiado del pesar de sus dolores, que entiendo universales o bastante cercanos como para asolarme.


Usted, que como el vigilante desconfiado, no permite más de una hora sin rodear el perímetro de vigilancia que tiene asignado.


No quiero reflejarle en una letra mayúscula (como aquella vez primera).

He aplaudido, en la soledad de las madrugadas insomnes, su táctica y estrategia (que no evocan ningún lirismo uruguayo).

Y, por alguna mágica razón de honestidad y honor, he decidido perderme en un desierto de interrogantes estúpidos.


Usted, sí, usted... al menos, permítame presentarle mi más sinceros y considerados respetos.

Aunque pudiera creerme lunático o errante, mi castigo no influirá en su futura felicidad.

Y, sin embargo, en esta insomne madrugada en la que le escribo, me reconfortaría pensar que, al igual que yo, divaga entre miedos e incertidumbres... de amor.


Usted, mi íntimo enemigo.

28 diciembre, 2010

LA ARENA DE LOS DESIERTOS Y DE LAS PLAYAS

Determinados elementos del universo se confabulan en aras a evitar nuestra mayor felicidad.
Se escuchó pronunciando la frase y, mentalmente, repitió pedante.

Caminaba lentamente, fijando sus ojos en los de la bella muchacha que esperaba en el portal de la iglesia que permanecía cerrada.
Buscaba deliberadamente su mirada, pero la mujer parecía completamente ajena a su presencia.

Como en tantas otras ocasiones anteriores, comenzó a crear futuras historias en las que los anónimos viandantes (las anónimas viandantes, sería más correcto) alcanzaban un protagonismo destacado.
Se imaginó tumbado, susurrándole su amor a esos ojos ante la playa de Lanikai, mientras el agua cristalina les bañaba de tranquilidad y sosiego.

Ella continuaba sin dirigir el más mínimo gesto de aprecio.
Él se paró a su altura, se retiró el pelo de la frente y encendió, con una parsimonia desmedida, un cigarrillo.
Ella, rápida como un rayo, se marchó corriendo calle arriba.
Él se volvió... y la siguió hasta donde sus miopes ojos le permitieron.

Entonces se recordó caminando.
Solo.
Bajo un sol abrasador que le golpeaba sin piedad.
Dudaba, aunque creía que era la arena del desierto de Atacama.
Recuperó una frase de aquellos días, repetida hasta la saciedad, como un eslogan publicitario que anima a continuar.
Recibió un impacto súbito, como de un tiesto arrojado desde varios metros.
Durmió.
Mucho tiempo.

27 diciembre, 2010

LA CUNA


Hay muy poca luz.

Parece una habitación vacía.

Un tenue y delgado rayo de luz gris se cuela pro el agujero de las tablas de la ventana.

Huele a humedad.

A vacío, a sucio, a historias que aún no han sido reveladas.


De fondo, muy suave, casi como si proviniera de otro lugar, la música de un violín.

Triste, desmayado en su melancolía.

Los dedos de la mano hacen girar el pomo de una puerta y arrastran el polvo que las generaciones fueron acumulando.

El gozne chirría, lamentándose en un quejido amargo y quedo.

Una corriente de aire frío se presenta de súbito.

La palanca del interruptor se acciona, pero la luz no se enciende.

Crepúsculo. Miedo interior.

A la derecha, al fondo, una torre de libros apilados en más que precario equilibrio.

A la izquierda, un balancín arañado por un gato que se coloca en guardia ante la inesperada presencia.


En el centro, construida de nogal, una cuna vacía.

Con las sábanas perfectamente colocadas y levemente abiertas, preparadas para acoger un cuerpecito entre ellas.

Vacía.

Bajo la almohada, un sobre.

Dentro una carta manuscrita.

Al pie, firmada, una dedicatoria que lo explica casi todo.

EL CONVOY


Un hombre camina los vagones que conforman la locomotora del tren que le devolverá a casa.

Su billete no está numerado...

Como un autómata, se coloca en el último asiento, pegado a cola de vagón y canturrea una vieja canción de rock.

Se siente más solo que habitualmente.

Mucho más.

Por primera vez en algún tiempo su inspiración no le alienta a escribir.

Abre el libro que lleva en su maleta y, sorprendido, descubre que lo adquirió en el verano de 2008.

Se pregunta acerca de la causa que le impide acabarlo.

Recuerda una ciudad.

Un escondido restaurante en ella.

Una escena creada en la mente.

Y se siente solo.

Su reloj le informa que lleva, apenas, quince horas sin comer.

Ve su imagen.

Iluminada por las velas.

Difuminada entre las sombras dibujadas por el baile de las llamas.

Tiembla.

Vuelve a recorrer todos los vagones de convoy.

Nadie espera.

Pero la desazón es punzante.

Abre su cuaderno.

Quiere escribir una historia sobre casas de madera en lo alto de árboles imaginarios.

Pero no adopta la decisión.

Comienza un dibujo, pero lo raya apenas iniciado.

Dibuja dos líneas.

Las adorna, flirteando con las curvas.

Llora ... y siente su propia soledad.

EL CALOR DE TU CUERPO DORMIDO

Descubre que eres dueña de mis desvelos.
Atesora en tu interior esa sensación verdadera de propiedad de los nervios alterados.
Asume, con responsabilidad y elegancia, que los silencios y las lejanías que nos escribe el Destino importunan mis constantes vitales hasta límites inabordables.
Siente que este episodio que escribimos juntos solo puede concluir en maravilla o quebrar mis sueños de futuro, que emergen de la cotidianeidad y nos sitúan en lejanas y paradisiacas playas habitadas por ambos... y nuestro amor.
Piénsalo.
Cada minuto sin tu presencia es un sinfín de fantasmas que sobrevuelan mi existir.
Cada segundo en el que evoco tu sonrisa es la necesaria contracción de mi corazón para bombear la sangre que visita mis venas.
Cada campanada perdida, un mundo de ilusiones que escapa por la ventana de nuestra habitación.
Cada mirada, temerosa, a la confirmación de tu silencio, un puñal que se clava en mi interior, agitando las piedras esqueléticas que sostienen mi precaria armadura.

Descúbrelo.
Hemos superado los miedos de las incertidumbres y de las nebulosas.
Hemos vencido las miserables espadas que pretendían preterir nuestros avances.
Hemos obviado el retumbar de las palabras maledicentes que auguraban un futuro inexistente.

Miro tus ojos.
Los imagino en esta distancia despiadada.
Y elevo mi plegaria para habitar, siempre, tu abrazo y el calor que desprende tu cuerpo dormido.

19 diciembre, 2010

BARCOS EN LA GRAN VÍA


Faltaba un botón de su abrigo.

Miraba por la ventana.

Y los barcos navegaban la Gran Vía.


Sabía que la observaban.

Colocó su pelo tras los hombros con delicadeza y tranquilidad, como si nada más importase.

Atusó su foulard y, en el quicio de la puerta, se despidió con un alarido perfectamente calculado.


La nevada del día anterior había dibujado en blanco la imagen urbana.

Mientras la nieve regalaba en su deshielo, los barcos navegaban la Gran Vía, ayudados por las luces de los teatros y las indicaciones del destacamento policial que los políticos señalaron a golpe de ley urgente.

Nadie preguntó nada.

Los edificios se mantenían en pie.


El silencio recogido en cuatro paredes iluminadas por focos de alta luminiscencia.

Los recuerdos enjaulados en una mente dolorida.

La estela de una imagen que abandona la estancia... su espíritu que permanece.

El pánico enmascarado en poses de afectación y lirismo impostado.

El silencio...

¿Escucharon el zumbido de los ordenadores hibernando en una oficina de luces apagadas?


Cierren los ojos.

Anúdense sus bufandas al cuello.

Enciendan sus reproductores musicales.

Quizá Dylan cante que los tiempos cambian.


Los barcos continuaban navegando la Gran Vía.

17 diciembre, 2010

EL PRECIPICIO


El momento más cruel fue cuando decidió revelarme su identidad.

Entonces, ambos miramos a la lejanía y descubrimos, aunque puede que esa sensación fuera únicamente nueva para mí, los confines del abismo.


Antes, ese mismo día, habíamos paseado por la orilla del río, aprovechando uno de los últimos días apacibles de aquel otoño en el que no cesó de nevar.

Hablábamos de Literatura... y de héroes.

Siempre somos redundantes -entonaba en demostración de reproche fingido y polemista.

Yo recordaba como, en la mayor parte de las ocasiones, el acercamiento a las tres novelas que cambian tu vida se produce de modo casual o, quizá, arbitrario. En suma, alejado, en esos prolegómenos, de la solemnidad y relevancia que a uno le gustaría que tuvieran.

Me miraba con ojos atentos y, para atacar mi línea de flotación, jugaba con mi capacidad de resistencia y aludía al tremendismo de mis expresiones y convencimientos.

Incluso, aquel día, llegó a vociferar a los cuatro vientos que había enloquecido (yo) por la lectura compulsiva y que, irremediablemente, mi único remedio sería someterme a un tratamiento intensivo de seriales de realidad virtual las veinticuatro horas del día.

Y, acto seguido, recitaba, del tirón y sin fallar un solo verso, un bello poema de Nicanor Parra.

Y yo, molesto, trataba de recordar el título, mientras mi acompañante tenía la mente puesta en otra tarea.

Quizá -me dije- en la confección de una lista de asesinos en serie a los que enviar una felicitación por Navidad.


Todo sucedió así.

Como una nebulosa en la que el tiempo no ocurría, ni siquiera estaba allí.

Fue cuando evocó la figura de su mejor amigo muerto... demasiado joven.

Pero no le entendí.

Dijo su nombre.

Y ya, juntos, nos asomamos al precipicio.

15 diciembre, 2010

LA CARPA


No vas a atender ese mensaje.
La impostura intemporal resultó ser más caducifolia y antediluviana.
Las luces anunciaban noches de ilusiones, árboles repletos de deseos y una madrugada desviada y preñada de desazón.

No contestarás a esa declaración de principios.
Pudiera sorprenderme.
Aunque, para no quebrar ese compromiso con la honestidad, tengo que postularme del lado de la sumisión.
El taxista inquietó mi pensamiento con una pregunta envenenada.
Y me negué a contestar. Al menos en los términos de un hombre moderno… lúcido.
No tan sorprendentemente, el hombre adujo la imposibilidad, sobrevenida, de continuar el trayecto.

No expresarás tu reacción de vuelta.
Me conduciré en los inhóspitos terrores de la elucubración.
Refugiado, e indeciso, ante un mantel engalanado de brotes luminosos, de joyas ficticias.
Sonriendo sin verdad.
Actuando.
Extrayendo conclusiones de gestos y apariencias.
Dibujando mundos irreales.

No.
No albergo esperanza alguna.
Silencio.
Debajo de una amplia lona blanca en la que el tiempo tejió huecos para mayor gloria del efecto de las goteras.
Un hombre me susurra al oído.
Me revela un episodio perdido en su memoria.
Me habla de ti… y de su última actuación.
Me enseña el final… entre silencios.

EL VASO DE METAL


El hombre tenía miedo a decir las palabras que pasaban por su mente.
Se despistó siguiendo la escueta falda de una joven que salía del colegio.
Y volvió a su mundo.
Una mujer se paró enfrente…
Le miró con la lejanía de la incomprensión.
Leyó el cartel que reposaba a sus pies.
Buscó en el bolsillo de sus pantalones vaqueros de marca… y arrojó unas monedas.
El hombre repitió la misma cantinela: “Dios la bendiga”.
Hacía frío y parecía que hubiese comenzado a nevar.
Del centro comercial salían unos niños ilusionados, inquietando a sus padres y pidiéndoles miles de juguetes.
Hizo sonar el vaso de metal en el que recogía las monedas.
La mujer le miró con angustia y su marido tiró leve, pero perceptiblemente, de su brazo, alejándola del mendigo.
Las luces de Navidad se iluminaron de repente.
El hombre recordó una imagen no tan antigua.
Una chimenea encendida. Una mesa repleta de comida y adornada con todo tipo de aderezos navideños.
Musitó una maldición.
El reloj de la iglesia anunció la entrada de la noche.
Se introdujo en el mínimo espacio de la caja de cartón que ocupaba.
Bebió un trago seco y duro del alcohol que guardaba en su petaca.
El líquido le golpeó en las entrañas.
Cerró los ojos.
Introdujo el vaso metálico en sus calzoncillos.
Y desvaneció.

12 diciembre, 2010

LAS ARAÑAS


En el techo de mi habitación se perpetuaron dos arañas.

Ellas habían sido las fieles guardadoras de ciertos secretos y desvelos.

Hasta ayer, nunca habían hablado.

Pensaba que se mantenían al margen, entretejiendo sus cuidadas telas.

Al comienzo fue una débil palabra, escogida en la conversación que mantenían.

Soledad.

Pensé que debía de ser la familia de vecinos.

Pero, evidentemente, no eran ellos.

Descendieron.

Me miraron con calma, deteniéndose en mis ojos.

Volvieron a ascender.

Deduje que dijeron algo similar a ensimismamiento.

Me adiviné hablando solo.

Y creí entender que mi último discurso era imposible, imposible... jalonado con preguntas retóricas ¿por qué? ¿por qué?

Del fondo de la casa escapaban los alaridos de un cantante de rock.

Las arañas se miraban.

Acompañé los gritos.

La habitación era una jaula de cristal.

Evadirse no se situaba en el debate del espacio.

En otro lugar de la ciudad una mujer se entregaba a otros brazos.

Los animales volvieron a acercárseme.

Me atrajeron con sus patas.

Me envolvieron en la tela.

Y me dejé ir, continuando mi plegaria de berridos.

En la pared del cabecero de la cama, sonaban puñetazos.

Las arañas silbaban.

Sentía calor.

Y repetía.

Imposible, imposible...

Aunque, quizá no tan sorprendentemente, ya no me inquietaban las respuestas, ni las causas...

Aferré mi cuerpo al techo y miré hacia el suelo.

Vociferaba con desesperación.

Los animales me observaban, perplejos.

Los golpes cesaron.

La música se detuvo.

Y me adiviné de bruces en las losetas.

De mi nariz brotaba un continuo y filo hilo de sangre.

Instintivamente, miré hacia arriba.

Pero, evidentemente, ellas no estaban allí.

11 diciembre, 2010

LOS ESTADOS DE SITIO


Hasta los estados de sitio son recurribles.

Lo escribió de un solo trazo, con firmeza... y algo de desilusión.

Incluso, unos días después, modificó el final por un más propicio "atacables".

Imaginó un valle en el que se alzaban cuatro torres, de desiguales proporciones.

Recordó ese mismo valle, años atrás, quizá tan solo un tiempo atrás (qué importaba), y dedujo que no siempre la visión humana alcanza a abarcar todas las perspectivas posibles.

Levantó su mirada y deseó articular una frase que resquebrajara la tensión del momento, pero solo pronunció silencios... entrecortados y discontinuos.

Jamás había vivido en un derrumbe permanente, en las ruinas de las calamidades provocadas por el paso del tiempo en los debacles.

Quiso recordar la letra de algunas canciones... pero solo escuchaba el silencio que su locuacidad era incapaz de romper.

Se lamentó de haber devuelto el bolígrafo.

Se lamentó de otros episodios que había relatado.

Recordó la primera guerra... el sentimiento de culpa al saquear los cadáveres de los soldados enemigos caídos en acto de servicio.

Parecían anónimos, sin rostro.

En su mente, sin embargo, la rememoración del segundo crimen era más grave aún... incluso aunque pudiera estimarse más episódico y menos influido por la voracidad asesina.

Leyó de nuevo el papel y adivinó que la declaración del estado de sitio sonaba rimbombante y artificiosamente vacía en un entorno en el que se presagiaba el más estrepitoso de los finales.

Pidió un espejo y se miró a los ojos.

Quería comprobar que en ellos tan solo habitaba el deseo de escapatoria.

En el fondo, deseaba mentirse y, enceguecido, acrecentar su fe en la existencia de los días de un futuro sin mariposas.

Escribió, ansioso por asentar su creencia en la evolución de los estados.

09 diciembre, 2010

LA AZOTEA

En la azotea donde escribo reina un estado de paranoia inducido.
Creo que no llovió desde hace, al menos, tres siglos.
Sin embargo, durante los seis últimos meses, no ha parado de nevar.
Las palomas emigraron a las torres petrolíferas en busca de un paraje más halagüeño y acogedor.
Los últimos habitantes fueron unos roedores cubiertos con pieles de morsa.
Me hablaron de antiguos tiempos en los que el hombre ni siquiera habitaba la faz de la tierra.
Creo que les sorprendieron determinados detalles específicos en mi conversación, imposibles de referir salvo en el supuesto de haberlos vivido en primera persona.
Anoche, mientras utilizaba un bolígrafo para jugar a las tres en raya contra mi Mr. Hyde, descubrí un cadáver enterrado en el lugar más abrupto.
Me saludó y se marchó, pretextando una cita ineludible para la que se había, lamentablemente, retrasado.
Me apenó pensar que, quizá por no levantarle antes de su letargo, yo había contribuido a demorarle más de lo debido.
Continué las pisadas que había dejado y que llegaban hasta el voladizo.
El suelo, en vez de asfalto y luces de vehículos rampantes, era un mar lleno de tiburones feroces y despiadados.
Saltaban y, como si de una pelota de waterpolo se tratara, se pasaban la cabeza del infortunado impuntual.
He recogido mi libreta y he escrito, al dictado de la memoria más inmediata, los horrores que acaecen en mi azotea.
Intenté reflejar un párrafo final en el que una bella mujer me atrajese a sí y me regalase la rosa que acogía entre sus pechos.
Sin embargo, en mitad de la creación, un relámpago ha impactado y la azotea es ahora pasto de las llamas.

08 diciembre, 2010

EL LADRÓN DE ESPÍRITUS (DE LOS LIBROS)


Robar el espíritu de los libros.

Lo musitó entre dientes.

Confiando en que pudiera dar resultado.


Sí.

Destilar, tras un alambicado y tortuoso proceso, el espíritu, la esencia, la mínima expresión significativa...

El erotismo de la historia.

Su orgasmo.

Ni siquiera algo tan amplio.

Ese segundo en el que los significados se pierden...

O coquetean... y mutan.


Robar el espíritu de los libros.

Apropiarse con sutileza y valor del ingenio más oculto.

Enseñorear y adueñarse del santo grial que deambula, de incógnito, las páginas de fondo de una obra maestra.

Convertirse en el custodio único de las llaves que habilitan para descerrajar los candados de las cajas fuertes que atesoran los más preciosos dones.

Ascender al universo de lo inmanente.

De lo sensible.


Robar el espíritu de los libros.

Desoír las leyes férreas de un mañana aún por revelar.

Avanzar en la delgada línea del precipicio que aboca al averno del fin... sin miedo al devenir, sin pánico ante el anonimato eterno del completo universo.

Estorbar con artificios la comprensión.

Enrarecer la expresión con elaboradas estructuras de complicado y detallista seguimiento.


Robar el espíritu de los libros.

Contaminar con parábolas las líneas rectas de la belleza.

Transgredir el ideal efectista del éxito.

Alcanzar un pacto maligno con los asesinos de la quietud.

Sellar una cordial entente con los predicadores de las bondades de la marginalidad.


Robar el espíritu de los libros.

Desvirgar su inmaculada flor.

Violar su intimidad en un colérico acceso de desenfrenada pasión.

Retroceder y escupir una consigna por la ventana, mientras las rosas se marchitan en un florero sin agua.


Robar el espíritu de los libros.

Pasear calmado en el cementerio de los poetas olvidados.

Rezar una oración en cada tumba profanada.

Escanciar whisky y permitir que un baile se escenifique en los restos de la creación del infortunio.


Robar el espíritu de los libros.

Definir el papel del ladrón romántico.

De viajero impenitente.

De suicida equilibrista en el alero.

De vampiro sediento... de espíritus.

06 diciembre, 2010

LA ESTELA


Llegó a aquella cama pensando en las huellas que su estela había ido dibujando en el recuerdo de otras mujeres.

Sintió una pequeña punzada en el corazón antes de besarla, pero desoyó los consejos de una lejana pitonisa... aunque se presentaban ante él de las más pintorescas maneras.

Entonces, solo entonces, se dejó llevar. Quiso escuchar la más perfecta sinfonía de los cuerpos entrelazados. Ansió perderse en esa geografía insospechada que le abría las posibilidades más reveladoras.

Y vivió una realidad paralela dentro de ese magnífico momento.

Desbocó sus manos.

Inquietó el hábito tranquilo de sus labios.

Accionó las pulsaciones de sus fatigadas piernas.

Y exhaló un suspiro intrigante.

En la paz efímera de ese después, se enfrentó a sus ojos.

Se le antojaron la antesala de un paraíso de vegetación selvática, de clima suave y parajes idílicos.

Pensó la frase que su boca, aún, no se atrevía a pronunciar.

La observó durante tres segundos.

Frágil en su bella desnudez.

Eterna en la atalaya de silencio y hermetismo.

Y sus palabras alabaron un futuro que jamás compartirían.

Ella le asestó una puñalada.

Con la frialdad de la sonrisa más elegante.

Con la quietud y el arrojo de los vencedores.

Y él naufragó en palabras y tinieblas.

Separó sus dedos hacia las sábanas, y, maldiciendo, volvió a acariciarle el sexo.

Mientras la mañana se diluía en la tarde.

03 diciembre, 2010

LAS DOCE Y VEINTITRÉS


Las aspas del ventilador giraban lentamente.

El aire entraba en la estancia y acariciaba con mimo y delicadeza las cortinas, que formaban pequeñas ondulaciones.

Sobre la mesa de madera, en una esquina, un periódico se hallaba doblado de un modo que se antojaba estratégico.

Sin permitir la visión del titular, apenas dos columnas de texto que soportaban una fotografía inequívoca.

En el lateral izquierdo de la habitación, junto a una de las ventanas entreabiertas, una mecedora se balanceaba con un movimiento rítmico y cadencioso.

La repisa del mueble de madera acumulaba centímetros de polvo sobre los que podían escribirse los recuerdos más azorados.

El reloj de pared se había detenido en las doce horas y veintitrés minutos de la mañana o de la madrugada de algún día del siglo pasado.

Las aspas del ventilador y la mecedora se movían con un sigiloso balanceo que dirimía una batalla dialéctica con el detenimiento del que comulgaban tanto las hojas del periódico como el reloj.

Un ratón atravesó, oblicuamente, la habitación, esquivando los casquillos de bala que se desperdigaban por el suelo.

Nadie había acudido al rescate.

Tampoco al olor de la carroña y la podredumbre.

En el exterior se escuchaba el inicio de una tormenta, el silbar del viento, los primeros golpes del agua al estrellar sobre el asfalto.

A ningún avezado observador le hubiese escapado el fatídico detalle de la herrumbrosa palangana en la que, como si de un macabro cobijo se tratase, reposaban tres pares de manos humanas.

Las aspas del ventilador se detuvieron, algún día indeterminado, de este siglo, a las doce y veintitrés.

La mecedora, sin embargo, mantuvo su oscilar.

29 noviembre, 2010

CONMORIENCIA


Artículo 33 CC: "Si se duda entre dos o más personas llamadas a sucederse quién de ellas ha muerto primero, el que sostenga la muerte anterior de una u de otra debe probarla; a falta de prueba,se presumen muertas al mismo tiempo y no tiene lugar la transmisión de derechos de uno a otro".


Conmoriencia.

Sí.

La palabra le resultaba lo suficientemente atractiva... y sorprendente.

Al menos en el contexto de la novela de intriga que devoraba durante el transcurso del vuelo internacional.


Conmoriencia.

Recordaba, de sus estudios de Derecho en la Universidad, que se trataba de una presunción, harto complicada de presenciar, y que desplegaba sus efectos, sobre todo, en el ámbito del Derecho de Sucesiones.

Por alguna extraña razón, se descubrió envidiando a aquellos compañeros que recitaban, de memoria y a la perfección, preceptos íntegros de los cuerpos legales.


Conmoriencia.

Sí.


Despertó, de súbito, y se sintió golpeada.

Debía de haber dado una pequeña cabezada, lo bastante profunda como para sentirse completamente desubicada.


Incluso podía traer a su mente algo de su sueño.

De su pesadilla, por mejor decir.

Un rostro reconocible, a pesar de los hematomas...

Yerto, quieto... con esa paz intrínseca, incluso, de los cadáveres resultado de una muerte violenta.

Quería ubicar la imagen en un contexto y en un tiempo propio, pero la identidad, siéndole cercana, no le ofrecía una situación suficiente.

Sin embargo, el lugar en el que se hallaba el cuerpo era, indudablemente, el paseo que transcurría junto al mar, en la llamada Calle de los Curas.


Al aterrizar, como en una premonición, observó que el vuelo que debía tomar en conexión había sido desviado al aeropuerto de M.

Y susurró.

Conmoriencia.

Y tembló, presumiendo el futuro.

28 noviembre, 2010

EL SOLITARIO


Pudiera ser.

Sí, maldita sea, me reconforta más pensarlo así.

Quizá esa última mirada no significara un adiós.

Pudiera ser.

Quizá los vapores etílicos de los vodkas sin hielo propiciaron un epílogo sin palabras, ni fechas futuras...

Nada es desdeñable cuando deseas que la herida de tu corazón suture con puntos de nostalgia y evocación.

Pudiera ser.

Lo repito noche tras noche, mirando distraido, por séptimo día consecutivo, la misma película que quedó encendida en el reproductor de DVD.

Y, en la nebulosa de los recuerdos, me repito que el veredicto fue desolador e irrecurrible.

Me siento al piano.

Arranco unas notas vacías y despiadadas que escapan por el corredor hasta encontrar el hueco del cristal roto de la ventana.

Pudiera ser.

Hoy se lo he confesado al viejo e infame portero que se masturba enérgicamente ante el visionado del nuevo catálogo de lencería que el certero comercial dejó en la entrada.

Ni siquiera me ha mirado.

Ni siquiera se ha molestado en cubrir su doméstico alivio.


Pudiera ser.

Lo repito en mi agonía tranquila.

Sufrida en pulsaciones aquietadas a tu ausencia.


Y me descubro como el mayor impostor.

Como el estúpido jugador que altera el orden de los naipes del mazo del solitario que juega.

27 noviembre, 2010

AS DE CORAZONES


Una película proyectada en el vacío de una cueva abandonada en el monte.

Sin sonido.

Solo el metraje corriendo sobre las bovinas de manera continuada.

Proyectando haces de luz en un entorno de oscuridad y humedad.

Acariciando la fría piedra de la gruta y rebotando en las paredes calcáreas del habitáculo deshabitado.


Aparece un as de corazones.

De repente, una mano lo esconde. Lo voltea. Y la cartulina se convierte en un puñal.

Ensangrentado.

Sospechosamente ensangrentado.

La mano enseña su palma.

El fino y preciso corte del que brota una delicada línea de líquido... que no se detiene.

Empapando el puñal y cayendo hasta el suelo.


De nuevo aparece un naipe.

El cuatro de picas.

La mano lo enseña.

Lo dobla, flexionando la cartulina hasta convertirla en un pequeño puente.

La mano está herida, pero mantiene una agilidad más que vertiginosa.

En un movimiento inesperado, raja la carta y la imagen funde en negro.


La película continua.

Aparecen dos naipes.

Rey de corazones. Reina de picas.

Negro.

El Rey de corazones camina, pesadamente, alrededor de la Reina.

Negro.

Negro.

La imagen se difumina.

Aparece el rostro de un hombre muerto.

Negro.


Continúa el ruido...

Aparece un as de corazones.

23 noviembre, 2010

LAS UÑAS


Mantenía, desde la niñez, un gesto inconsciente que repetía, hasta la saciedad, en los instantes de mayor preocupación y desamparo.

Se tumbaba boca arriba en la cama, encendía la luz de la mesilla de noche y revisaba, con la mirada, el estado de las uñas de sus manos.

Despacio.

Como si el tiempo no importara.

Otorgando a la acción una dedicación e importancia que permitiera hacer creer que los problemas, los que verdaderamente le importunaban y asediaban, desaparecían o, al menos, se resguardaban en la arquitectura de la tensión.

Comprobaba la longitud y crecimiento de las cutículas, sorprendiéndose del avance acontecido desde la última vez, independientemente de cuando hubiera sido ésta.

Imaginaba el trazado de líneas rectas que unían los puntos de inicio de esa piel muerta.

Soñaba que la lúnula ascendía, cubriendo todo el interior y coloreándose, por momentos, con la alegría del carmesí, el añil o el escarlata.

Procuraba facilitar que su mente estuviera vacía, completamente en blanco, concentrada en el reiterativo visionado de ese campo de juego de formas irregulares y poderosamente atrayentes.

Y soñaba... dejando que los segundos se vivieran en un paradisiaco y acogedor entorno en el que los ruidos eran mudos y los rayos de luz poblaban la existencia de manera ingobernable.

Entonces, como ahora, caía en la cuenta.

Reparaba en que, frente a él, ya no se alzaban ni sus manos ni sus uñas.

Parpadeaba.

Y saludaba, resignado, al fantasma.

21 noviembre, 2010

3.33


No mires mi rostro.

Desciendo a infiernos que ni siquiera has podido imaginar.

No murmures a mi lado.

He frecuentado bulevares de pavor que jamás existieron en tu mundo.

No elucubres sobre el futuro.

Suscribí un pacto con la soledad que contenía una cláusula de irrenunciabilidad y sumisiones expresas al desconsuelo.

No aventures historias respecto de estas inútiles líneas.

Todas las imágenes fueron dibujadas por una mente dolida y debilitada... gracias a un retazo brillante del lunático peregrino que erraba en busca de la verdad.

No sostengas que fue culpa de ambos.

He saboreado el amargo gusto de las calles soleadas durante la que aún era mi noche.

No recuerdes.

Mi memoria ya se ha ocupado de cerrar todos los resquicios.

No construyas un discurso emocionado.

Supongo que escribí veinticinco cuadernos con tus razones. Y destrocé otros veinticinco más, repletos de líneas garabateadas que descubrían mi corazón.

No...

No sonrías mientras me miras.

No encojas tus hombros.

No dirijas tu mirada a un lugar infinito.

No prefieras mantener en vigor una irrealidad.

No ordenes dos tequilas más...

No pasees como mis ademanes cansados.

No.

No conozco, aún, las razones que nos aportaron.

No he redimido mis pesares... ni mi temblor.

EL DESCENSO EN NÚMEROS


La puerta va a abrirse.

Siento un terremoto de miedo que recorre mi cuerpo con impunidad y suficiencia.

Decido cerrar los ojos.

Pero el cataclismo se avecina.

La puerta se abre.

Nadie espera ahí.

El número dos, en un susurro casi indescifrable, me revela que ella ya se marchó.

El tiempo siempre nos engaña cuando pretendemos detenerlo.

El tiempo nos burla al intentar acelerarlo de un modo voluntario.

Vuelvo a cerrar mis ojos.

La puerta comienza a entornarse, lenta y automáticamente.

El legado de un recuerdo es, tan solo, un clavo que se pudre a la intemperie de un corazón arrasado.

Sé que estás aquí.

A mi lado.

Mientras los números nos hablan de ausencias que los escalones podrían resolver... pero quizá no solucionar.

Abro mis ojos.

La puerta no desea abrirse.

El alcohol de anoche me invade con mensajes contradictorios.

No he sido capaz de naufragar mar adentro.

El número cero me ha sonreído.

Se acercó de súbito a mí.

Me ha mentido.

Y me escondió que, alguna vez... sí, al menos alguna maldita vez, pensaste en mí.

La puerta, quizá, tampoco exista.

EL ARCHIVO


1. Preparó una carta que dejó guardada, en formato "borrador", en las carpetas de su ordenador.

Eligió un nombre lo suficientemente expresivo para que los investigadores no encontraran problemas para su hallazgo.

Presionó "enter".

Detuvo sus ojos en la carpeta.

Leyó mentalmente "Final".

Situó el curso de su ratón encima del icono y presionó con rapidez en dos ocasiones.

Un documento corto y sin alinear llenó la pantalla.

Cerró el archivo y la sesión.

Amartillo la pistola.

Abrió su boca e introdujo el cañón.

Apretó con firmeza el gatillo, venciendo la resistencia.

Y se voló los sesos.


2. Cuando abrió su correo electrónico un rayo de miedo atravesó su cuerpo.

Alguna macabra broma del destino hacía que el emisor del mensaje no pudiera haberlo enviado.

Movida por la curiosidad, leyó el contenido de la comunicación y se lamentó al ver tres mayúsculas de las que desconocía su significado.

El envío adjuntaba un archivo en formato de texto.

Lo descargó.

Y la espera se le antojó eterna.

Era muy corto.

Mentalmente, reprochó que estuviera tan descuidado en sus márgenes y espaciado.

Sus ojos devoraban la pantalla y dejaban caer lágrimas como un torrente imparable y monótono.

Lo releyó, muy despacio.

Por la ventana, el río continuaba su curso.

Soñó dejarse naufragar.

Y se descubrió en la calle, junto al puente de piedra.

Se arrojó sin piedad.


3. M. era ingeniero de sistemas.

Había enviado el correo y no había detenido su curiosidad ante un documento tan atrayente.

La presentación era maligna, pensó.

Bebió de un trago el resto de café que reposaba, frío, en su taza, adornada con el logotipo de la compañía para la que trabajaba, el portal informático más utilizado mundialmente.

El discurso era triste y nostálgico.

Repleto de un amor imposible, escondido y revelado, a partes iguales.

Cerró el archivo.

Se sintió como el bombero que abre la comitiva que acude a una casa incendiada.

Pisando en terreno arrasado, desconocido y lleno de cadáveres.

Un intruso en las heridas, todavía abiertas, de un corazón enamorado.

Se descuidó y el periódico del día cayó al suelo.

En la portada, con titular a tres columnas y dos fotos enfrentadas, se informaba de los misteriosos suicidios acontecidos durante los últimos tres días.

M. recordó un nombre de mujer.

Y miles de mentiras.

Reservó un billete de avión en internet

Sacó un puntiagudo abrecartas del cajón y se dirigió al baño.

La mujer de la limpieza, transcurridas unas horas, sospechó al encontrar un pequeño charco de sangre que avanzaba, como en escapatoria, por debajo de la puerta del aseo de caballeros.

LA ESTÚPIDA... ESTA NOCHE


Apenas he parado.

Mi agenda de viajes comulga de la itinerancia... y se inquieta al ver fechas en blanco.

Mis párpados están castigados.

Temblando, a la intemperie de un cúmulo de despiadados vientos, el pasado se presenta como un fajo de facturas aún pendiente de abono.

Revisando mis fotografías, descubro una sonrisa forzada esperando la luz del flash y el sonido de un obturador que se cierra.

Claps.

Adivino imágenes borrosas a lo lejos y agradezco haber olvidado las gafas en la mesilla de noche, junto a un inquietante y aterrador libro de Foster Wallace.

Mis palabras fueron claras.

Lanzadas a un silencio de la noche que actuó como claro emisario de la pléyade de lamentos y decepciones.

El gigante pétreo no derramó más lágrimas, majestuoso ante un tiempo que no era el suyo, que jamás lo había sido.

Evité un pensamiento y repetí ese mensaje cifrado.

Ella, la desconocida, la innombrable y osada, me golpeó con una respuesta en labios de Rascel.

Y, estúpido, centré mis plegarias en un sueño que no acababa de vencerme.

Al fondo, un gato se suicidaba, lanzándose, valiente y temerario, bajo las ruedas de un camión.

En un rincón, al final, un hombre agotaba los réditos de su victorioso engaño.

15 noviembre, 2010

EL OLOR


El perro olfatea.

Mantiene en su subconsciente un olor que lo impregna todo.

Incluso ahora que deambula por lugares desconocidos.

Nuevos e intrigantes.

Pero el olor le inquieta... si fuera correcto, cabría decir que le duele, le golpea, le invade en su interior de una forma tal que no le permite avanzar sin dudar.

Levanta la cabeza del suelo y se siente como Stendhal.

Su cabeza se halla transtornada por la magnitud de las manecillas que vislumbra.

Jamás hubiese creído que la luz podía reflejar de un modo tal.

La piedra parece vibrar.

Materia en movimiento.

Pero ese aroma, ese poderoso olor embriagador que todo lo difumina y anega.

Se siente vacío.

Sus patas recorren los lugares que la fragancia impregnó con su evocadora destilación, con esa mezcla de sentimientos enfrentados.

He descubierto el rastro de un beso acontecido, si su percepción no le resulta equivocada, tres años atrás.

Justo enfrente hay una majestuosa fuente.

Y la gente sonríe.

El perro olvida su pasado.

Pretende dejar la mente en blanco.

Pero su olfato es portentoso... e inmune al engaño.

Gimotea.

Y los transeúntes le miran con cara de desconfianza.

Se tumba sobre sus patas traseras.

Dirige una mirada a un ciclo abierto y sin final.

Quiere olvidarlo.

Todo.

Aquellas noches.

Su sonrisa.

Sus palabras hirientes.

Pero su olfato le devuelve un recuerdo imborrable.

Llora.

Desconsolado.

Mientras el tumulto le arrastra a un parque oscuro.

Se resguarda bajo un árbol centenario.

Y cierra los ojos.

Y desea no respirar.

12 noviembre, 2010

EL COLUMPIO


Llegó caminando muy despacio.

Sintiendo sus pisadas en el lecho de hojas muertas.

Como si su peso derrumbase montañas.

La noche era cerrada y el viento se colaba entre sus ropas.

Se encogió.

Miró al frente y, entre sombras, adivinó el parque infantil.

Vacío.

Avanzó unos pasos más.

Presintió que alguien le estaba vigilando.

Algo improbable a las cinco de la madrugada.

El agua de la fuente cercana se había congelado.

Sacó su mano derecha del bolsillo del abrigo y abrió la portezuela metálica.

Ésta emitió un quejido herrumbroso y diabólico.

Entonces percibió que el columpio estaba en movimiento.

Meciéndose suave pero continuamente.

Un baile grotesco y pavoroso.

Imagino a una mujer, despreocupada, con las piernas extendidas y la cabeza levantada...

Intentando no tocar el suelo.

Desafiando la gravedad y pretendiendo volar.

Entornó sus ojos.

Recordó algunas palabras.

Evitó visitar otros terrenos comunes.

El columpio bailaba con el viento una danza de silencio y desafío.

Buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo la carta.

Con la mano derecha detuvo el balanceo del columpio, aferrando fuerte la cadena de hierro que lo sostenía a la estructura superior.

Dejó el sobre, con una mínima mayúscula, en el asiento del balancín.

Se marchó.

Sin mirar atrás.

El columpio comenzó a moverse.

La carta se precipitó al barro.

La tinta se difuminó.

Pero el hombre no volvió.

10 noviembre, 2010

EL PISO TRECE


Ambos se habían visto.
El espacio era muy pequeño... el aire irrespirable.
Como era habitual, en una de las paredes, un espejo pretendía otorgar una sensación de espaciosidad (inexistente).
Él contó las personas que se agolpaban en el cubículo que ascendía episódicamente.
Por algún extraño (e inexplicable) motivo, completamente ajeno a su voluntad, recordó el cuerpo de una mujer desnuda.
Miró en oblicuo, intentando encontrar sus ojos.
Ella, sin embargo, asentía a una pregunta intrascendente, mientras dirigía su mirada al suelo.
Sonaron tres pitidos cortos y se abrió la portezuela metálica.
Él agachó su cabeza y recordó la primera ocasión en la que se había escondido para leer una novela.
Era una noche de verano, ya en la madrugada, y sus padres le prohibían encender la luz de su habitación.
Bajó hasta el sótano y sintió la humedad de sus paredes.
También una irremediable conciencia de estar contraviniendo una norma estricta...
También algo parecido al pánico.
Pero continuó leyendo.
Ella pidió que alguien pulsara el botón de un piso, el más alto del edificio.
Lo musitó, dirigiendo su voz, nuevamente, a los zapatos.
Él se concentraba en contar los tornillos que sujetaban la placa metálica que hacía las veces de techo.
Trece.
Se sorprendió recordando que algunos edificios norteamericanos saltan, en su numeración, ese piso.
Creía haberlo leído en alguna revista generalista, en un reportaje de fondo, posiblemente, sobre las tendencias de la nueva arquitectura.
Podía haberlo soñado.
La voz grabada anunció la quinta altura.
Él se adelantó y bosquejó una funcionarial despedida.
Se sintió herido.
Confuso y golpeado.
El poliedro continuó su ascenso.
Hermético. Lejano.
Quiso imaginar lo que estaba sucediendo en su interior.
Incluso deseó poder penetrar en ese cúmulo de conexiones eléctricas que principiaba sus movimientos (los de ella).
Se sintió pequeño.
Tomó un cuaderno de notas.
Contó las páginas en blanco y le sacudió la incertidumbre al concluir la operación.
Trece.
Comenzó a escribir.
Una lágrima cayó en la página en blanco.

08 noviembre, 2010

LA CAFETERÍA


Desayuno en una cafetería que no había frecuentado jamás.

La camarera es una oronda mujer que suda con barbaridad y ostentación.

Un mendigo se ha levantado de los cartones en los que dormía y pretendía entrar al recinto.

La mujer le ha enarcado una ceja... y el hombre se ha vuelto remiso a su infecto lecho.

El bollo industrial, que me sirve en un plato de cerámica desportillado, creo que ha acabado con mi último empaste.

No me atrevo a cuestionar la calidad de los productos.

Leo con indiferencia la sección de Internacional del periódico.

Un niño sujeta, sonriendo, un arma con el que apenas puede caminar.

Ese chico está muerto, pero aún no lo sabía cuando el fotógrafo disparó... su cámara.

- ¿Estás casado?

La pregunta me sorprende.

Dudo durante varios segundos. Más de los que la camarera debe de considerar oportunos.

- Vamos, pequeño, no pienses que voy a violarte en el almacén... eso solo pasa en las películas.

Imagino que todo es un escenario, que las luces golpean fuerte en mi cara y que el director no se atreve a decir "corten" mientras la obesa mujer me arrastra susurrándome obscenidades.

- Soy virgen...

Mi respuesta es estúpida y supongo que desatará un torrente de ira.

Pasan los segundos... y no sucede nada.

El mendigo ha vuelto a levantarse y quiere volver a entrar.

- Voy a matar a ese estúpido...

El torbellino abandona mi presencia y se dirige a la puerta de entrada.

Tropieza. A punto está de caer.

Se recompone y golpea en la cabeza, con un cenicero, al desharrapado.

En el monitor, que sin voz proyecta imágenes en uno de los rincones de la cafetería, están pasando un concierto.

Quizá de los Rolling.

Vuelve.

Me mira fijamente.

- "Son 3,15... Y márchate".

Dejo un billete de cinco sobre la mesa.

Pliego el diario y lo acomodo bajo mi axila.

- "Eres un maldito niñato..."

Escuchó sus gritos cuando me alejo y descompongo mi figura pensando que, en unos segundos, un cenicero alcanzará mi cabeza.

- "Un maldito niñato... virgen".

La puerta suena a herrumbre.

El mendigo me pide limosna.

Le dejo caer el periódico.

El hombre musita un "gracias" que, posiblemente, no sea del todo fingido.

05 noviembre, 2010

LA COPA ROBADA


D. quería ser famoso.

En cierto modo, tan solo soñaba con alcanzar las portadas de los diarios futbolísticos de su barrio.

En aquella época, y en su país, el balompié era un fenómeno popular, pero el conocimiento de las figuras deportivas no era, ni con mucho, el que, con el paso del tiempo, lograría alcanzar...

D., además, no reunía las condiciones físicas necesarias para contar con la confianza de los entrenadores de los equipos que militaban en su ciudad y que, por otra parte, tampoco habían cosechado, jamás, un éxito de la suficiente entidad.

Soñaba que lo harían con él al frente del conjunto y dejándose todo su empeño, valor y empuje en demostrar su valía deportiva.

Lo soñaba, pegado al alambre de la valla que separaba la grada del campo, escuchando el esfuerzo de los laterales y extremos en sus galopadas junto a la línea de cal.

Cierta noche, con motivo de la celebración de la final del torneo de copa en su localidad, D. se apresuró, por la noche, a visitar el trofeo que estaba expuesto en el escaparate de la tienda de mayor afluencia, en el centro de la localidad.

Sus ojos se abrían como platos.

D. esperó a que todos se hubieran ido y alertó, desde una cabina cercana, respecto de movimientos sospechosos en la calle adyacente a los grandes almacenes.

D. lanzó la piedra. El cristal se fracturó en mil pedazos.

Extrajo el galardón y corrió como si tratase de escapar del más rápido de los defensas.

Las sirenas ululaban al fondo y D. se escondió en un callejón oscuro, al abrigo de unos cubos de basura y abrazando el metal junto a su cansado pecho.

Pronto se quedó dormido.

Los periódicos del día siguiente se hacían eco, con gran consternación de la noticia.

La Federación, en comunicado oficial, amenazaba con suspender la final si dos horas antes de la disputa del partido la copa no era devuelta.

D. supo que era su momento.

Acudió a la Policía y ofreció una versión suficientemente creíble como para salvar su implicación en el asunto.

Pidió ver el partido desde el banquillo del equipo que hacía las veces de local y tanto los organizadores como el cuerpo directivo aceptaron.

D. se ganó la confianza de los técnicos y le permitieron ocupar el puesto de utillero de por vida.

Quizá creyeron que fue una especie de talismán que les otorgó el triunfo en aquel encuentro.