31 enero, 2011

EL SUEÑO


Cuando terminó de leer la novela inacabada, sintió una punzante desazón en su interior.

Soñó, durmiendo con el libro entre las manos, que un viejo mexicano le preguntaba acerca del lugar en el que había enterrado un cuerpo.

Despertó.

Releyó el último capítulo del volumen y cayó profundamente dormido.

Varias horas después, aún con el libro aferrado, imaginó, abrazado al mundo onírico, que los objetos de su habitación se movían.

Las fotografías, a su antojo, se anteponían o escondían delante o detrás de los cuadros.

Las corbatas ocupaban el lugar de la ropa interior, mientras que los pantalones se escapaban al cajón de los cubiertos en la cocina.

Volvió a despertar.

Acarició el lomo del tomo.

Curioseó el autor de la fotografía de la portada.

Una calle indeterminada, asolada y solitaria, de lo que, presumía, era un pueblo, no demasiado grande, de Latinoamérica.

De nuevo, un calor extremo le aturdió en las sienes.

El mexicano volvió a mirarle sin temblar. Separó con dos dedos la colilla que apuraba con decisión.

"No debería pensar demasiado en ello".

El hombre se marchó, lanzándole un libro al que faltaban las páginas pares.

Volvió a despertar.

Su cabeza rebotaba con un dolor inusitado.

Chilló.

Cerró los ojos.

Volvió a chillar.

Intentó releer el último capítulo, pero las páginas pares se hallaban en blanco.

Durmió... pero no logró soñar.

30 enero, 2011

LA CASA DE LAS FIERAS


Tenía por costumbre acudir al zoológico cuando estaba nervioso.

En esos momentos en los que deseaba pasear de un modo solitario y despreocupado.

No lo decía a nadie.

Tomaba su vehículo, conducía despacio y adquiría una entrada.

Recordaba, perfectamente, el año en el que los billetes cambiaron el encabezamiento de "casa de las fieras" por "zoológico".

Ya nada volvió a ser igual y, sin embargo, necesitaba confesarse entre las calles que culminaban en las jaulas de los animales.

Por supuesto, con el paso del tiempo, había perdido el miedo a que los leones pudieran escapar de entre los barrotes.

Incluso les miraba con cierta pesadumbre, como si, muy en el fondo, entendiese que el cautiverio no siempre es la peor de las soluciones.

Perder la libertad, visto desde una perspectiva adulta, no mezcla, necesariamente, con amargura y dolor.

Llegó hasta el pequeño habitáculo del viejo chimpancé.

Los niños ya no se sentían atraídos.

Pero, para él, era la atracción favorita.

Quizá porque le hubiera visto crecer o porque formaba parte de una estampa antigua y conocida.

Le miró con parsimonia.

Habló bajo y quedo.

El animal se acercó, intuyendo que le podrían dar algo de comida.

El hombre sacó un saquito de cacahuetes, lo abrió y los puso en su mano.

El chimpancé los atrapó con educación.

La mente del hombre era la antesala del episodio final.

Dio media vuelta, miró el billete y lo guardó en su cartera.

Se despidió con un gesto del taquillero.

Encendió un cigarrillo.

Y avanzó hacia el río.

26 enero, 2011

EL DILEMA DE LOS ESPEJOS





Estoy mintiendo.
Se miró al espejo.
Desnuda.
Indefensa.
Sí, estoy mintiendo.
Acarició su pecho.
Encorvó su espalda.
Gritó.
Mentira, mentira.
Buscó, en su interior, respuesta a unas preguntas que formulaba una y otra vez.
Recordaba sus palabras con la exactitud que propicia la preocupación.
Se adoleció de su figura en el espejo.
La imagen de una mentirosa.
Le repugnaba.
Le corroía el pesar en su más profundo sentido.
Le inquietaba aguantar de pie.
Deseaba que el aire comenzara a faltarle.
Que el desvanecimiento la visitara.
Pero todo era en vano.
Mentira.
Su mentira.
Aguardó a que la casa estuviera en silencio.
Apretó con fuerza el estilete por su empuñadura labrada.
Lo deslizó, con firmeza, por sus brazos.
Lentamente.
Percibiendo como la sangre bañaba su integridad.
Y la purga no evitaba un zumbido en sus oídos.
Mentira.
Mentira.
Dirigió su mirada al espejo.
Una presencia escapaba de entre sus venas con dirección a la ventana.
Se derrotó.
Cayó rendida.
La sangre fue su lecho.
Y escuchaba las voces.
Mentira.
Mentira.
Y se entregó.

25 enero, 2011

EL AJEDRECISTA


El ajedrecista pasea solo por las calles nevadas.

No siente frío.

Sus huesos se han acostumbrado a los golpes de las gélidas temperaturas.

Maquina una nueva apertura.

Su primera partida en el torneo será de mero trámite pero, y esto solo él lo sabe, será la última.

Jamás entendió el ajedrez como una batalla frente al contrario.

Desde su punto de vista el tablero era la sala de tortura interior que escenificaba los fantasmas interiores, las debilidades intrínsecas del ser, su constante pelea por avanzar en el sendero de la mediocridad.

Un joven corre junto a su perro, dejando las huellas en la superficie blanca que cede ante la embestida de sus pisadas.

El ajedrecista ya no recuerda la última ocasión en la que cerró los ojos junto a un cuerpo de mujer.

Ha aprendido a restañar sus heridas con posiciones de defensa, con movimientos de enroque, con gallardía y valentía impostada.

Ahora se deja llevar por entre las congeladas avenidas de una ciudad que se le antojó, de un modo u otro, mujer.

El ajedrecista ha decidido consumirse en vida.

Abrir juego como si estuviese abriendo fuego.

El ajedrecista pasea solo por las calles nevadas.

Su próxima partida será la última.

24 enero, 2011

LAS PASTILLAS


En el interior del frigorífico hay dos latas abiertas de conservas en estado de putrefacción.

El olor es pestilente.

En el congelador, una botella de champagne espera a ser abierta, junto a una bolsa de hielo rasgada por su mitad.

Encima de la mesa baja del salón, aún perduran los retazos de papel metálico.

Una revista se halla abierta por las páginas de un reportaje adornado con grandes fotografías de lugares lejanos.

En el suelo, ropa interior de mujer manchada de sangre.

Las cortinas fueron blancas en algún momento no definible del pasado.

El sol quiere adentrarse en el escenario del horror.

Las nubes se olvidaron de visitar la mañana de este invierno batallador.

La luz de aviso del teléfono móvil parpadea desaforadamente. El aparato golpea la madera de la mesilla de noche.

Nadie atiende.

Los fragmentos de porcelana del jarrón reposan en silencio.

El cristal de la última fotografía (Berlín. 2008) resiste, a duras penas y sin quebrarse, la presión ejercida por el agujero provocado por la aguja de la jeringuilla.

Los vecinos avisaron varias veces a la policía.

La hoja de la maquinilla de afeitar desechable no supo responder a las preguntas que le formularon a presencia judicial.

Desde aquella noche, para conciliar el sueño, los hombres de aquella ciudad tuvieron que ingerir cantidades monumentales de Somnatrol.

Décadas después, un periodista reconstruyó parte de los hechos, noveló otros, y su ficción obtuvo un premio que le hizo abigarrarse entre columnas de periódicos e infames tertulias.

Los nuevos inquilinos del hogar desconocían que, bajo aquel parquet recién estrenado, se escondía una historia que les acompañaría para siempre.

Sonreían, cerraban ese libro premiado cuya lectura tanto les había sido recomendada, y se deseaban buenas noches, dispuestos a dormir tras la ingesta de esas pequeñas pastillas.

18 enero, 2011

LA DECLARACIÓN











¿Usted oye esas voces...?
¿Sí?
¿Usted también?
Acompáñeme, por favor, no se quede en la entrada.
No sea tímido... a todos nos pasa.
Al principio, queremos creer que no tiene importancia.
Conforme avanza el tiempo, nos acostumbramos a esa presencia.
Nos hablan, sí...
En una de mis primeras experiencias me guiaron por el cementerio.
Era demasiado tarde, pero ellas despejaron cualquier tipo de miedo o inquietud que pudiera sentir.
Me convirtieron en un ser valeroso y temerario, de los que no demuestran conciencia para con sus fantasmas...
Después, unos años después... bueno, usted ya lo sabrá.
Sin embargo, me inspira confianza usted, ¿sabe?, creo que existe una intrahistoria que nadie creyó y que, por supuesto, ninguno estuvo dispuesto a investigar.
Fueron ellas.
Ya, imagino, que usted, como hombre inteligente que es, ya lo habría adivinado.
No se vaya todavía.
Me lo propusieron.
Me invitaron a prepararlo todo con un celo máximo.
Me indicaron los tiempos y las actuaciones.
Fui un mero títere en sus manos... en sus voces.
El resto lo podrá leer en los periódicos... o en la sentencia.
No recuerdo cuántos años me quedan aún por cumplir.
No tengo esperanzas en ver la luz de ahí fuera.
Pero no se vaya, por favor, me dijo que usted también las oía.
No se marche, se lo ruego.
Esta celda es muy fría.
No huya, maldita sea.
Ellas nos reconfortarán.
Ellas lo harán.

17 enero, 2011

ESTIGMAS DE IMPERFECCIÓN


El músico rasgueaba las cuerdas de su guitarra sin ningún tipo de decisión.

Era el decimosexto día en el que intentaba encontrar, mientras improvisaba, el título a la última canción que había compuesto.

El resultado le llenaba de satisfacción y, sorprendentemente (contra su voluntad), se descubrió realizando una nueva escucha de la versión definitiva en el cuatro pistas.

Susurraba la letra conforme iba escuchando la música...

Mantenía, con firmeza, su costumbre de no querer oír su voz en los discos.

Le parecía ajada, inservible...

Sentía una vergüenza infinita.

Subrayaba sus desafinos, los apuntaba con una marca roja, estigmas de imperfección.

Apagó la máquina y se dirigió, guitarra al hombro, hacia el balcón.

En el voladizo del piso de enfrente una mujer miraba hacia el vacío.

Pensó en llamar a la policía, pero quiso respetar la determinación ajena.

De repente, agudizando su oído, escuchó que la mujer repetía una palabra indescifrable sin parar.

Probó a afinar más aún, pero era en vano.

La mujer, o al menos esa fue su sensación, le miró y, tras tocarse el lado izquierdo del pecho, se arrojó.

Fueron tres segundos.

Quizá ni tres segundos.

El músico se adentró en su estudio.

Sus manos corrían rápidas por las cuerdas y por la libreta, en la que garabateaba versos que tachaba tras el siguiente corte melódico.

Entonces se detuvo, sacó un viejo disco de Miles Davis y seleccionó la cuarta canción.

Volvió al balcón.

Las sirenas se entrometían en la trompeta magistral del negro Davis.

Tomó su libreta negra y apuntó, con trazo firme, "estigmas de imperfección".

Salió a la calle, dejando el disco sonando, y buscó una cafetería.

10 enero, 2011

LA INTRÉPIDA MUERTE DEL COMISARIO ESCÁMEZ


No sé si intrépida es el adjetivo más adecuado para una muerte.

Y, menos aún, para el deceso de un policía.

En todo caso, y por respeto a la mujer que me contó esta historia, he querido mantener el mismo calificativo que ella le otorgó.

Escámez, el comisario Escámez, era un hombre de valores.

Muy peculiares y, para más de uno, desviados, pero lo suficientemente asentados y férreos como para condicionar todas sus actuaciones.

El comisario, además, era un buen profesional.

Esto podría resultar ocioso o de perogrullo, pero ustedes y yo sabemos que conviene matizar aspectos como ése en una sociedad como la nuestra.

El olfato e ingenio de Escámez era conocido en toda la ciudad y más de un delincuente, creyente de que sus fechorías quedarían impunes (el crimen perfecto), dio de bruces con las pesquisas y el talento del comisario.

Cuando murió (se hace complicado narrar esto con una cercanía temporal tan acusada), Escámez investigaba la solución de una sorprendente desaparición en el escenario de un crimen.

Bueno, por mejor decir, en el escenario de un intento de asesinato.

Hasta donde Escámez había conseguido encajar las piezas, un francotirador había disparado a su objetivo (pendiente de concretar en la mente del comisario), sin acertarle, y, en su huida, el primero había resultado muerto por atropello.

Una mujer, dibujante, había resultado detenida al ser encontrada reflejando en su cuaderno la escena del crimen desde más ángulos de los humanamente posibles, lo que la convertían en presunto cómplice o urdidora del plan.

El hombre desaparecido esperaba a una mujer que, a la sazón, y con desconocimiento de Escámez, era su amante (la del policía... y la del hombre).

Quizá por primera vez, nuestro comisario era jugador y detective en un caso.

El día en el que, después de tener sexo con su amante, Escámez acudía a jefatura para iniciar la operativa de detención del culpable de la desaparición (su mente se había iluminado mientras eyaculaba en la boca de su compañera), completamente enfrascado en el recuerdo de ese cuerpo desnudo que le había felado de una manera inenarrable, un piano se descolgó del quinto piso al que pretendía ser ascendido y noqueó, implacablemente, a nuestro comisario.

Con su muerte, dos misterios quedaron sin resolver y, curiosamente, ambos tenían idéntico culpable.

VISIONES FEBRILES


No existía ningún tipo de razón humana que permitiera sostener la presencia de esa inquietud.

Y, no obstante, allí se encontraba.

Acabó su libro, degustando con una lectura más que pausada y detenida las últimas líneas, y sostuvo la reflexión definitiva durante apenas tres minutos.

La ciudad, su ciudad, enmudecía en la madrugada, entre la luz anaranjada de las farolas parpadeantes y el batir de las olas del mar que anunciaba su llegada a la orilla.

Dejó que las páginas avanzaran, lentamente, entre sus dedos, y aferró la única hoja manuscrita.

El trazo era viril, conciso y directo.

La firma, una evocación, y la fecha, no tan pasada como para conseguir difuminarla en la nebulosa de la memoria.

¿Dónde está el sueño cuando lo necesitamos? -se preguntó.

Arrancó la dedicatoria, arrugó el papel y lo lanzó hacia una esquina de la habitación.

Recordó otras noches.

De algún modo, intuyó que, posiblemente, el juego hubiese acabado definitivamente... aunque nunca, nadie, se hubiera atrevido a apostar por ello.

Se arrebujó entre las sábanas, bajó el elástico de sus pantalones y perdió los dedos de su mano derecha entre las profundidades del sexo.

Lentamente.

Sintió un calor reconfortante.

Y se descubrió en un estadio lejano y ajeno al recuerdo.

Al acabar, en un acto reflejo, se llevó los dedos a su boca, saboreándolos.

Y solo entonces lo entendió todo.

Y lloró.

LA LUZ


Cuando el animal le indicó el camino, ella dudó y preguntó cuál era el final del trazado.

- No importa. Únicamente elige una dirección. Aventúrate... y déjate llevar.

Ella se mostró, nuevamente, dubitativa y desconfiada.

Vio sonreír al animal y sintió un hálito de tranquilidad.

El sendero estaba iluminado por pequeñas luces fluorescentes de color violeta que, como columnas, se abrían paso desde el suelo.

La niña recordó un viejo cuento que su abuela le contaba durante las cerradas noches de tormenta en invierno.

Una chica se perdía en un bosque y era amedrentada por una jauría de lobos hambrientos.

Desamparada, continuó caminando.

Las palabras de su abuela retumbaba en su mente.

Pensaba en dar marcha atrás, pero la luz se apagaba tras ella conforme iba avanzando.

De repente, el animal se colocó a su lado, y le enseñó un mapa.

- No temas. No hay salida. No existía inicio del camino y, por lo tanto, tampoco encontrarás el final.

La frase del animal asustó a la chica.

- Créeme. Continúa caminando y confía, solo, en ti.

Lo hizo.

Y descubrió un nuevo haz de luz multicolor.

Y abrazó al animal.

02 enero, 2011

EN TEPITO


A Sumi.


- La casualidad no existe.

Octavio lo repetía, sin cesar, mientras apuraba su cerveza muy fría en la destartalada mesa de madera del bar de La Rinconada.

- Créame, usted es aún un hombre joven y debería escapar... de aquí.

Pensé en rebatirle su aseveración y explicarle que mi llega a Tepito, apenas diez días atrás, era mi mayor actuación de huida.

- Éste es un lugar para perdedores... Supervivientes, si prefiere... Esa clase de gente que sabe que vivir, un día y otro más, no supone mucho más que un ejercicio continuado de muerte.

Octavio podría estar más cerca de la verdad, en su filosofía vivencial, de lo que mi castigado espíritu se hallaba dispuesto a asumir aquella tarde.

- Sí... Si mi amigo. Debería cuidar más de su integridad y sus pertenencias. Aquí no existe la maldad, pero sí el narcomenudeo y la fayuca... Éste no es el barrio desde el que su madre esperaría recibir una postal.

Octavio pronunciaba esas palabras como, imaginaba yo, lanzaba los golpes que le convirtieron en un boxeador capaz de tumbar a campeones como Rafael Herrera.

Antes le gustaba que le llamaran "El Famoso". Ahora, me temo, el apodo le trae añoranzas y fantasmas a los que sus temidos puños no saben derrotar.

- Sabe. Tepito tiene su encanto. Sus tianguis... sus contrastes... Su Santa Muerte.

Se detuvo, sacó un escapulario de su pecho y lo besó, pronunciando algunas palabras incomprensibles entre dientes.

- Ya sabe, uno puede pasear por Mineros y Panaderos y tener la sensación de que sus días van a acabar en breve... Vamos, que se los van a acabar... usted ya me entiende.

El miedo es propiedad de los que todavía, tienen algo que perder -me dije.

- Usted debería marcharse mi amigo. Saque varias fotografías, escriba algo para ese periódico que le paga, mienta y diga que Doña Queta le habló sobre la Santa y, por supuesto, ni se le ocurra nombrarme. Su reportaje quedará más redondo si menciona a "El Santo", "El Místico" o a Cuauhtémoc Blanco...

Octavio había olvidado, quizá premeditadamente, a "El Ratón" Macías, a buen seguro, por alguna envidia todavía adormecida entre las ocho cuerdas.

"Huya, maldita sea, no quiero escuchar de más muertes... Me voy haciendo viejo... y sensible a la soledad".